lunes, 1 de febrero de 2021

¿Quién es Einstein?


Rodrigo Inostroza Bidart

 

 

 

 

El hombre se quedó observando las llamas con el ceño fruncido, mientras descansaba su antebrazo sobre el reborde de la chimenea.

--Si los movimientos de las partículas atómicas, y los átomos, las moléculas, todas las cosas se moviesen cien veces más rápido de lo que lo hacen ahora, y la velocidad de la luz fuese, por lo tanto, cien veces mayor…

A su espalda se dejó oír el carraspeo de alguien que se aclaraba la garganta. Dio un leve respingo, como si fuese a darse la vuelta, pero volvió a fijar la vista sobre las ascuas, más ceñudo que antes. Esta vez se quedó en silencio. Después de unos segundos, el arpegio cantarín de un piano lo volvió a sacar de sus cavilaciones. Giró, al tiempo que se dejaba oír la voz aguda y melodiosa de su mujer sentada ante el instrumento. Junto al pulido mueble musical brillaba, sobre una mesa con ruedas, una pequeña vela encendida en el centro de una torta de cumpleaños. El hombre bajó la vista y comenzó a caminar arrastrando las suelas contra el piso de madera. Primero dio tres pasos cortos hacia su mujer, luego cambió repentinamente la dirección y se dirigió apresuradamente hacia la puerta.

--¿Adónde vas?...

El hombre se detuvo, dirigió la mirada hacia ella, masculló algo.

--¡No me escuchas!...

--¡Berti, si me has dicho cien veces exactamente lo mismo!

--¡Eso no es cierto!

Sonrió con un aire de tristeza. Salió. “¡Berti, mi amor...!” Escuchó varias veces, mientras avanzaba hacia la puerta de entrada. El frío aire exterior.

La mujer cerró de un golpe la tapa del piano, cruzó los brazos sobre la superficie pulida y dejó caer su cabeza sobre ellos. A los pocos segundos se incorporó ágilmente y se dirigió hacia la ventana. Pegó sus manos al vidrio mientras buscaba con la mirada hacia uno y otro lado de la calle. Murmuró.

--Berti… ¿Qué he hecho?...

Giró y se quedó observando fija y atentamente hacia el sillón, junto a la chimenea. Luego miró la torta con su vela brillante, casi consumida, y se le desbordaron los ojos de lágrimas. Un foxterrier moteado entró por la puerta entreabierta y se plantó a unos pasos de la mujer. Ladeó ligeramente la cabeza, ladró tres veces hacia su dueña, después salió de la habitación.

--¡Señor, perdóname!... ¡No lo puedo evitar!... ¡Tú sabes cómo lo amo!...

Un fortísimo estampido hizo estremecer toda la casa. La mujer cayó de rodillas y se cubrió la cara con ambas manos. La habitación se inflamó por un segundo con una intensa luz blanco amarillenta. La fémina se levantó con una expresión sufrida y confusa, se encaminó hacia la alacena, abrió un cajón. Sacó un objeto pequeño que guardó dentro de su puño izquierdo. Caminó de un lado para otro dentro de la sala. Se acercó a una repisa y se quedó contemplando una foto en la que posaban sonrientes, abrazados ella y Berti. Comenzó a temblar. Emitió gemidos guturales. Volvió a pegar su rostro a los vidrios de la ventana. La piel de su cara, sudorosa y fría, se iba volviendo blanquecina. Dos lágrimas cayeron por sus mejillas y salpicaron el alféizar. Abrió su puño, cogió el objeto y comenzó a desgarrar profundamente la piel de su antebrazo con cortes espasmódicos. Cerró sus ojos, levantados hacia lo alto, mientras la sangre caía a goterones casi negros sobre la alfombra de terciopelo.

 

--¿Seguirían el tiempo y el espacio poseyendo las mismas características y condiciones?...

Volvió a escarbar en las antiguas lecciones de sus maestros de Física. Su querido Einstein afirmaba y demostraba matemáticamente que el tiempo y el espacio son estados físicos que dependen, sin embargo, de la velocidad. A pesar del frío que transformaba en nubecillas el vapor de su boca, se acaloró; su cara enrojeció con súbito rubor. Se avergonzó de imaginarse que Einstein podía contemplarlo dirigiéndose a la casa de su amante. Bohm replicó desde su propia región del Universo que el individuo crea la percepción y la conciencia de velocidad, sin lo cual no existe velocidad alguna en nuestra realidad física.

