Es fantástico haber nacido y que nada
sepa decirte para qué. Esto de ser una entidad consciente que se aprecia y
complace a sí misma, pero sin justificación, nos torna enigmáticos o patéticos. Nos
forzamos a inventarnos explicación de todo; siempre damos razón de todo… Que
Dios creó el Universo; que el Universo está hecho de materia y energía; que la
muerte es nuestro fin, o que no lo es; que esto es bueno y que eso es malo…
Queremos descubrir el sentido de las cosas con este pequeño fosforillo de la
conciencia. Queremos nombrar las cosas. Queremos entender. Queremos sentir.
Queremos hacer. Queremos ser felices. Pero no hacemos nada bien. Nuestras
ciencias, lo mismo que nuestras religiones, son un entuerto de semiverdades, ilusiones
y mentiras. Nuestros sentidos, nuestra inteligencia y capacidades cognitivas no
alcanzan siquiera para hacer una mala caricatura de la realidad. La conciencia
dentro de un cuerpo biológico es solamente una sombra difusa que apenas alcanza
a decir yo, y nada más.
No obstante, dentro de esta precaria
conciencia debemos existir y
sumergirnos siguiendo simplemente el natural impulso de la conciencia en acción
hacia sí misma. El mayor mérito de nuestra conciencia, por ahora, es creer
ciega y obtusamente en sí misma. Con qué saberes o experiencias vayamos
rellenando este agujero de conciencia no manifiesta en esta etapa ser muy
importante. Alguna misteriosa y trascendente entidad pareciera irse decantando
progresivamente allí. El destilado de un alquimista cósmico o la cascada de un
evento profundo y demasiado sutil para nuestra tosca condición.
Tal vez… debiéramos sólo creer por
ahora que somos la etapa inicial de algún experimento cósmico poco feliz, pero
capaz de evolucionar sincronizándose paulatinamente con una suerte de amor
universal. Lo demás lo dirá el tiempo.
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