El catedrático Pérez se montó los
lentes redondos sobre el arco de la nariz, miró sobre ellos hacia la nutrida
concurrencia de jóvenes coloridos y prestos, y comenzó a levantar la voz
primero como un murmullo de piedras que ruedan bajo el agua. De pronto pareció
invocar a las nueve Musas y un himno de sacras verdades se desbordó por su boca
meliflua; levantó su índice hacia el cielo y como por arte de magia quedó todo
resuelto. Los jóvenes lo escuchaban inmóviles cual palomas en el reborde del
campanario de la iglesia, y ante sus ojos brillaban los fogonazos de la
historia humana, los átomos desgajados del caos primigenio, las figuras
perfectas que trazaba en el aire con sus finas manos, los libros y las frases
famosas que arreciaban como goterones de una tormenta de verano. La hora
continuó avanzando sobre un tiempo inmenso, más allá de lo imposible, y a la
par de un Orfeo músico callaban estupefactas las mesas y las sillas, las
lámparas, los vidrios y el techo arrobados con su encanto. Hasta que al fin,
cuando algo maravilloso se reveló en su corazón tremolante, enmudeció
abruptamente y exclamó: “¡La clase ha terminado!” Un “¡Viva!” se escuchó
espontáneo en el coro de la concurrencia del ágora, seguido por un aplauso
estruendoso que alcanzó hasta el techo y el cielo mismo, pues el catedrático
Pérez, subido sobre un carro de fuego, se amarró la capa púrpura al cuello, se
ciñó la corona de oro y diamantes, y entre fogonazos y trompetas ascendió a los
cielos, divinizado.
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