--¿Y si es posible que la velocidad de la luz hubiese sido mayor o menor, por qué precisamente 299.792,458 kilómetros por segundo, ni uno más, ni uno menos?... ¿Tiene que ser así?...

La punta de su zapato izquierdo se enganchó en la saliente de un adoquín. Cayó con torpeza, manoteando; cargó el peso de su cuerpo sobre la rodilla contraria. Dolor quemante bajo el pantalón desgarrado. Observó que por los alrededores no había un alma. Barrios residenciales con moradores ausentes; calles inmóviles. Luces de neón titilantes. Se levantó extrañado y adolorido. Sabía desde hace rato que la rabia y el despecho lo gobernaban y, como ahora, necesitaba ir hacia los brazos suaves y juveniles de Ana. Aún no eran las nueve de la noche. Algo como una gran mariposa blanca descendió desde la oscuridad del cielo y se posó justo sobre su zapato. La mariposa se metamorfoseó en un pedazo de papel. Lo cogió.

La creatura está madura. Lucha por romper el cascarón. El cascarón es un mundo que ha devenido vacío.

Sintió que se le erizaba la piel de su cuerpo; una descarga de alto voltaje entraba y salía repetidamente en él. Ocurrían demasiadas cosas, diferentes, pero también emotivamente unidas. Luces giratorias, líquidos oscuros, recuerdos, arañazos, risas y galaxias. Dudó si se trataba de un eco interior. Oyó a lo lejos, sordamente, la vibración inquietante de una masa informe de humanos. Estampidos y resplandores fantasmagóricos bajo la cúpula estrellada. Ya no estaba en sus cabales. Lo había experimentado antes, sólo a veces. Cuando el muro infranqueable que separa al uno mismo (a mi persona encerrada dentro de mi cuerpo y mi mente) respecto del universo exterior, sólido, real, científico, soberano, inesperadamente, desconcertantemente, cae o desaparece. Cae o desaparece; aunque sólo será por un breve instante, no más que el lapso que dura una convulsión epiléptica, o el éxtasis de un Gautama. Berti pensó que la mente era una jugada tramposa de la Naturaleza, y una mala jugada qué él mismo devolvía.

--¿Tengo que ser consciente, igual como un quark tiene que poseer un espín?...

Se preguntaba si él mismo no poseería su propio espín todas las veces que después de hacer el amor con Ana re-narraba sus frustraciones y malestares con palabras maliciosamente diferentes, porque, aunque ordenadas de otra forma, eran las mismas palabras de siempre las que utilizaba para engañar a Laura y a Ana, las mismas que utilizaba para maldecir, o para pedir un café, o para leer sobre el desembarco de Normandía, o para redactar un contrato de compraventa. Las palabras poseían su propio espín, Laura y Ana lo poseían, hacer el amor, maldecir y el desembarco de Normandía también poseían seguramente su propio espín.

--¿Seguramente?...

¿Tenía que verbalizarlo todo, estúpidamente todo?

Berti se imaginó que él mismo era la manzana de Newton cayendo con una aceleración de 9,8 m/s, teniendo que dirigirse justo hacia el punto x de su cabeza. ¿De qué le servía, entonces, ser una consciencia inteligente dentro de una manzana? Aun así, Heisenberg continuaba calculando matemáticamente la indeterminación. ¿No era esto tan estúpido como verbalizarlo?

--¡Estúpido, estúpido!... ¡He aquí una palabra en la que debo pensar!... ¡No!... ¡Estúpido y pensar!... ¡Eso es!

Podía imaginarse igualmente que era Gregorio Samsa, o Krishnamurti haciendo lo suyo, o esto y eso otro. Incluso podía imaginarse que él era él mismo, y esto sí que lo hacía más difícil. Justificar creerse uno mismo le parecía mucho más difícil e injustificable que justificar que se creyese o no Napoleón. De partida, para creerse uno mismo es necesario ser un completo iluso, o bien conocerse a sí mismo, y hasta ambas.

