viernes, 15 de agosto de 2014

UNA CLASE MÁS





El catedrático Pérez se montó los lentes redondos sobre el arco de la nariz, miró sobre ellos hacia la nutrida concurrencia de jóvenes coloridos y prestos, y comenzó a levantar la voz primero como un murmullo de piedras que ruedan bajo el agua. De pronto pareció invocar a las nueve Musas y un himno de sacras verdades se desbordó por su boca meliflua; levantó su índice hacia el cielo y como por arte de magia quedó todo resuelto. Los jóvenes lo escuchaban inmóviles cual palomas en el reborde del campanario de la iglesia, y ante sus ojos brillaban los fogonazos de la historia humana, los átomos desgajados del caos primigenio, las figuras perfectas que trazaba en el aire con sus finas manos, los libros y las frases famosas que arreciaban como goterones de una tormenta de verano. La hora continuó avanzando sobre un tiempo inmenso, más allá de lo imposible, y a la par de un Orfeo músico callaban estupefactas las mesas y las sillas, las lámparas, los vidrios y el techo arrobados con su encanto. Hasta que al fin, cuando algo maravilloso se reveló en su corazón tremolante, enmudeció abruptamente y exclamó: “¡La clase ha terminado!” Un “¡Viva!” se escuchó espontáneo en el coro de la concurrencia del ágora, seguido por un aplauso estruendoso que alcanzó hasta el techo y el cielo mismo, pues el catedrático Pérez, subido sobre un carro de fuego, se amarró la capa púrpura al cuello, se ciñó la corona de oro y diamantes, y entre fogonazos y trompetas ascendió a los cielos, divinizado.

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