sábado, 19 de abril de 2025

Casas (cap.13 de Historias de un Individuo Imposible)

  



De niño y de joven hurgaba frecuentemente en mi futuro. Mi imaginación, mi expectación, mi intuición prevalecían en el intento. ¿Cómo sería yo a los 30, 40, 50, 60, o más? ¿Hasta cuándo viviría?... ¿Qué sería de este Mundo para entonces? Respecto de mí mismo, creo que, en lo esencial, en la autopercepción y sensación proyectiva de mi persona y de mi catalización interior, estaba en lo cierto: mi alma efectivamente hoy está cuajada de todo, también de sí misma, como un sol enrojecido y sabio al reclinarse sobre el horizonte de un día vivido. ¿El Mundo?... Debo reconocer, en cambio, que yo creía y sentía que su final estaba siempre cerca, más cerca que esta lenta agonía que he debido conocer en todo, este dolor y encanto de vivir en un mundo declinante y delirante. Hoy, ya cerca de los 70, mi memoria se encuentra colmada y pesa demasiado para no prevalecer sobre mis demás facultades. ¿Cuánto más voy a vivir, y para qué?... Me he convertido más en memoria que en presente y futuro; cuando miro, escucho, siento, pienso, sueño, camino, es ante todo mi memoria la que mira, escucha, siente, piensa, sueña, camina. No deja de ser una irónica paradoja que la memoria casi todo el tiempo sea mayormente olvido e inexistencia, acercándonos toda la vida a la conducta ignara de un niño sin recuerdos. La memoria invade el inconsciente de mis niveles corticales, pero mi conciencia de vigilia, mi persona actual, esta grandilocuente y delirante punta de iceberg, se cree y se vive tonta y autoritariamente a sí misma, y a todo, en una especie de iluminado presente eterno, sin pasado ni futuro, desarraigada de la factualidad del pasado incontestable, salvo cuando, por un esforzado intento—para recordar—escarba selectivamente y sin demasiada convicción en oscurecidos recuerdos.

Cuando rebusco atrás, lo más atrás de mi vida y mis recuerdos, aflora un ramillete de vívidas e intensas evocaciones. Al hacerlo, descubro que mis recuerdos de infancia siempre se han formado con referencia a una casa, mi morada. El primer recuerdo, grabado en mi memoria con un dolor y una intensidad inexplicables, se remonta aproximadamente a los siete meses de vida.[1] Es una imagen, como un video de algunos segundos transido de sufrimiento de adulto—justo como podría sufrir ahora, aunque no puedo—, no de un infante. Entonces vivía en un pequeño departamento rojo—alguna vez, ya mayor, lo vi desde la calle—en un bloque de departamentos en la Avenida Los Leones.[2] Una y otra vez esa imagen dolorosa—esos techos contemplados obsesivamente desde arriba—se despertó espontáneamente desde el fondo de mi memoria a lo largo de mi infancia y de mi vida. Eso es todo.

El segundo recuerdo alcanza a los dos años de edad. Para entonces vivíamos en otro pequeño departamento arrendado en el centro de Santiago, en la calle San Martín. Seguramente se trataba del cumpleaños de mi hermano mayor, porque visualizo a niños mayores que yo. Al igual que el primer recuerdo, se trata de una imagen que dura unos pocos segundos. Me encuentro en un patio interior junto con otros niños, jugando con un globo grande. De pronto, éste se me escapa de las manos y comienza a elevarse por los aires, mientras yo, con una desconocida sensación de curiosidad y tristeza, lo veo alejarse. Ésa ha de haber sido mi segunda experiencia significativamente existencial: cómo todo lo querido, todo lo que uno siente propio, obtenido para sí, se nos va una y otra vez de las manos, durante la marcha de la vida, alejándose y empequeñeciéndose hacia la inmensidad de “lo alto”, igual que la memoria. En ese mismo departamento grabé, además, otro de los recuerdos más lacerantes de mi infancia. Es posible que yo haya tenido entre dos y tres años. Esto es lo que yo llamaría un recuerdo reiterativo, anidado en lo profundo de mi sensibilidad y de mi inconsciente infantil, de la misma manera que se fijó mi primer recuerdo, por repetición diaria. ¡Qué sensación más angustiosa!, ¡cuánta sensación de desamparo y abandono! Yo por entonces dormía en la pieza de nuestra empleada, en una cama de frente por los pies a la de ella, debido a las necesidades de mi madre de cuidar y amamantar a mi hermano menor, de meses, por lo cual ella dormía junto con mi padre, con mi hermano mayor, y con la cuna del bebé, ya que no disponíamos más que de un solo dormitorio. No recuerdo haber sufrido por esa particular situación. Sin embargo, cada noche, casi todas las noches, después de que mi nana me acostaba, en la oscuridad yo gemía y suplicaba a viva voz, repitiendo y repitiendo sin parar: ¡Mamita, ven a decirme buenas noches!...  ¡Mamita, ven a decirme buenas noches!... A veces ella venía—según ella, más de lo que yo después recordaba—, me besaba en la frente y me decía: ¡Buenas noches!; pero la mayoría de las veces—así lo recuerdo—, después de un largo rato, yo acababa durmiéndome, abandonado en mi alma, ahogado hasta la anulación de la conciencia por el sueño y el dolor.

