El altímetro alertó 40.000 pies con una luz roja
parpadeante justo cuando Isaac Ben-Gvir tomaba el control de su F-16. El piloto
activó manualmente el sistema de respaldo para desactivar Fly-by-Wire. Silenció
los gritos del operador de radio y del comandante de escuadrilla. El cielo azul
globalizado y un sol implacable de mediodía resplandecieron dentro de la cabina,
se apropiaron de la visión completa de su mundo. 137 misiones impecables de
combate lo premiaban en tierra con la postulación a General de Brigada. Nadie
tiene todavía explicación razonable para el crac que Isaac Ben-Gvir conoció
allí. Ningún peligro, ninguna amenaza plausible, su máquina en máximo
rendimiento, y un patrón de comportamiento militar intachable, de excelencia.
Sólo nosotros, y él, sabremos lo que realmente ocurrió… El piloto mueve bruscamente
el stick hacia adelante, rompiendo el plano horizontal. El morro del F-16 se
inclina hacia abajo, vertical, en picada. Con la mano izquierda empuja con vehemencia
hacia adelante la palanca de potencia para alcanzar rápidamente los mil de potencia
militar. La
tasa de descenso se dispara: -10.000 pies por minuto y más. Las cámaras de
postcombustión se encienden como un sol contenido: columnas de plasma propulsan
el caza hacia una aceleración brutal. El vértigo de la velocidad y de la fuerza
G en aumento disparan la memoria de las imágenes con la misma velocidad, como
si su mente se hubiese acoplado a la estructura tremolante y ardiente de la aeronave.
Decenas, cientos de niños, de mujeres corriendo desesperadas, miles de diferentes
blancos humanos, en movimiento, habitando sus hogares, ocultos en sus tiendas, sus
escuelas y hospitales, sus escondrijos inservibles, porque él apunta siempre los
cohetes una y otra vez justo contra ellos, explotando todo en una masa de fuego
y humo oscuro que ahoga la visión dentro de su nube de horror expansivo, una y
otra vez, “sólo es la guerra”, “sólo es la guerra”, siempre se lo ha repetido. “El
pueblo elegido está por encima de todo”. Ahora lo puede ver, sólo ahora que ha
decidido acelerar hacia su tumba de tierra, contra su propia ceguera de alma,
la que finalmente se le ha filtrado angustiosamente sin saber cómo por las
paredes del cerebro, desde el fondo de su negra inconciencia, entrenada robótica
y orgullosamente para matar. Necesitaba sentirlo. Necesitaba sentir en su
cuerpo el dolor de la velocidad en descontrolado aumento, por el dolor de cada
niño asesinado, despedazado, por cada civil que ahora sí se le convertía en persona
verdadera y sufriente, viva, justo en el momento previo a hacerlas desaparecer.
Al fin también él podía sufrir así. Necesitaba morir, sólo necesitaba morir a 1.824
mph contra su amada tierra de Israel.
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