Yo nunca he sido una persona especialmente miedosa.
Sólo de niño y durante mi primera adolescencia recuerdo haber sentido un miedo
intenso, rayano en el terror, toda vez que tenía que enfrentar un par de
situaciones particulares. Una de ellas era el miedo a la oscuridad, aunque la
verdadera razón de ese terror se encontraba al interior de la oscuridad, no en
la oscuridad misma. Me ponía la piel de gallina, por ejemplo, el abrir una
puerta de una habitación completamente a oscuras y meter la mano, sólo la mano,
para tantear la pared buscando el interruptor de la luz. Era casi terrorífico,
si en esos momentos me permitía pensar que desde adentro algo pudiese
cogerme la mano. La situación me generaba un complicado juego y desafío
sicológico. La oscuridad siempre me generaba una desazón porque me producía la
intensa y muy real sensación de que algo extraño y amenazante podía llegar
hasta mí precisamente por medio de la oscuridad.
Otra situación fóbica me la producían las alturas,
aunque eso apareció durante mi adolescencia. La cuestión, sin embargo, era
bastante específica. Me producía una sensación horriblemente vertiginosa
acercarme al borde de una altura ya superior a unos diez metros, y mirar
directamente hacia abajo. El componente más horroroso de ello no era tanto ver
o dimensionar la altura, sino la sensación visceral de que algo interno
me impulsaba a lanzarme al vacío, como si la situación de dejarme caer en sí
misma fuese mía y necesaria… Ambas formas de terror
desaparecieron de mi vida a partir de un tiempo determinado, por razones significativas
y particulares que en otra oportunidad tal vez vaya a relatar. Todos mis demás
miedos, en cambio, eran comunes y corrientes, circunstanciales y sin mayor
compromiso emocional, de cosas que a cualquier ser humano normalmente le causan
miedo, como el miedo durante un accidente vehicular, o el miedo a ser asaltado
con violencia, o el miedo a perder un ser querido, o el miedo a lo desconocido
y extraño. En consecuencia, el miedo me era una emoción bastante ocasional, y
al que yo tendía naturalmente poco. De hecho, todo lo que he escrito a través
de mi vida testifica la casi inexistencia del miedo como un tema
literario o biográfico en mí. Es por ello que nunca se me dio el imaginar ni
anticipar lo que iba a vivir una noche excepcional que llevo grabada en mi
memoria, desde los 24 años, como si se tratase de un video indeleble.
Definitivamente, se trata de una situación imposible para un individuo
imposible.[1]
Han transcurrido 42 años desde esa noche. Hoy tengo
66. Nunca había escrito, ni tampoco podría haberlo logrado, el relato que voy a
producir aquí. Lo he intentado a través de estos 42 años, pero siempre acababa
dándome cuenta de que no podía, como si un conjunto de trabas poderosísimas
me lo impidieran.[2]
Vagamente, y como resumiendo para simplificar, esas trabas me soplaban al oído no es el momento.
Vagamente también yo creía entender por qué no lo era. Hoy, ahora mismo, han
desaparecido todas las trabas, para mí—sólo yo puedo dimensionarlo así—como si
hubiese ocurrido un milagro, como si ese muerto imposibilitado,
momificado, siempre invocado sin respuesta, de pronto y mágicamente resucita
dentro de mí y por todas partes, y anda, y vive enteramente vivo, hasta más
vivo que yo, que lo he llevado conmigo muerto-dormido todo este tiempo...
Al final de este escrito sólo yo sabré por qué me ha llegado la hora de
hacerlo. Ustedes, por su parte, al leer el punto final tal vez tiriten ahí,
apenas comenzando a presentir el terror de esa noche mía que también le toca en
suerte y parte a cada ser humano e individuo (tú) necesariamente.
