miércoles, 21 de septiembre de 2011

LA FAMA


Viajaba a avanzada hora de la noche por la entrada norte del Golden Gate, saliendo de California. Había abierto la ventanilla para que el aire húmedo y salado me despejara de un pesado día de trabajo en el buró. Mi vista adormecida planeaba sobre las pequeñas luces de la bahía, mientras la radio entonaba con voz profunda una conocida canción de Sinatra. Iba pensando con ternura en mi gorda, que a su pesar ya estaría tratando de dormir en nuestra cama semivacía, cuando apareció delante un antiguo Ford con las luces apagadas y la puerta del conductor abierta. Aquella escena me resultó familiar e inquietante. Me detuve cautelosamente detrás, y activando las luces intermitentes, me bajé. De inmediato divisé una sombra que se movía por la balaustrada del puente. El bramido largo y grave de un vapor que se alejaba logró estremecerme. Los automóviles iban y venían en escaso número, pero nadie parecía darle importancia a esta escena. Salté la cerca de contención y caminé hacia la sombra. Al acercarme escuché con claridad un quejido. Entonces me apresuré y de un brinco cogí en el aire el bulto que ya se arrojaba hacia el fondo del precipicio. Mis manos resbalaron por él hasta quedar enganchadas en sus axilas. El peso de su cuerpo me dobló también a mí peligrosamente hacia la oscuridad.

--¡Suéltame!—gritó.

--¡No, no!... ¡Te voy a sacar de aquí! — le contesté, a pesar de que mi posición doblada con medio cuerpo ya en el aire me impedían el menor movimiento hacia atrás.

--¡Tú no sabes nada… déjame, maldito!

--¿Qué debería saber?

Giré la cabeza cuanto pude para ver si podía encontrar alguna ayuda, pero nada, ya ni siquiera veía el paso de los autos.

--¡Soy un inservible, un inútil!... ¡No merezco vivir!

--¡Hey, te voy a sacar de aquí y nos iremos a conversar con calma!... ¡Espera, dame tu mano!

--¡Escucha, imbécil!... ¡Escucha y suéltame!... Escribo, escribo y escribo, soy uno de esos poetas que lo pone todo en palabras, que lee y lee compulsivamente lo que los demás escribieron, pero que ante todo lee para escribir y escribir siempre más… para que me lean más y más, y todos, y lograr la atención y la alabanza de todos…

--¡Bien, bien, pero eso no es tan malo, amigo!... ¡Dame la mano!

--¡Escucha, soy una basura, escribo en todas partes, en las murallas, sobre el mantel, en la tierra, en el autobús, en mi cabeza todo el tiempo, hasta que solo vomito versos y versos y más versos para que la gente me aplauda… ¡Y la gente me aplaude!... ¡La maldita gente me aplaude!… y yo estaba feliz porque la gente me colmaba de halagos, me hacía regalos, me daban premios, hasta que un día leí a Pablo, a Pablo Neruda, y comprendí que todo lo que había escrito era basura, que todos escriben pura basura, lo mismo que yo… y que nunca podría escribir más que basura!

-- No conozco a ese tal Neruda, pero imagino que cada uno que escribe tiene su propio mérito… No hay para qué comparase con los demás—le dije, tratando de aplacar su ansiedad, aunque el tema nunca se me había pasado por la cabeza.

--¡Bah, no lograrás convencerme!... El mundo está ahíto de gente como yo, somos una plaga y nos comportamos patéticamente… No tenemos capacidad para contemplarnos desde otro lugar que no sea nuestro propio ombligo… ¡Aquí está mi último verso!... Y de un mordisco le arrancó la vida/para seguir la luna de plata/del otro lado del abismo

Abrió la boca y enterró sus dientes por encima de mi muñeca. El dolor atravesó mi brazo hasta el cerebro, e instintivamente abrí mi mano, y luego la otra cedió al peso. Cayó por varios segundos, hasta que allá en el fondo negro divisé una pequeña salpicadura blanca, y un hilillo de sangre escurrió por mi mano hasta seguir el mismo destino de aquel ser.

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