Un fuerte fogonazo lo deslumbró. Lo siguió una detonación. Luego, otros fogonazos y otros estruendos. Se asustó. Tal vez había ya comenzado. Aunque estaba oscuro, divisó a menos de una decena de cuadras una multitud que accedía hacia la calle donde él caminaba. Se la quedó observando sin entender lo que ocurría. El entorno residencial aparecía igualmente tan apacible. Un minuto después comprobó que la muchedumbre corría, corría descontroladamente justo hacia donde él se encontraba. Escuchaba gritos, disparos, explosiones. Se le erizaron los pelos de la nuca. Su instinto animal se encendió buscando amparo y protección. ¿Correr, esconderse, huir? Midió a su alrededor velozmente las opciones de acción.

--¿Tengo que…?

Por un instante la sorpresa dominó sobre su miedo. Por un instante reconoció el escondite invisible que se ocultaba tras cada “tengo que”, el “tiene-que” de cada cosa. La turba corría hacia él; el miedo lo acuciaba; él contemplaba la multitud; él estaba sorprendido; las casas, los jardines, el silencio próximo; él mismo, y, sobre todo, el Universo, el Universo entero ahí, revuelto, inexistente. ¡Eso no era causa y efecto!... Levantó la mirada hacia el cielo estrellado. ¡Eso no era tiempo ni espacio!...

Volvió a mirar en dirección de la poblada; no pudo mover un solo músculo más. Corrían hacia él, gesticulando, desfigurados, aullando, tropezando, despedazándose, mutilados. Nunca había visto seres humanos de esta manera. ¿Había límites para la aberración y el horror humanos? Esto también era Universo. A distancia de no más de cincuenta metros ocurrió. Las primeras líneas de personas comenzaron a achicarse a cada paso que daban. Los que venían siguiéndolos, al llegar a ese mismo punto, también comenzaban a empequeñecerse. Calculó la ratio: 3,5 centímetros menos entre paso y paso. Aunque avanzaban a tranco veloz, realizó varios cómputos matemáticos y físicos con correcta precisión y premura. Cuando los primeros energúmenos llegaron justo ante él, medían en promedio no más de tres centímetros de altura. Los más altos apenas se empinaban sobre el borde superior de la suela de su zapato. No se detuvieron. Siguieron corriendo frenéticamente más allá. Pasaban por su lado y seguían a su espalda como si él no existiese. Entonces observó la razón de fondo por la que la multitud avanzaba tan rápido: corrían sobre una especie de banda deslizante que no era visible sino a escasa distancia. Ante tamaña diferencia de estatura ya no se le aparecían como seres humanos. Por ello, tuvo una peregrina ocurrencia, aunque perfectamente lógica y adecuada para determinar de qué tipo de creaturas, entidades, o meras ilusiones se trataba: levantaría su pie derecho y lo dejaría caer fuertemente sobre un puñado de ellos. Si se reventaban, no lo estimó moralmente inaceptable. Así lo hizo. Alzó su pie, lo detuvo un instante en alto, y, justo cuando iniciaba el movimiento de bajada, divisó a una niña diminuta con un vestidito rosado que se detenía bajo la sombra de su bota y levantaba hacia él una dolorosa mirada. Tal vez la realidad se paralizó por un segundo, o dio un brinco junto con su corazón, como la arritmia de una realidad que tropieza con su propia extrañeza. La razón se le descompuso también por un segundo, pero casi de inmediato recuperó la compostura. Observó sobre el empeine de su zapato una mancha de sangre. Infirió que se trataba de los restos sanguinolentos de la niña y de los otros desgraciados aplastados por la suela de su calzado. Con curiosidad científica alzó el pie y lo volteó con su mano izquierda, mientras aleteaba con su brazo derecho como un contrapeso para no perder el equilibrio y caer. Nada. No había ahí nada ajeno a la suela de su zapato.

 

Uno de los hombres se quedó observando las llamas con el ceño fruncido, mientras descansaba su antebrazo sobre el reborde de la chimenea. El otro arrastró un sillón cerca del fogón, bebió un sorbo de una copa de champán que en seguida dejó en el suelo y se frotó las manos delante de las llamas. A sus espaldas, dos mujeres cantaban animadamente; Laura tocaba una melodía en el piano. Después de un breve silencio Berti habló en voz baja:

--Tengo un déjà vu

--¿Cómo es eso?

--¡Ah!, eso es una sensación de haber vivido un evento...

--¡No, si ya sé qué es un déjà vu!... Te pregunto para que me cuentes lo que sientes.

--Extraña sensación… No sé si sea realmente un déjà vu. También creo que este momento y esta situación ya los he vivido antes, pero no es sólo eso…

Silencio.