El tema de los ovnis me había atraído desde mi primera
adolescencia, aunque de una manera un tanto liviana. Por ejemplo, disfrutaba
mucho de las películas sobre ovnis y alienígenas. Nada más. Con el tiempo se me
fueron planteando inquietudes, algunas ideas e interrogantes, pero siempre con
cierta distancia y tibieza. Por entonces, mi mayor anhelo, en medio de mi
ignorancia, era experimentar al menos un avistamiento ovni. Encontrándome en
esta condición un tanto anodina respecto del tema, a los 21 años ocurrió un primer
evento detonante y significativo: tuve un avistamiento y experiencia personal
con un ovni que fue visto colectivamente, e incluso informado en la prensa de
mi país.[3] No
me detendré aquí a describir ni a narrar este hecho, porque amerita un importante
capítulo aparte, el cual ciertamente dejaré para más adelante. Por ahora, me
interesa destacar que a partir de esa experiencia el tema se me convirtió en
una cuestión viva y personal. Comencé a investigar sobre el tema con escaso
acceso a buenas fuentes de información, de modo que no avanzaba mucho en
conocimiento sobre el tema, hasta que a los 24 años llegó a mi poder el libro 100.000
Kilómetros tras los OVNIS, de J.J. Benítez. Lo que más recuerdo y valoro de
aquel libro es la sorprendente experiencia que viví mientras lo leía, ya que, a
medida que avanzaba en su lectura, comencé a sentir que yo estaba siendo
observado y guiado interna y externamente por unos seres superiores,
justo y precisamente lo que descubro que J.J. Benítez narra más adelante como
su propia desconcertante experiencia mientras él también avanzaba en su
búsqueda e investigación de respuestas acerca de los OVNIS. Esto me
causó una sensación de reduplicación apodíctica de realidad, como una especie
de hiperrealidad que se me presentaba y se me desencadenaba en mi interioridad,
en mi mente y en toda la realidad. Era sensación vívida, era una certeza total,
única e inexplicable, de que un o unos seres inteligentes y suprahumanos
estaban tomando en adelante, por completo y de hecho, en una
especie de super-presencia, el conocimiento y el control de toda
mi persona y de mi realidad. Yo sabía que no estaba alucinando, por más que
también podía dudarlo racionalmente. Al terminar de leer las últimas líneas del
libro de Benítez se me actualizó—casi como un mensaje telepático—que había
llegado la hora también para mí de encontrarme cara a cara con Ellos. Podía
sentir en mi interior algo así como una continua vibración magnética que nunca
había experimentado antes. Aquella noche salí al patio trasero de mi casa a
contemplar el cielo estrellado, con la sensación de que podría ver algo.
Era tan singular y potente la precepción entonces de que mientras yo observaba
el cielo, a su vez, yo era observado. No vi nada especial, pero llegó la
certeza a mi conciencia de que aquella noche iba a ser decisiva. Me fui tranquilo y
confiado a dormir.
Recuerdo con claridad que repentinamente yo estaba
soñando un sueño lúcido: me encontraba en mi cama, recién despertado de algún
sueño dentro de mi sueño; me incorporaba y veía por la ventana de mi pieza el
cielo oscuro lejos hacia el poniente; distinguía una luz que se movía
lentamente, de inmediato aparecía otra, y otra, y otra; aumentaban de tamaño,
tomaban colores variados, intensos, cambiantes, mientras realizaban evoluciones
que me resultaban muy hermosas, como si formasen un entrelazamiento de figuras
y estelas de colores entremezclados—una danza bellísima— a medida que, además,
se venían acercando hacia donde yo me encontraba. Justo en el momento en que me
percato de que se dirigen hacia mí escucho dentro de mi cabeza una voz
poderosa, grave, extraña, que habla retumbando dentro de mi cerebro: “¡Ahora sí!”… Despierto
instantáneamente, con máxima conciencia, con todas mis facultades mentales
alertas, abro los ojos y en ese mismo instante una luz blanca, vaporosa y al
mismo tiempo sólida, como si tuviese volumen, comienza a extenderse desde el
marco izquierdo de mi ventana, por sobre la superficie de la cortina gruesa de
lino, formando progresivamente una especie de semiesfera que va desarrollándose
hasta tocar el marco izquierdo de la misma ventana, llenando así toda su área