Entre los tres y cuatro años vivimos por primera vez en una casa, un bungalow en Avenida Simón Bolívar, frente al Colegio Santa Gema Galgani. Guardo de ella especialmente tres recuerdos vívidos. El primero, la escena en el patio trasero de la casa, jugando con mi hermano menor, de dos años, riendo, felices, mientras yo lanzaba piedras hacia el cielo y salíamos corriendo para alejarnos de ellas, hasta que una de ellas lo golpeó en la cabeza, hiriéndolo y haciéndolo sangrar. Creo que hasta entonces nunca había sentido miedo. Ahí lo conocí, junto con mi estúpida capacidad para dañar a un ser amado. Luego, el siguiente recuerdo es la imagen de mi cachorro de perro, todavía de meses, corriendo como un loco, cuando nos gritábamos entre dos cualquiera de nosotros, desde el patio trasero, a otro que se encontraba en la puerta que daba al patio delantero de la casa: ¡Listo, abre!... Al cachorro de perro pastor lo llamábamos Gulf, corría imparable por el largo pasillo de la casa hasta el patio exterior. Creo que lo dejábamos juguetear allí, o tal vez mi madre le ponía la correa para sacarlo a pasear. Sin embargo, mi recuerdo repetido acaba de una sola manera, todas esas carreras desenfrenadas terminando en un solo y único recuerdo: Gulf saliendo al patio exterior, Gulf logrando abrir la puerta que daba hacia la calle, Gulf escapándose feliz, para en seguida ser atropellado por un automóvil, y morir en la vereda, junto a nosotros. Mi primer animal amado. El tercer recuerdo en esa casa es doble, como superpuesto, porque se trata de dos experiencias para mí extrañas, inexplicables, amenazantes. Recuerdo llegar a casa junto con mi familia y encontrarnos, en dos ocasiones, con que habían entrado a robar en nuestra ausencia. Guardo sobre todo el recuerdo del desconsuelo y la desesperación de mi madre, y la rabia y la impotencia de mi padre. Guardo, desde mí, haber conocido allí una extraña sensación de maldad oscura, encubierta, malintencionada, invisible, impredecible y destructiva, como si todo, hasta lo más íntimo y propio, estuviese siempre accesible y amenazado por ella, hasta que aparece de la forma más inesperada y perturbadora. 

Nos volvimos a cambiar de casa. Desde los cuatro hasta los ocho o nueve años vivimos en un acogedor bungalow en Avenida Chile-España, con un gran patio que disfrutamos grandemente con mi hermano menor y cómplice. Guardo de esa estancia y vida muchos hermosos y nostálgicos recuerdos. Luego, a los nueve años, mis padres pudieron comprar al fin una casa con hipoteca, en Exequiel Fernández 1865. Desde allí en adelante son demasiados y de la más variada índole los recuerdos que guardo vívidamente, pues yo viví en ella hasta que me casé a los 30 años. Sólo debo hacer mención aparte y especial, los muchos y amados recuerdos de las estancias vacacionales cada año, de casi dos meses, que pasábamos los cuatro hermanos, junto con mis seis primos, con mi madre y sus dos hermanas, y los fines de semana—o mientras durasen sus siempre cortas vacaciones—también con los padres, en la casaquinta de mis abuelos en Llolleo, en ese tiempo un balneario con una extraordinaria e interminable playa, y un mar helado hasta salir con los labios morados y tiritando, con capas de olas encrespadas, azules hacia el horizonte. Probablemente esos períodos, vividos allí casi desde que nací, hasta más o menos los nueve o diez años, representan las vivencias y recuerdos más hermosos, más libres, más disfrutados, más acompañados y felices de mi vida.



[1] Describo este recuerdo en la publicación Techos (21/10/2012), de mi blog: https://rodrigoinostrozabidart.blogspot.com/2012/10/techos.html

[2] Mi madre me confirmó—sin que yo le hubiese preguntado nada—la veracidad del entorno y de la situación de abandono diario que yo experimentaba en ese tiempo, cuando ella y mi padre salían todo el día a trabajar, y yo quedaba al cuidado de una “empleada doméstica”, la cual—según el relato muy posterior de mi madre—le decía que yo no paraba de llorar cuando ella se iba, y yo me quedaba solo. Nunca le conté a mi madre este personalísimo recuerdo.

miércoles, 9 de abril de 2025

Una Variante del Argumento Teísta de Jenófanes de Colofón

 


“Si los bueyes, los caballos y los leones tuviesen manos y pudiesen pintar y producir obras de arte como los hombres, los caballos reproducirían la forma de sus dioses como su propia figura, los bueyes según la suya, y cada uno haría los cuerpos de acuerdo con su especie.”

Jenófanes, Fr. 15 DK

 

Si a las hormigas se les pudiese preguntar si quisieran ser sapos, perros, elefantes o aves, o todavía más, como los seres humanos, o incluso más, como los dioses de los humanos, seguramente responderían que no, de ninguna manera; preferirían seguir siendo hormigas, o, en el mejor de los casos, llegar a ser superhormigas, igual que los seres humanos crean dioses que sólo son humanos mejorados, como proyecciones de sus propias debilidades. Los seres humanos no son mejores ni diferentes a las hormigas: sólo quieren seguir siendo humanos, o superhumanos, porque no pueden ser diferentes de lo que ya son, y siempre han sido; porque no pueden conocer algo diferente de lo que ya creen conocer, y seguirán defendiendo. Las hormigas viven en hormigueros. Los humanos, en su mundito y en sociedad; meten sus cabezas dentro de ajustados, oscuros y brillantes agujeros, y así viven confiados y exitosos. ¡Suficiente!... ¡Que Dios nos ampare de sus consecuencias!


domingo, 6 de abril de 2025

Mi Primera Experiencia OVNI (cap.12 de Historias de un Individuo Imposible)


 

 

Sé por conocimiento directo—aunque TODO es Ilusión—que, si una persona no vive personalmente un encuentro cercano con ovnis, el tema en sí mismo no puede cobrar la credibilidad, el efecto y la trascendencia que sí posee cuando se vivencia, y la cuestión ovni en general—sea por cualquier otra manera y medio—para esa misma persona. ¡Que el escéptico inexperto se quede escéptico y hasta enemigo, ya lo acepto sin enojarme! Si bien, como se dice coloquialmente, también “hay experiencias, y experiencias”. La Ilusión Universal—cuando quiere—sabe jugar con la ilusión y el delirio de las formas más extrañas e incomprensibles. A mí me ha llevado y traído muchas veces por laberintos y ensoñaciones alucinantes. Antes de la experiencia que relaté en el cap. 10, tuve mi primer descomunal encuentro ovni.

Comenzaba a correr el año 1980, en el vigesimoprimer año de mi vida; con precisión, el día lunes 11 de febrero.   Todavía guardo un registro periodístico del día siguiente. Yo me encontraba de vacaciones en Concón, en el litoral central de Chile. Alrededor de las 22:30 hrs. salí al patio de la cabaña de mis amigos y vecinos, porque sentí la necesidad de estar solo. Me senté en una banca en el jardín, apoyando mi espalda en la cerca baja que lindaba por el poniente con un páramo arenoso, con un par de casas a lo lejos, y hacia la izquierda, con un gran bosque de eucaliptus que comenzaba justo allí. Yo me quedé mirando tranquilamente hacia el oriente por un par de minutos, hasta que sin ninguna razón me giré por completo para mirar justo en la dirección contraria, a mi espalda. Al terminar de voltearme comenzó a aparecer de la nada una luz blanca intensa que avanzó lentamente por encima de la línea de eucaliptus, de izquierda a derecha, como a unos 500 metros de distancia. El cielo se encontraba completamente despejado y oscuro. La visión de inmediato me pareció surrealista. El efecto que producía esa luz era semejante al haz de luz que despiden los focos encendidos de un automóvil mientras ilumina un camino en total oscuridad, pero lo alucinante era que este supuesto automóvil, para mí invisible, no se desplazaba por el suelo, sino por el aire, lentamente, y en completo silencio. Sin pensar, y con la súbita certeza de que me encontraba ante un objeto volador no identificado, golpeé insistentemente en la puerta de la cabaña para que salieran mis amigos, junto con dos de mis hermanos, y me corroboraran lo que yo creía estar viendo. Salieron todos, unas seis o siete personas; quedaron asombrados observando lo mismo que yo veía, aunque yo no decía nada, mientras ellos conjeturaban y comentaban la inexplicable visión. Entonces, ocurrió algo para mí todavía más alucinante. En el punto focal oscuro desde donde surgía este haz de luz divergente comenzó a encenderse de forma creciente una pequeña esfera de luz, la cual se mantuvo totalmente inmóvil, de manera que el haz de luz comenzó a separarse de aquella esfera fuente o punto focal de inicio, y siguió desplazándose aberrantemente separado, con la misma intensidad lumínica hacia adelante. La esfera de luz inmóvil siguió aumentando de tamaño hasta alcanzar el diámetro como de un balón de fútbol, aunque mientras crecía se iba convirtiendo en una especie de esfera de luz blanca gaseosa. Al mismo tiempo, mientras el haz de luz divergente en forma de chevrón se desplazaba hacia adelante, aprecié que se encendía en medio del espacio máximo de apertura de diámetro un chevrón pequeño, o haz de idéntica forma, pero apuntando su punto focal en dirección opuesta a la del chevrón mayor—todo dentro de un perfecto y limpio trazado geométrico—y que avanzaba como parte integrante del chevrón mayor. Entonces descubrí algo que me remeció y me maravilló hasta el alma. El chevrón pequeño, que apuntaba hacia adelante como una especie de punta de flecha, se iba acercando evidentemente hacia el extremo focal (la estrella Hyadum I) de la otra punta de flecha, o semejante también a un chevrón estelar, que parecía figurar o representar la parte principal de la constelación de Tauro allí mismo en el cielo estrellado.



