Hubo un tiempo en que quise ser
vagabundo. Picotear como un gorrión volandero las basuras humanas. Sentir la
lluvia más suave y helada de lo que nunca he sentido hasta hoy.
Conocer el hambre acumulado por años
y mirar de vez en cuando por el ventanal de la pastelería, o bien oler desde
una cuadra de distancia el mejor de todos los perfumes: pan recién salido del
horno.
Pensé que al ser vagabundo mi llanto
escondido entre las murallas insensibles de mi pieza se transformaría en un
quejido sin palabras ni espera. Ya no lloraría yo, sino los que me vieran.
Renunciar a todos los encantos, a
todas las promesas, a todos los bienes codiciosos, mezquinos y profanos que tú
y yo, al final de cuentas, hemos logrado; en su lugar, gozar a cada instante el
peso de la libertad, no angustiosamente sobre mi cabeza y mis hombros, o sobre
un cielo inalcanzable, sino bajo mis pies ingrávidos y levitantes.
Quise ser vagabundo para deshacerme
de todas mis penas, deshacerme de mi desencanto, de mi humanidad cómodamente satisfecha.
Quería contemplar sin que nadie me dijera qué mirar. Quería oír sin que nadie
me enseñara a no escuchar. Quería sonreír cuando un perro tiñoso al pasar me
acariciase con su cola.
Sin embargo, hoy he descubierto que
ese romántico ideal sólo podría haberlo realizado -- sin despertar llorando
tarde o temprano -- de haber alcanzado a enloquecer por completo, como aquel
Jesús, Jesús de Nazaret.
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