con esta semiesfera. Justo al completarse esta figura, sobresaliente hasta más
o menos medio metro en su radio máximo, desaparece instantáneamente, como si se
apagase. No estaba soñando, no más que ahora también sé que no estoy soñando;
estaba yo plenamente despierto, o, por lo menos, en indubitable y asombrada conciencia
de vigilia. La aparición incomprensible de esta luz por sobre la cortina
era para mí irreal y fantástica, más todavía porque la ventana estaba cubierta
por fuera con sólidos postigos de madera que dejaban sólo una abertura en el
medio, donde faltaban tres o cuatro tablas. Al acabarse la visión de la luz,
simultáneamente escucho cerca en el patio un ruido vago, entrecortado, como si
algo se moviese rápidamente; se abre la ventana que yo había dejado entreabierta,
salta velozmente mi gato al suelo, quedándose agazapado con claras señas de
miedo. Puedo sentir y oír una especie de pesada vibración en el aire, sé que
afuera hay Algo,
entonces se me plantea la disyuntiva más terrible y decisiva que—ahora puedo
saberlo— he experimentado en mi vida: correr la cortina y mirar hacia afuera, o
no. No pensaba con palabras, pero mi pensamiento procesaba y dialogaba de
forma integral e instantánea, como por ideas completas, con algo-alguien que
parecía haberse asimilado a mi propia mente. Se insertó en mi mente la
idea-certeza de que, si yo estiraba la mano y abría la cortina, conllevaría que
yo me
aniquilaría, yo desaparecería absolutamente, hasta en mi esencia humana.
Eso no era solamente morir, como sea que se conciba la muerte
natural de cada y todo ser humano. No puedo explicarlo, pero esa idea que se
me implantó era una especie de conocimiento-experiencia enteramente real
y vívido. Esa idea-vivencia—podía sentirlo, saberlo
absolutamente—no era de este mundo, no era conmensurable con nada natural ni
humano, con nada mío. Sentí en ese instante el horror más intenso y
sobrenatural que—yo creo— puede sentir un ser humano al acercarse a la
aniquilación de su propia esencia,
por encontrarse con ALGO
inconmensurable e incompatible con la esencia humana y natural. Supe,
además, que, si abría la cortina, ya no habría vuelta atrás… La realidad que me transparentaba
este terror me detuvo. Fui libre de hacerlo; no había ninguna fuerza, ningún bloqueo
síquico que me paralizase, que inhibiese descontroladamente mi voluntad ni mis
capacidades. Si la abría, supe ahí que podría al fin conocer y experimentar la verdadera
realidad que existe tras
el fenómeno de los ovnis. Sólo yo decidí
no abrirla… ¿Por eso estoy todavía vivo?...
[1]
Guardo hasta la fecha un
registro—más bien literario, incompleto y poco riguroso—de este hecho, escrito
al día siguiente (lunes 7 de marzo de 1983) en un antiguo conato de diario
de vida, comenzando en la primera página con este mismo evento, y dejado de
escribir (en blanco) sólo tres páginas después de este primer relato de cinco
páginas. A decir verdad, sólo a partir de los días posteriores a este evento y
registro comencé a recordarlo y procesarlo cada vez con más precisión y
comprensión, como si el evento mismo hubiese continuado desarrollándose en mi
inconsciente, en mi mente natural, en toda mi realidad, sin dejar de seguir
aconteciendo y transformándose junto conmigo a través de los años, toda mi
vida, en un increíble proceso orgánico, progresivo, constructivo,
trascendental.
[2]
Una traba inicial era que
cada vez que lo intentaba me daba cuenta de que inevitablemente iba a escribir
una narración, una historia que no podía evitar el estigma de ser y saber ante
todo a literaria. Ahora, hoy, sé que igualmente estoy escribiendo literariamente,
pero ello no impide, no me separa de cualquier otra condición y expresión
necesaria para que esta historia sea más real, verdadera, rigurosa y cierta que,
por ejemplo, los principios de la termodinámica, o, incluso, con todo el rigor
del científico escéptico que finalmente he llegado a ser; y con toda la
espiritualidad, y con toda la filosofía, y con todo de todo.
[3]
Aún guardo entre mis
documentos un ejemplar de un periódico de la época en el cual se informa acerca
de este extraordinario avistamiento y fenómeno.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario