De niño y de joven hurgaba frecuentemente en mi futuro.
Mi imaginación, mi expectación, mi intuición prevalecían en el intento. ¿Cómo
sería yo a los 30, 40, 50, 60, o más? ¿Hasta cuándo viviría?... ¿Qué sería de
este Mundo para entonces? Respecto de mí mismo, creo que, en lo esencial, en la
autopercepción y sensación proyectiva de mi persona y de mi catalización
interior, estaba en lo cierto: mi alma efectivamente hoy está cuajada de todo,
también de sí misma, como un sol enrojecido y sabio al reclinarse sobre el
horizonte de un día vivido. ¿El Mundo?... Debo reconocer, en cambio, que yo
creía y sentía que su final estaba siempre cerca, más cerca que esta lenta
agonía que he debido conocer en todo, este dolor y encanto de vivir en un mundo
declinante y delirante. Hoy, ya cerca de los 70, mi memoria se encuentra
colmada y pesa demasiado para no prevalecer sobre mis demás facultades. ¿Cuánto
más voy a vivir, y para qué?... Me he convertido más en memoria que en
presente y futuro; cuando miro, escucho, siento, pienso, sueño, camino, es ante
todo mi memoria la que mira, escucha, siente, piensa, sueña, camina. No deja de
ser una irónica paradoja que la memoria casi todo el tiempo sea mayormente
olvido e inexistencia, acercándonos toda la vida a la conducta
ignara de un niño sin recuerdos. La memoria invade el inconsciente de mis
niveles corticales, pero mi conciencia de vigilia, mi persona actual, esta
grandilocuente y delirante punta de iceberg, se cree y se vive tonta y
autoritariamente a sí misma, y a todo, en una especie de iluminado presente
eterno, sin pasado ni futuro, desarraigada de la factualidad del pasado
incontestable, salvo cuando, por un esforzado intento—para recordar—escarba
selectivamente y sin demasiada convicción en oscurecidos recuerdos.
Cuando rebusco atrás, lo más atrás de mi vida y mis
recuerdos, aflora un ramillete de vívidas e intensas evocaciones. Al hacerlo,
descubro que mis recuerdos de infancia siempre se han formado con referencia a
una casa, mi morada. El primer recuerdo, grabado en mi memoria con un
dolor y una intensidad inexplicables, se remonta aproximadamente a los siete
meses de vida.[1]
Es una imagen, como un video de algunos segundos transido de sufrimiento de
adulto—justo como podría sufrir ahora, aunque no puedo—, no de un infante.
Entonces vivía en un pequeño departamento rojo—alguna vez, ya mayor, lo vi
desde la calle—en un bloque de departamentos en la Avenida Los Leones.[2]
Una y otra vez esa imagen dolorosa—esos techos contemplados obsesivamente desde
arriba—se despertó espontáneamente desde el fondo de mi memoria a lo largo de
mi infancia y de mi vida. Eso es todo.
El segundo recuerdo alcanza a los dos años de edad. Para entonces vivíamos en otro pequeño departamento arrendado en el centro de Santiago, en la calle San Martín. Seguramente se trataba del cumpleaños de mi hermano mayor, porque visualizo a niños mayores que yo. Al igual que el primer recuerdo, se trata de una imagen que dura unos pocos segundos. Me encuentro en un patio interior junto con otros niños, jugando con un globo grande. De pronto, éste se me escapa de las manos y comienza a elevarse por los aires, mientras yo, con una desconocida sensación de curiosidad y tristeza, lo veo alejarse. Ésa ha de haber sido mi segunda experiencia significativamente existencial: cómo todo lo querido, todo lo que uno siente propio, obtenido para sí, se nos va una y otra vez de las manos, durante la marcha de la vida, alejándose y empequeñeciéndose hacia la inmensidad de “lo alto”, igual que la memoria. En ese mismo departamento grabé, además, otro de los recuerdos más lacerantes de mi infancia. Es posible que yo haya tenido entre dos y tres años. Esto es lo que yo llamaría un recuerdo reiterativo, anidado en lo profundo de mi sensibilidad y de mi inconsciente infantil, de la misma manera que se fijó mi primer recuerdo, por repetición diaria. ¡Qué sensación más angustiosa!, ¡cuánta sensación de desamparo y abandono! Yo por entonces dormía en la pieza de nuestra empleada, en una cama de frente por los pies a la de ella, debido a las necesidades de mi madre de cuidar y amamantar a mi hermano menor, de meses, por lo cual ella dormía junto con mi padre, con mi hermano mayor, y con la cuna del bebé, ya que no disponíamos más que de un solo dormitorio. No recuerdo haber sufrido por esa particular situación. Sin embargo, cada noche, casi todas las noches, después de que mi nana me acostaba, en la oscuridad yo gemía y suplicaba a viva voz, repitiendo y repitiendo sin parar: ¡Mamita, ven a decirme buenas noches!... ¡Mamita, ven a decirme buenas noches!... A veces ella venía—según ella, más de lo que yo después recordaba—, me besaba en la frente y me decía: ¡Buenas noches!; pero la mayoría de las veces—así lo recuerdo—, después de un largo rato, yo acababa durmiéndome, abandonado en mi alma, ahogado hasta la anulación de la conciencia por el sueño y el dolor.
