Nadie
vio lo que yo vi. Nadie recuerda lo que yo recuerdo. Una pandereta de ladrillo,
encalada, día tras día observada únicamente por mi mirada de niño, atentamente,
curiosamente, desaprensivamente, como una cita de enamorados por primera vez, a
solas. Relieves deformes de una espátula que imprimió golpes de mezcla según
los dictados del momento del corazón de un albañil. Los observaba, como se siente
en un Nocturno de Chopin los rastros de un instante sobre las teclas de su
piano polaco, porque cada encuentro entre mi vista y cada sinuosidad dejaba en
mí una emoción particular y única, ahora tan nostálgica, tan lejana, como sólo
el pasado bien escondido puede serlo. Trazos de pintura resquebrajada en
figuras de un artista desconocido, pedazos de ladrillo rojo a la vista, descascarados
y roídos por humedades persistentes, por quién sabe qué designios de la
existencia. Lagartijas verdiazules a veces se calentaban palpitantes, agarradas
de cualquier pequeño reborde, adormecidas bajo el sol en primavera; corrían a
esconderse cuando mi mirada curiosa se encontraba con sus ojitos entelados. Esa
pandereta por encima de la que levantaba tímidamente mi cabeza, después de
encaramarme a duras penas por las pequeñas salientes que formaban algunos
ladrillos, para espiar el jardín misterioso y prohibido de nuestro vecino
gruñón, del gigante egoísta que reventaba a disparos de perdigón las pelotas de
plástico que regularmente al jugar se nos saltaban sobre ese cerco de la distancia
humana. Una llave de jardín pegada a ese muro blanco para regar una angosta hilera
de calas, lirios y una mata de glicina lila más olorosa que los perfumes de mi
madre, esculpida en mi alma para siempre. ¿Cómo un Universo tan grande, tan
inabarcable para los sabios astrónomos, pudo haber creado un diminuto espacio,
tan lleno, tan sólo nuestro entre él y yo, tan aislado, tan invisible y tan
desbordante al mismo tiempo?... De esa pandereta ya no queda nada. El vecino
está muerto, igual que Chopin. Hace más de cincuenta años todo eso desapareció;
sólo persiste en mi memoria, gracias a un repentino chispazo de recuerdo, esa imperfecta
olvidada pandereta blanca, hasta que yo también desaparezca y me encorve doblemente
en esta misma nada presente, como un remolino de espuma desaparece en cualquiera
playa ignorada.
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