--¡Hermanos, ustedes, vengan para acá!... ¡No sean aburridos!...

Un chispazo de rabia afloró a los ojos de Berti. Las dos mujeres los miraban con una sonrisa cómplice y burlona.

--¡Otra vez!... ¡Ven conmigo, hermano!...

Berti cogió de un brazo a Leonardo, lo levantó y se lo llevó hacia la puerta.

--¡Pero, bro!...

--¿Qué pasa?... ¿Adónde van?... ¡Berti, mi amor!...

Al atravesar el umbral Berti tropezó con un fox terrier que esperaba sentado ante la puerta del salón. El perro lanzó un gemido de dolor. Berti alcanzó a echar el pie hacia atrás, pero se contuvo, y sólo le dejó caer una expresión de desprecio. El fox terrier se alejó corriendo por el pasillo.

--¡Berti, mi amor!...

El aire exterior frío y húmedo los hizo tiritar y arrebujarse en sus livianas ropas.

--Mira, Leo, no sé si es déjà vu lo que me produce esta sensación de irrealidad, o hay algún tipo de irrealidad que se acompaña con esta sensación.

--¡Bro, no debimos haber salido así!... Estaban tan contentas…

--¡Escúchame!...

Berti rodeó los hombros de Leonardo con su brazo derecho y lo apretó hacia sí. Siguieron caminando abrazados. Berti se detuvo repentinamente; levantó la vista hacia el horizonte, luego hacia lo alto. Unos segundos después se iluminó el cielo nocturno con varios relámpagos acompañados de potentes estampidos.

--¡Ahí está!...

--¿Qué?

--¿Cómo?... ¿No lo has visto ni escuchado?...

--No, ¿qué?...

--¡Los truenos y relámpagos!

Leonardo abrió bien los ojos y se quedó un rato con la boca abierta.

--¡Por Zeus, tal vez, tal vez…! ¡No sé!... ¡Qué extraño!...

--¡Sí, es posible que no sean sólo fenómenos naturales!

--¡Mira, allá!, ¿eso que se mueve es una estrella?...

 

--¡Deberíamos ir a buscarlos!... ¡Qué absurdo!...

Laura no respondió, sino que tomando el reborde de su vestido rosado lo levantó, lo apretó contra la cara y comenzó a sollozar.

--¡Lora, ¿qué pasa?!... ¿Por qué lloras?...

--¡No sé, tengo pena, tengo mucha pena!

--¡Ven, mi niña!...

Magdalena se acercó a su cuñada; apegó el rostro de ella a su regazo. Laura se aferró a su cintura.

--¿Por qué tengo que amarlo tanto?... ¡Me hace daño!

--¡Entonces no lo ames tanto, mujer!

--¡Sí, lo sé!... Debería hacerlo, pero no puedo.

Se escucharon unos golpecitos en la puerta. Las dos se quedaron en silencio. Los golpecitos volvieron a repetirse un poco más fuerte. Laura se secó las lágrimas con el mismo vestido.

--Debe de ser la Nina…

Una mujer canosa, en sus cincuenta, estiró la cabeza por el espacio entre la jamba y la puerta.

--¡Entra, Nina!

--¿Puedo retirarme?... Ya se me hace tarde.

--¡Por supuesto!... Lo había olvidado… ¡Toma!...

El fox terrier moteado entró a las espaldas de Nina. Laura abrió su cartera, contó billetes, los plegó y, dándole las gracias, se los extendió.

--Me despiden de los señores. Salieron tan apuraditos que no alcancé a despedirme...

Cuando Nina salió del salón seguida por el perro, Laura se levantó de inmediato, se acercó a la ventana, pegó ambas palmas a los vidrios, miró hacia uno y otro lado, y volvió a sollozar. Magdalena hizo una mueca de desagrado; se acercó por la espalda a Laura; le rodeó los hombros con su brazo, al tiempo que reclinaba su cabeza sobre el hombro derecho de su cuñada.

--¿Adónde habrán ido?...

Magadalena en respuesta sólo acarició la cabellera rubia de Laura. Laura cambió súbitamente su expresión; giró hacia Magdalena y se quedó mirándola intensamente a los ojos.

--¿Qué?...

