La vida no comienza en un punto y en un
lugar determinado, como la persona que cree nacer en un parto. La vida comienza
en todas partes y en todo momento, y se cuida poco de que el humano la
reconozca en su omnímodo poder y presencia. Y no pienso siquiera en la vida
asombrosa pero obvia de un amanecer en el momento justo, o el brillo de una
mirada que se encuentra enamorada con otra, o el germinar vibrante y silente de
una flor de cerezo, o la vida de alguno emocionado que aporta un “gracias”
oportuno… Digo la vida sobre todo que se acurruca en la rigidez del cuerpo de
un hijo muerto, o el golpe sangriento del metal en la carne humana, o la ira
descubierta y brutal, o el silencio de la inmensidad negra del universo, y el
mal… sobre todo el mal. --¿Qué vida?,
me preguntarán los deudos. Y yo inclinaré mi cabeza conmovida por el dolor de
la humanidad toda, y abriré mis brazos en cruz para responder --¿Acaso no ha pasado todo el dolor que ha
querido pasar a través de mí? Aun así, adonde quiera que mire, continúa el
tiempo adelante, pero también hacia todos lados… Una Vida quizás con mayúscula
que absorbe toda pequeña vida y toda muerte, toda negación y todo absurdo en un
resplandor eterno –para nosotros casi invisible-- que nunca comenzó ni nunca
terminará. Pero, te ruego, no lo llames Dios, porque todo dios es demasiado
limitado y humano para contener tanta destrucción, tanto mal, tanto sufrimiento
y tanta indiferencia, cuanto la vida realmente experimenta, goza y padece.
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