sábado, 3 de septiembre de 2011

DIEZ SEÑALES

Felipe C*** podría haber vuelto su mirada hacia atrás y contemplado el cielo azul que descansaba sobre las montañas de plata y un objeto de luz hacia el otro extremo de la ciudad, pero ingresó derechamente al avión absorto en alegre charla con dos acompañantes. Eran 21 pasajeros. Alguno de ellos se quedó en silencio contemplando por la ventanilla cómo la tierra se iba alejando de su vida, y algo de tristeza y angustia humedeció su corazón. Los demás bromeaban y reían como de costumbre, mientras cada cual se preocupaba de poner en orden algún accesorio menor.

Abajo la ciudad minúscula quedó prontamente atrás y el ronroneo del motor acariciaba el fuselaje de la nave en ese día como cualquier otro. Felipe era un hombre famoso, un hombre de la farándula, un hombre bello y exitoso, ícono de la pantalla nacional. Acostumbraba a realizar estos viajes de trabajo y pasatiempo, porque en su corazón, en lo profundo, un llamado de generoso servicio y amor a los desprotegidos nunca lo dejaba en paz. Pero la paz había sido siempre demasiado dulce en la guerra contra su insistente ego, y Felipe no había alcanzado la renuncia que el Donador esperaba de él.

Fueron diez señales las que recibió precisas y claras. Diez señales que no fue capaz de ver ni oír; de sentir ni pensar; de tocar ni padecer. Diez señales que como el faro de su avión le señalaban la ruta del vuelo del alma en otra dirección. Diez señales de peligro y redención. Diez señales como diez clavos a lo largo de la carne, y diez palomas blancas en un nido.

Cuando el avión entre la niebla espesa dio un primer gran salto, como el primero de un ataque cardíaco, Felipe sintió que su vida entera se agolpó en el centro de su pecho, y un sentimiento incontenible de dolor y paz se manifestó en una última palabra:¡Perdón!

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