Entre los tres y cuatro años vivimos por primera vez
en una casa, un bungalow en Avenida Simón Bolívar, frente al Colegio Santa Gema
Galgani. Guardo de ella especialmente tres recuerdos vívidos. El primero, la
escena en el patio trasero de la casa, jugando con mi hermano menor, de dos
años, riendo, felices, mientras yo lanzaba piedras hacia el cielo y salíamos
corriendo para alejarnos de ellas, hasta que una de ellas lo golpeó en la
cabeza, hiriéndolo y haciéndolo sangrar. Creo que hasta entonces nunca había
sentido miedo. Ahí lo conocí, junto con mi estúpida capacidad para dañar a un
ser amado. Luego, el siguiente recuerdo es la imagen de mi cachorro de perro,
todavía de meses, corriendo como un loco, cuando nos gritábamos entre dos cualquiera
de nosotros, desde el patio trasero, a otro que se encontraba en la puerta que
daba al patio delantero de la casa: ¡Listo, abre!... Al cachorro de
perro pastor lo llamábamos Gulf, corría imparable por el largo pasillo de la
casa hasta el patio exterior. Creo que lo dejábamos juguetear allí, o tal vez
mi madre le ponía la correa para sacarlo a pasear. Sin embargo, mi recuerdo repetido
acaba de una sola manera, todas esas carreras desenfrenadas terminando en un solo
y único recuerdo: Gulf saliendo al patio exterior, Gulf logrando abrir la
puerta que daba hacia la calle, Gulf escapándose feliz, para en seguida ser
atropellado por un automóvil, y morir en la vereda, junto a nosotros. Mi primer
animal amado. El tercer recuerdo en esa casa es doble, como superpuesto, porque
se trata de dos experiencias para mí extrañas, inexplicables, amenazantes.
Recuerdo llegar a casa junto con mi familia y encontrarnos, en dos ocasiones, con
que habían entrado a robar en nuestra ausencia. Guardo sobre todo el recuerdo
del desconsuelo y la desesperación de mi madre, y la rabia y la impotencia de
mi padre. Guardo, desde mí, haber conocido allí una extraña sensación de maldad
oscura, encubierta, malintencionada, invisible, impredecible y destructiva,
como si todo, hasta lo más íntimo y propio, estuviese siempre accesible y
amenazado por ella, hasta que aparece de la forma más inesperada y
perturbadora.
Nos volvimos a cambiar de casa. Desde los cuatro hasta
los ocho o nueve años vivimos en un acogedor bungalow en Avenida Chile-España,
con un gran patio que disfrutamos grandemente con mi hermano menor y cómplice. Guardo
de esa estancia y vida muchos hermosos y nostálgicos recuerdos. Luego, a los
nueve años, mis padres pudieron comprar al fin una casa con hipoteca, en
Exequiel Fernández 1865. Desde allí en adelante son demasiados y de la más
variada índole los recuerdos que guardo vívidamente, pues yo viví en ella hasta
que me casé a los 30 años. Sólo debo hacer mención aparte y especial, los
muchos y amados recuerdos de las estancias vacacionales cada año, de casi dos
meses, que pasábamos los cuatro hermanos, junto con mis seis primos, con mi
madre y sus dos hermanas, y los fines de semana—o mientras durasen sus siempre
cortas vacaciones—también con los padres, en la casaquinta de mis abuelos en
Llolleo, en ese tiempo un balneario con una extraordinaria e interminable playa,
y un mar helado hasta salir con los labios morados y tiritando, con capas de
olas encrespadas, azules hacia el horizonte. Probablemente esos períodos,
vividos allí casi desde que nací, hasta más o menos los nueve o diez años,
representan las vivencias y recuerdos más hermosos, más libres, más
disfrutados, más acompañados y felices de mi vida.
[1]
Describo este recuerdo en la
publicación Techos (21/10/2012), de mi blog: https://rodrigoinostrozabidart.blogspot.com/2012/10/techos.html
[2]
Mi madre me confirmó—sin que
yo le hubiese preguntado nada—la veracidad del entorno y de la situación de
abandono diario que yo experimentaba en ese tiempo, cuando ella y mi padre
salían todo el día a trabajar, y yo quedaba al cuidado de una “empleada
doméstica”, la cual—según el relato muy posterior de mi madre—le decía que yo
no paraba de llorar cuando ella se iba, y yo me quedaba solo. Nunca le conté a
mi madre este personalísimo recuerdo.