Laura se alejó de su cuñada, mientras retiraba por sobre su cabeza una cadena que llevaba bajo la blusa. Caminó de prisa, cogió su cartera, luego trotó hasta un mueble esquinero, apoyó una rodilla en el suelo, introdujo una llavecilla en una portezuela de bronce y desde una caja sacó un objeto que Magdalena no pudo ver. Lo introdujo dentro de su bolso.

--¡Vamos!... ¡Ponte el abrigo!...

Un intenso resplandor iluminó la habitación. Pronto, un gran estruendo hizo vibrar toda la casa. Los vidrios y los objetos de cristal tintinearon. Las dos mujeres se miraron sorprendidas. Laura reaccionó primero.

--¡Un rayo!... ¡Vamos!... ¡Vamos!...

--¿Adónde?

--¡Te lo diré en el camino!

--¡Mira, Lora!... ¡No hay una sola nube!... ¿Cómo podría haber sido un rayo?...

 

--¿Recuerdas algunos de esos sueños que te contaba cuando éramos niños?... Nunca he dejado de soñar. Pero ahora, desde este año, he comenzado a soñar despierto. Seguramente tú puedes explicarlo mejor que yo… No ha sido fácil para mí, pero al mismo tiempo ha sido tan natural… No sé bien cómo decirlo, ha sido tan… autoevidente. Mira, hermano, tú y yo aquí, sentados en este banco, fumando, con estas volutas de humo que se elevan y se disuelven en el aire frío; allá, arriba, el cielo y las estrellas; tú y yo vemos estas casas, este farol que nos alumbra, vemos y escuchamos lo mismo. ¡Estamos despiertos, sí!... ¡Es autoevidente!... ¡También lo es! Tal vez por eso me han gustado siempre las Ciencias. Las narrativas científicas que me han permitido conjurar mis sueños inquietantes. Bueno, en realidad, sólo hasta cierto punto. Sólo soy un diletante. Leo de ciencia como leo una novela. Igual como cuando leo a Kafka, o a Dostoievski, o a Hesse, también vivo la ciencia como si fuese mi realidad, a mi manera. Yo creía que las Ciencias eran el contenedor perfecto que reafirmaría la solidez diamantina de una realidad cada vez más conocida y sumisa. Así nos la enseñan. En alguna medida lo es, ¡es cierto!... ¿Por qué las cosas ocurren como en racimo, como si la realidad se confabulara para que de pronto hasta las cosas más disparatadas y ajenas se relacionen sorpresiva y coincidentemente justo para uno?...

--¡Eso es sincronía!

--¡Sí, eso es, sincronía!... Este año ha sido mi año de las sincronías. Bueno, sí, uno dice “sincronía” y con eso se queda resuelto y tranquilo. Ya tienen nombres las cosas, y con eso nos apaciguamos, no necesitamos ir más allá; no se nos ocurre que describir los hechos, manipularlos como a un cadáver que no puede resistirse, explicar cómo acontecen está infinitamente lejos de los hechos mismos. Vivimos en una realidad que es sólo un cascarón de la realidad; hemos creado incluso una realidad mental superpuesta al cascarón físico… un segundo cascarón dentro de un gran cascarón. Sí, hay sincronía entre un cascarón y otro, podemos experimentarlo intuitivamente, y hasta teorizarlo, pero ¿qué es eso?... ¿Desde dónde aparece esa tal “sincronía”?... Y, ¿sabes qué?, escarbando en las Ciencias, como lo hacen los científicos tan soñadores como yo, llego al mismo punto, a la misma región mítica, mágica, anómala, difusa, adonde ellos llegan. Una región profunda, inasible, cuántica, y al mismo tiempo la más inmediata, en la que la realidad se confunde inesperadamente con la irrealidad, o tal vez con otra cosa tan diferente de nuestra más autoevidente certeza de realidad.

--¡Sí, bro!, desde la sicología lo entiendo, lo entiendo perfectamente… Y aunque no pretendo categorizarlo, como tú señalas muy bien, ya es actualmente un nuevo paradigma transversal al conocimiento disciplinar: el paradigma postmaterialista… Pero, no me interesa ir por ahí; cuéntame tus experiencias sincrónicas con los sueños y la realidad. Esas experiencias están siempre tan llenas de un sentido superior, de una enseñanza oculta y directiva. Parece incluso que estamos exactamente en lo mismo…

La cara de Berti se iluminó repentinamente con una gran sonrisa. Chasqueó los dedos. Se levantó de un salto y dio un paso hacia atrás, sin dejar de mirar maliciosamente a su hermano.