Fig.2. Evolución del avistamiento

 

Yo me encontraba estupefacto, pero también sentía una comunión indescriptible con lo que estaba ocurriendo. ¡Y ocurrió!... La punta del chevrón pequeño de luz alcanzó justo, calzó y se unió en forma precisa con la punta del chevrón de Tauro,

es decir, con la estrella Haydum I; en ese preciso instante todo el haz de luz—incluido el chevrón pequeño—, el cual a medida que se acercaba a la constelación de Tauro también se iba como gasificando, repentinamente se extinguió, disolviéndose en el aire. Me encontraba dentro de una avalancha existencial. Era todo tan significativamente denso y lleno, tan inconmensurablemente cósmico y personal, tan indistintamente sobrehumano y tan mío. ¿Lo que allí estaba ocurriendo podía no tener relación con la noche anterior, y con mi vida completa, si, cuando antenoche, mientras caminaba solo a una hora similar por las calles vacías y oscuras de las afueras de Concón, yo miraba el cielo estrellado poniendo atención exclusivamente en la constelación de Tauro, atraído por algo especial de su aspecto, por la profundidad viviente de la inmensidad cósmica, porque en esos tiempos yo estaba estudiando astrología?... Pero el avistamiento no terminó allí. Percibiendo y entendiendo que lo que ocurría, ESO, estaba plenamente consciente de mí ahí, que me conocía por completo, que me observaba, que podía estar dentro de mi propia mente, tanto como fuera de ella, en la tierra y en el cielo, decidí tratar de conectarme, de comunicarme física y mentalmente con ESO. No tenía miedo, sólo una intensa y compleja emoción, cuando caminé solo fuera del terreno, hasta la calle de tierra, con la intención de acercarme a la esfera de luz gaseosa que seguía fija en el mismo lugar. Me detuve en el camino y me quedé observándolo, tratando de establecer algo así como una comunicación telepática y clarividente. Visualicé y sentí que dentro de esa esfera había dos seres, uno alto y el otro bastante más bajo, delgados, casi luminosos, que estaban contemplándome afectuosa y familiarmente. Entonces, la esfera se disolvió en el aire como cuando se disipa una concentración de humo. Unos segundos después, distinguí en el aire un fuerte olor semejante a azufre o huevo podrido. Así terminó.

Durante el avistamiento yo había divisado, como a unos cien metros al oriente, a un tercer hermano mío, junto con un amigo suyo, que observaba también sorprendido este avistamiento desde la terraza de mi casa, lo cual ambos me confirmaron con posterioridad. Sólo en mi entorno por lo menos éramos 9 personas que habíamos visto algo similar. Y digo similar, porque cuando los escuchaba hablar del fenómeno parecían haber visto algo mucho más simplificado, y hasta confuso, que yo. Todavía el evento se me volvió más espectacular e indiscutible por el hecho de que al día siguiente me enteré por un periódico de que un avistamiento y fenómeno, en buena medida similar, había sido experimentado y presenciado por miles de chilenos con pocos minutos de diferencia.[1]

Fig.4

 

 



[1] Otros testimonios del mismo avistamiento: https://web.facebook.com/canal2tvsanantonio/posts/-avistamiento-ovni-en-chile-un-misterio-que-persisteel-11-de-febrero-de-1980-cie/1421374385901687/?_rdc=1&_rdr#; https://www.instagram.com/canal2chilenafm/p/C3OmzmIsalt/?img_index=1