Desde el ventanal de mi dormitorio
puedo ver el cementerio del pueblo en mitad de la colina. Las almas de los
difuntos ya no están ahí. Quizás mi osamenta también se guarde algún día en
aquel relicario de muertos.
Hoy me han llamado los muertos. Una
luz hizo brillar el cementerio. Los muertos son pura memoria. Ellos pasaron un
día también por ese portal blanco, llorando con sus seres amados. Los puedo
observar uno por uno como si se me hubiesen reunido todas sus horas presentes.
Ellos lloran, pero también veo una sonrisa en sus almas pálidas. Junto a su
propio féretro se despiden contemplando a quienes ya no podrán tocar más.
Algunos incluso ya se han ido; por distintas razones no pudieron esperar el
ritual de despedida que los vivientes llaman funeral o entierro.
Ninguno está solo; ellos tienen motivos
para entristecerse por nosotros porque quedamos aquí, como con las manos vacías,
como pobres de espíritu, carentes de amor duradero y firme, al que no se lo
lleve la muerte o las condiciones adversas de la vida, o la simple limitación
de nuestras imperfectas mentes contenidas en cerebros vivos que acaba siempre
en alguna forma de sufrimiento y de angustia existencial.
Es verdad que todas las partidas y
alejamientos tienen algo de triste y evocador. Ellos mismos no saben qué les
espera. Ellos mismos siguen amando a los que no seguirán con ellos. Algunos
incluso tratan de volver a su propio cuerpo, pero pronto los transforma el
saber de la muerte y comienzan a adormecerse a los apegos propios de la vida.
Cuando se marcha el cortejo fúnebre
ya de regreso, los muertos dejan a un lado las ropas que eligieron representar
para su propio funeral y se alejan inmateriales y desnudos.
El cementerio a la mitad de la colina
ha comenzado a recibir a visitantes que llevan flores y más y más recuerdos.
Los muertos se han ido, pero han dejado sus huesos para que nadie los olvide.
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