--¡Ven, acompáñame!... ¡Te presentaré la sincronía más excitante de la vida!... ¡Un secretillo que deseo compartir contigo!...

Leonardo se puso de pie y comenzó a caminar de prisa para alcanzar a su hermano, el cual ya se había adelantado unos pasos. Justo en el momento en que ambos se alinearon, quedaron instantáneamente alelados, inmóviles, rígidos, como estatuas de hielo. En dirección contraria, a cosa de metros, otras dos personas parecieron surgir de la nada y venir caminando hacia ellos. Vestían trajes espaciales plateados, pegados al cuerpo; su cabeza estaba cubierta con un casco con visera de vidrio opaco que impedía ver su interior. Pasaron justo por su lado, pero no les prestaron la menor atención; parecían animados en un diálogo sin palabras, aunque los hermanos sólo escucharon algo como inusuales zumbidos que brotaban desde sus trajes, o desde sus bocas invisibles. Leonardo fue el primero en articular palabra.

--¿Qué fue eso?...

Berti pareció despertar. Volvió a sonreír.

--¡Seguro dos locos en camino a una fiesta de disfraces!...

--Pero…

--¡Déjalos, yo tengo algo más jugoso…!

Berti cogió del antebrazo a su hermano y lo tironeó para que siguieran adelante. Dos cuadras más adelante giraron a la derecha, entraron por una calle oscura, cubierta por árboles altos y frondosos. Cincuenta metros más y se detuvieron ante la empalizada blanca de un chalet con una sola luz encendida en una ventana del segundo piso, la cual se quedaron observando. Berti suspiró, “¡Ana!”.

 

Se escondieron detrás de un roble negro, viejo y monumental.

--¿Por qué hacemos esto?... ¡No está bien!...

--¡Shttttt!...

Laura le tapó la boca a su cuñada con la mano. Se oyeron nuevamente estampidos a lo lejos. Susurros.

--Lo sospechaba hace tiempo. ¡Si me traiciona, lo mato!...

--Pero, ¿por qué dices eso?...

--Si entran, si encontramos una mujer ahí, te lo juro, ¡lo mato!...

Laura abrió el bolso que llevaba cruzado en bandolera. Escarbó en él sin dejar de mirar hacia los hermanos. Extrajo un revólver; apuntó lenta y cuidadosamente en dirección a Berti.

 

Laura se acercó a la ventana moviendo la mano izquierda como abanico ante su cara. Levantó el marco hasta la mitad y sacó la cabeza hacia el exterior para respirar y sentir el aire helado en su cara y en sus pulmones. Una sombra se le acercó velozmente desde arriba. Gritó y saltó hacia atrás. Por el espacio se introdujo un cuervo aleteando con fuerza. Lanzó un graznido y voló en círculos por la sala. Uno de los 24 invitados cogió un almohadón y se lo asestó sin llegar a golpearlo. Otros también iban a proseguir con la caza del ave. Berti alzó la voz.

--¡Alto!... ¡Sergei, abre bien la ventana!... ¡Déjenlo salir!...

El cuervo se posó sobre el casco de un busto de Atenea que se empinaba sobre un alto estante; se quedó observando con sus ojos rojizos a la concurrencia. Berti tuvo la impresión de que el ave lo observaba a él. Laura corrió hacia un mueble esquinero, se retiró del cuello una llave colgante y abrió con premura la chapa de un cajón. Metió la mano y extrajo de él un revólver. Apuntó hacia el pájaro, el que, por coincidencia, echó a volar graznando agudamente. Berti volvió a gritar.

--¡No!...

El ave pasó volando sobre su cabeza y se precipitó en línea recta hacia la oquedad de la ventana. Una pluma negra y brillante se balanceó graciosamente hasta caer sobre el empeine de su zapato. Gritos, aplausos, sonrisas, risas, choques de copas; los mismos grupos se volvieron a reunir, aunque los comentarios iban y venían animadamente entre los concurrentes de un extremo al otro del salón. Berti se apoyó sobre el reborde superior de la chimenea; se quedó en silencio contemplando con gesto adusto la danza de las llamas. Leonardo se acercó a él y le golpeó cariñosamente la espalda.

--¿Qué pasa, bro…?

--¿Has visto?... ¿Qué opciones te quedan si descubres que la realidad es un engaño que se esfuerza continuamente para mantenerte engañado?

