Eva, la madre, la primera madre, contempló
a su bebé en sus brazos y le sonrió. El niño se la quedó mirando e imitó su
expresión; al ver caer una lágrima gruesa de cada ojo de ella, creyó que el
cielo se le había ofrendado en un destello de amor y de dolor.
La madre secó con la yema de sus dedos
la primera lágrima que mojó una ceja del niño; luego secó la otra lágrima que
había mojado sus labios. El niño sintió el roce suave y cálido de su piel y
creyó que la felicidad era suave y cálida, como la piel humana.
Sin embargo, era invierno y un latigazo
de viento helado le causó dolor en su cuerpo desnudo; el bebé lloró, su madre
lo abrigó y cobijó en sus brazos. El niño creyó que no se podía ser indiferente
ante el dolor humano, y que era natural acoger con su protección a todo el que
sintiera frío en su cuerpo y en su alma.
La madre entonces desnudó uno de sus
pechos y lo acercó a la boca del bebé como si adivinase que necesitaba con
urgencia mamar. El hijo cerró los ojos y sorbió la blanca sangre de su madre, la
leche que alimenta la vida de todo el universo. El niño creyó que una energía
poderosa y sublime lo sostenía y animaba todo.
Entonces el niño vio junto a su madre a
un hombre, su padre Adán, que sonreía
igual que ella y que, retirándolo de los
brazos de Eva, lo levantó muy
alto por los aires mientras reía y reía, para luego apretarlo suavemente en su
pecho. El bebé creyó que podía volar, que era libre, y que un ser poderoso y
amante junto a su madre lo impulsaba hacia el infinito sin dejar nunca de
abrazarlo.
Llegó la noche y padre y madre
depositaron con un beso suave y mullidamente a su niño en la cuna. El pequeño
se durmió soñando en un universo de amor.
A las 12 de la noche la ventana se
abrió poco a poco y una sombra se deslizó dentro de la habitación donde dormía
el bebé. Se acercó a la cuna y lo tomó con rapidez y precisión; luego salió
silenciosamente por la misma ventana y se alejó de la casa. El niño, Jesús, creyó que estaba soñando…
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