Yo caminaba bajo la lluvia, con las manos en los
bolsillos. Observaba el frío en mis pies, la disimulada tristeza de cada paso
mío. Yo no quería estar triste, pero el Mundo estaba triste. Cada exhalación de
mi boca entreabierta resoplaba rítmicamente, coordinada con mi paso decidido, una
nubecilla de vapor grisáceo. Frío y tristeza eran míos.
La calle silenciosa, irreductible, apretada, se consolidaba en edificios altos,
teñidos con sedosidad hacia abajo de una nostalgia líquida de un atardecer murmurante,
vuelta hacia el interior de miles de cuencas rectangulares y vacías, apenas titilantes
como recuerdos por el rabillo del ojo, por el reflejo tembloroso y febril de
luminarias dobladas, taciturnas, de la calle. Nadie podía mirarme, ni yo podía
mirar a nadie. A veces el Mundo, sólo a veces, se transfigura
extraordinariamente y se materializa para nosotros, como si nuestra piel más
sensible y nuestra carne sanguinolenta, toda la piel interior, siempre resguardada
suficientemente a causa de nuestra red de minúsculos terminales nerviosos, se
nos desgarrase con la naturalidad de un acontecer cotidiano, y se nos
invirtiese, expuesta dolorosamente hacia el universo exterior.
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