--¿Cómo es eso?...

--Mira, esto que experimentamos como realidad se sustenta, y es proyectado como universo espacio-tiempo, y a nuestra conciencia, desde un sustrato cuántico de ondas de posibilidad.

Un hombre y una mujer se acercaron a los hermanos; comenzaron a escuchar con interés el diálogo.

--Acabamos de ver un cuervo; eso es real, ¿verdad?... Pero ¿se comportó como un cuervo real?...

--A mí me pareció bastante extraño, podría incluso decirse irreal.

--¿Y si yo les dijera que el pájaro se comunicó conmigo?...

Al grupo se le unieron otros tres invitados.

--Dudaríamos de tu salud mental.

--¡Exacto!... ¡Eso es!, la realidad sólo es un estado mental, incapaz de diferenciar entre lo verdaderamente real y lo verdaderamente irreal. O, más probablemente, nuestra mente crea finalmente la ilusión de realidad y de irrealidad; de salud y de enfermedad. Y, a su vez, algo indeterminado crea primero la ilusión que es nuestra mente ilusoria.

--¿Qué te dijo el cuervo?...

Un coro de risas estruendosas acaparó la atención de la mayoría de los invitados.

--Que había venido porque yo lo había invocado.

Una joven mujer dejó escapar una risotada, pero se contuvo de inmediato al observar el mutismo y la seriedad con que los demás quedaron paralizados. Una explosión de sonidos inarmónicos y violentos provenientes de un piano los hizo sobresaltarse a todos. Se escuchó una voz femenina gritar con alegría.

--¡Feliz cumpleaños!...

Una potente detonación junto con un gran resplandor hizo estremecerse la casa. Luego una segunda detonación, pero definida y cercana, desde el interior de la vivienda. Todos se miraban entre sí, entre la risa y el miedo, sin comprender lo que ocurría. Nuevamente se alzó la voz de Laura.

--¡Feliz cumpleaños, mi amor!...

Justo cuando acababa la exultación de Laura se abrieron con fuerza las dos hojas de la puerta de acceso a la sala. Ingresaron atropelladamente cuatro individuos con sus rostros cubiertos con pasamontañas negros.

--¡Al suelo, todos al suelo!...

Berti se quedó contemplando la pluma del cuervo que yacía en su palma. Unos se dejaron caer al piso, pero en su mayoría los hombres se quedaron de pie.

--¡¿Qué quieren?!...

--¡Al suelo, mierda!...

Uno de ellos levantó su escopeta y disparó al techo. Gritos. Movimientos desordenados. Otra vez se dejó oír el fortísimo estruendo que remeció la construcción; el resplandor encegueció por un momento a los presentes. Un intenso e inusual zumbido lo atravesó todo. Leonardo se abalanzó sobre uno de los asaltantes y comenzó a forcejear para arrebatarle el arma. Otro de ellos se les aproximó y descargó un culatazo sobre la nuca de Leonardo. Apuntó al pie izquierdo y le disparó. Leonardo gritó de dolor. Berti dio dos pasos a las espaldas de un amigo, se agachó, extrajo el revólver del cajón, apuntó al hombre y le disparó en medio del pecho. Cayó de espaldas y quedó tirado, inmóvil. Otros dos asaltantes dispararon de inmediato hacia Berti. Berti les respondió con dos disparos. Se lanzó hacia una puerta que conducía a un dormitorio. Salió corriendo, encorvado. Escuchó de lejos la voz desgarrada de su mujer.

--¡Berti, mi amor!...

Abrió una ventana. Noche helada. Se empinó con ambas piernas por encima del marco y resbaló hacia la cornisa de la techumbre. Otra vez lo golpeó crudamente la sensación de irrealidad. Avanzó gateando hasta una esquina de la pendiente; se aferró al tubo de bajada de aguas lluvias y comenzó a resbalar con dificultad por él.

--¡Allá va!...

