lunes, 6 de junio de 2011

LA FLOR DEL CAMINO

Después de avanzar algunos metros sobre el lomo de una oruga, la rama del nogal se remeció y fui arrojada por los aires hasta la orilla de un charco frío y silencioso. Guardaba el recuerdo de muchas vidas en mí y no temía ni al frío ni al olvido. Dormir era un breve tiempo de transformación, el instante para soñar que volvería a abrir mis alas en un cántico improvisado en medio de plumas de colores, yemas delicadas, gotas de rocío, pétalos translúcidos, verdes gérmenes de  vida desordenados de júbilo por el inicio de una creación. Y el gorjeo de mis amigas aves, y el crujido de las patas quebradizas de los insectos, y a veces el murmullo de las libélulas que me rozarían juguetonas… ¿Qué importaba morir, si al final la nada se reventaría como una ola magra en un despertar repentino? Podía venir incluso el hombre –ese gran suicida-- con sus máquinas aceradas, con sus gases dolorosos y su sudor químico, pero eso qué… Una vez más volvería a llegar una noche sobre todos los mundos, siempre desde encima de alguna montaña tan alta e invisible… y otra vez el sol nos volvería a levantar en silencio, tiritando de fuego, lo mismo que ahora a mí, cuando despierte en una flor… a la orilla del camino.

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