miércoles, 7 de septiembre de 2011

GRACIA

Gracia, la mujer, la maga y terapeuta giró velozmente el cuello de su paciente, y en seguida, con un sonoro crujido de vértebras, lo volvió a su posición original. Así impresionaba a cada una de las angustiadas almas que acudían por decenas cada día a su brillante consulta. Ese brusco movimiento dejaba a su merced la vida y la voluntad de aquellos desgraciados que anhelaban sanación; con esa primera y violenta señal de poder se posesionaba de sus cuerpos y de sus dolores, hasta convencerlos de que ni siquiera el cáncer terminal se resistiría a su virtud, y que de su templo no podrían salir sino sanados.

Por allí desfilaban modestos y pobres, a quienes incluso atendía por unas pocas monedas, profesionales, adinerados, incrédulos, patanes, viudas desesperanzadas, niños, yoguis, pero sobre todo pobres de espíritu, desahuciados de sí mismos, abandonados en su esencia humana que somatizaban su miseria interior por medio de algún síntoma doloroso. Para ellos la ciencia y la medicina no había encontrado solución, porque su mal no había sido hallado en su cuerpo biológico y mortal, o porque simplemente el sistema de salud los rechazaba de innumerables maneras.

Gracia se movía entre sus pobres como una aparecida sobrenatural; vestida con su bata blanca lanzaba invectivas, halagaba, daba órdenes, juzgaba y condenaba, hablaba de ángeles y demonios, de yerbas y medicamentos, del futuro y lo siniestro, de la televisión y del pan. Era la reina y diosa incontestable, furiosa y santa; había logrado por cierto más devoción de sus sumisos discípulos que Cristo de los suyos, y no aceptaba réplicas ni veleidades ni dudas, porque entonces una terrible maldición o injuria partía como un rayo mortal de su boca, y entonces ya no habría sanación.

Gracia había sanado a cientos, tal vez a miles; o tal vez ellos se habían sanado a sí mismos por miedo y por fe de esa santa mujer. Otros pocos, sin embargo, habían abandonado su clínica tristes y culposos de no haber estado a la altura de su gracia. Para estos la vida continuaría siendo ordinaria y opaca; profana y sin misterio; incomprensible y enferma. Los otros, en cambio, sabiendo o sin saber que a Gracia se le había muerto su marido de un ataque al corazón; que su hijo mayor, de sobredosis; y que su ayudanta, con menos de treinta años, sufriría una trombosis cerebral fulminante, seguirían creyendo con firme devoción que el poder de Gracia era infinito.

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