Saltó el muro que daba a la calle y corrió. Poco más adelante volvió la cabeza para mirar hacia su casa. Alcanzó a distinguir tres personas que salían a la carrera del interior de su hogar. Se sintió aliviado de que los delincuentes hubiesen liberado a su hermano herido, a sus familiares y amigos, para hacer sólo de él la presa de caza. Al volver la mirada hacia adelante perdió el equilibrio, tropezó con algún desnivel de la acera y se vino al suelo. Cayó con su rodilla izquierda y con las palmas abiertas contra el pavimento. Se levantó de inmediato, se sobó las manos y la rodilla adolorida, húmeda y ardiente; continuó con su carrera. Le extrañó que no hubiese un alma en las calles, ni que al menos se oyesen voces, música o ruidos en las moradas, o tan siquiera ladridos de perro. Sensación de ensueño, de irrealidad, de estar presenciándose a sí mismo desde afuera de su cuerpo, déjà vu como sin tiempo ni espacio. Pensamientos o recuerdos peregrinos.

La creatura está madura. Lucha por romper el cascarón. El cascarón es un mundo que ha devenido vacío.

Oyó un fuerte estruendo; al mismo tiempo, a unos setenta grados sobre su nervio óptico, surcó el cielo lentamente una bola de luz y fuego que cambiaba de color. Berti fue disminuyendo su carrera hasta apenas caminar a un buen paso, sin dejar de mirar hacia un cielo incomprensiblemente tachonado de estrellas. Escuchó cerca un ruido desusado que le recordó el retumbar de grandes olas. Levantó más la cabeza; por encima de él, a sólo unos pocos metros, dos enormes figuras, como aeroplanos o aves prehistóricas, pasaron volando y creando una fuerte turbulencia que lo remeció entero. Se fueron a posar sobre un alto y enorme roble que se empinaba en el patio de una casa a oscuras. Berti sabía que sólo tenía que seguir huyendo. A pesar de que sentía que esas dos altísimas figuras lo observaban y hasta esperaban algo de él, o con él, reinició la carrera. Irrealidad, realidad, irrealidad, realidad, irrealidad, realidad … No se encontraba lejos de la casa de Ana; enfiló hacia allá. Nunca se había dado cuenta de que sus pensamientos no eran realmente sus propios pensamientos, sino otras mentes que le hablaban como su propia mente y con sus mismos pensamientos. Irrealidad, realidad, irrealidad, realidad…

--Nunca podrías moverte ni un solo milímetro si nosotros no te moviéramos primero. Somos la realidad y la irrealidad que experimentas.

Sus piernas ya no eran sus piernas que corrían, sino el Universo que corría con sus piernas, o algo similar. Y su conciencia era creada y empujada, y desecha, y nuevamente recreada, pasiva y activamente: él era querido y él quería. No había transición, ni mezcla, sólo un algo aún indeterminado, confundido para su mente y su conciencia primaria, es decir, para la existencia como tal. Así podía ya presentir confusamente los sueños, el deslizamiento inestable de la conciencia, la indeterminación cuántica de la realidad física, los extraterrestres, las memorias de vidas pasadas, el futuro, la locura como sustrato de la mente humana, los mitos ancestrales… Todo aquello que se alejaba sólo unos pocos pasos hacia el trasfondo progresivamente difuso desde la científica inmediatez espacio-cuerpo-tiempo.

--¡Ahora sí!...

Un resplandor como de un sol iluminó la tierra y el cielo. En seguida volvió la noche cronológica y astronómica. Berti sonrió con los ojos entelados de lágrimas.

--Nosotros te dimos esta realidad. Nosotros te la quitaremos.

Llegó ante la casa de Ana, pero no había casa. Una vieja alambrada se alzaba ante el terreno yermo. Miró las propiedades del entorno, incluso buscó el número de la propiedad: sin duda era el mismo lugar; allí debía encontrarse la casa de Ana, pero sólo percibía un terreno polvoriento, vacío, cubierto por algunos matorrales y un poco de hierba oscura y rala. Se encaminó angustiado a la vivienda que colindaba por la derecha con el terreno vacío; golpeó, llamó varias veces a viva voz, nadie respondió. Lo mismo en la de la izquierda, y en las de enfrente, y en todas las de la cuadra. Ya no le importó si aquello era real o no. Tal vez había soñado esto y aquello, tampoco importaba.

--Nosotros somos tú… Tú eres en nosotros.

Aunque no podía ponerlo en palabras ni componerlo en pensamientos, ya lo entendía; o, tal vez, aquello ya fluía simplemente a través de él. Todavía era una cierta tensión existiendo, una onda de posibilidad semejante a un filamento de luz justo antes de apagarse para encenderse en un big bang monstruoso.

--¿Quién es Einstein?... ¿Quién soy yo?......