De niño púber sentía una incómoda vergüenza al
observar a dos perros copular. Me ofendían las burlas de las personas. Yo me
avergonzaba de mirar. Entonces, no existía de ninguna manera en mi entorno la
pornografía. “Instinto sexual”, decía con afectación, mostrando sus
dientes, mi profesor de Biología. Yo lo observaba, me molestaba su bigote
oscuro e hirsuto encaramado con orgullo por encima de su labio superior, cuando
sonreía maliciosamente. Nada me decía esa frase, lo mismo que ahora. Hoy,
cuando veo a dos seres humanos teniendo sexo, no puedo dejar de recordar a esos
perros copulando. A veces, siento vergüenza ajena, a veces, la mayoría de las
veces, no, si mi sangre se enciende, palpita, y siento la poesía,
la belleza del erotismo sin canon, la locura de mis sensaciones buscando más,
la ansiada locura, exquisita y única, perruna, hasta justo el momento de
eyacular. Después, después…
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