¿Cuántas personas en el Mundo están buscando
seriamente lo que yo he buscado fervorosamente durante toda mi vida? ¿Cuántas
habrán llegado a la asombrosa garganta del desfiladero en que yo me encuentro?
Sobre esto nadie podrá encontrar datos estadísticos en internet ni en ninguna
parte. Yo mismo, ni nadie podrá hacer un cómputo. Si dijera mil personas,
podría creerlo; si diez mil, también. No más lo creería. Aunque cualquier
número no signifique nada, aunque uno solo más aparte de mí se me haría difícil
de creer, aunque igualmente se me hace difícil de creer que no haya nadie más
que yo. Al final de cuentas, creer vale bien poco si no se sustenta en alguna
certeza probable. Sólo me rodea por todas partes una sobrecogedora sensación de
soledad, de extrañamiento y alienación. Esto es una certeza. Qué he estado
buscando denodadamente, no puedo precisarlo con conceptos definidos y claros.
Sin intención—lo veo ahora— desde los doce años toda mi persona ha tendido con
una misteriosa fuerza interior hacia los límites de la condición humana natural
e histórica, hacia los límites de mí mismo, pero también hacia los confines de
esta experiencia de realidad. Mi vida interior ha sido semejante al efecto que
habría producido un big bang, semejante a una explosión que no ha dejado ni por
un instante de desplegarse y extenderse en todas las direcciones que ella misma
va creando y reconociendo a su paso. Si todo esto hubiese venido desde afuera, desde
el Universo, por el medio que fuese, me habría aterrado y congelado. Habría
experimentado el horror animal de atestiguar la distancia que existe entre mi
yo y alguna insoportable fuerza trascendental y sobrehumana. No se me ocurre
que yo hubiese podido evitar el suicidio o la locura, muchísimo peor que
aquellas personas que han experimentado la peor de las abducciones alienígenas.
Pero desde mi interior se ha infiltrado en mi yo, en mi mente, en mi persona, en
mi cuerpo, proporcionada y progresivamente como el suero y la droga más natural
y maravillosa producida por mi propio cerebro. Ya no puedo distinguir entre mi
persona y esa condición que no es natural ni humana; esa condición, esa fuerza
o entidad que explosionó dentro de mí en cuestión de horas un día y noche precisos
cuando yo tenía doce años. Y no es que pueda siquiera reconocerla como otra
cosa diferente de mí mismo, pues sólo he llegado a interpretar todo esto, e
intuirlo así, al compararme con los demás seres humanos, los vivos que he
conocido por cualquier medio, tanto como los personajes que han quedado
registrados de una u otra manera a lo largo de la Historia. ¡Cuánto leí
buscando saber, conocerlo todo! Leer era como echar con cada libro un leño a la
hoguera de la realidad que sólo se expandía más y más con cada logos, y con un
saber misterioso que así estimulado brotaba desde mi interior y lo llenaba todo
afuera y adentro de mí. Pero yo no encontraba en nadie un igual a mí, sólo
parecidos, conmovedoras similitudes, caracteres y exaltaciones personificadas de
una humanidad descollante que, al mismo tiempo de sobresalir, de experimentar
esta sobrecogedora fuerza interior, se desconoce a sí misma y a todos los
demás. Mis conocimientos crecieron y crecieron progresivamente a través de mi
vida, me volví sabio con todas las sabidurías humanas, experimenté el vértigo
de atisbar las fuentes—digamos—divinas de todo nuestro saber, y todo ese
saber estaba en mí, tan natural como yo me experimentaba a mí mismo. No veía
dónde podía encontrarse un final ni un límite a esa experiencia de conocimiento
ni a esta realidad que se develaba y se multiplicaba a sí misma en mí mismo y
en mi entorno. Pero a los sesenta años periclitó, escoró con la misma
naturalidad y progresión con que una nave se hunde en medio del océano sin que
nadie ni nada la toque. Sí desde dentro, sobrecargado de mí mismo, desde este
mismo fondo que no logro precisar, pero que se me hace más mío que todo lo mío,
y que yo.
Cada vez que escribo una frase se me abren y ofrecen
innumerables ideas y frases que podría o debería escribir, pero siempre debo
elegir una sola, precisamente la que escribo, y lo demás, todo lo demás se
queda en el desván cuántico de mi consciencia y de este registro verbal. Por
eso estoy trabajando en ampliar el campo de mi consciencia asociada a mi
intelección, y por eso escribo todo esto como un mero ejercicio de traducción y
reducción de lo inefable a lenguaje categorial y conceptual, más que para mí,
simplemente como esos náufragos que lanzan su mensaje en la botella con la
esperanza, o por la necesidad, de fantasear de que alguien en alguna playa de
este Mundo lo lea, y además lo comprenda. Cada día aprendo más y mejor a pensar
sin palabras. Esto—estoy seguro—es una modalidad de integración al campo
mórfico de la Humanidad. Lo puedo sentir, lo puedo constatar por medio de
sincronías.
En aquellos tiempos juveniles cuánto y cómo sufría de
soledad, como un expósito arrojado a la calle y que clama amor, más que pan. No
recibí su pan más que como un guiñapo de miguitas y podredumbre, precisamente
como aman los seres humanos. Hoy amo mi soledad, el exilio, uno de los bienes
más preciosos que se me ha concedido en este plano. No sé si estaré realmente
en lo correcto, seguramente menos que más, pero como lo han supuesto también
quienes creen como yo en el poder extraordinario e incomprensible de ese
fenómeno pervasivo y emocionante que los investigadores como yo curiosos han
denominado sincronía, en parte he provocado también yo que el Universo
me devuelva amor y compasión a través de toda mi vida, porque yo también lo he
amado apasionada y compasivamente toda mi vida. Este Universo resuena en mi
sensibilidad como una hermosa ilusión, una fantasía cruel, imperfecta,
excesivamente dualista, pero sobre un escenario bellísimo en tiempo, materia y
forma. Tal como Nietszche, si no fuese por la sustancial estética de este
Universo, yo no habría soportado ni el bien ni el mal, ni menos al ser humano.
Tal vez por lo mismo el Universo ha soportado y compensado tanto tiempo al ser
humano dentro de su propia creación. Sí que me costó, debatiéndome como un
gusano expuesto a la luz, separar de mi carne el veneno de humanidad que se me
había infiltrado, el tóxico trágico y fatal de la condición bestial, de los
gorjeos mentirosos y superficiales de sus más grandes y atractivos ideales,
Dios, amor, inmortalidad, paz, igualdad, libertad, ciencia, bienestar, placer, conocimiento,
y otros tantos espejismos con que han aplacado, sometido, encantado y engañado
a las multitudes sedientes y hambrientas de algo más que humanidad. Sí que me
costó. Las personas que han tenido algún atisbo de mi extra-humanidad siempre
me han estado preguntando cómo, ¿cómo lo haces?... Así como se les
pregunta a los magos, ¿cuál es el truco? Yo también quiero hacerlo. Creo que
cada día hay más personas que quisieran abjurar de su condición humana. Cada día
debería haber más personas que quisieran preguntarme, ¿cómo se hace, por
favor, cómo se hace?... Por todas partes se nos enseña a salir de la condición
humana hacia abajo, hacia atrás, y alrededor de uno mismo, pero
¿cómo se hace hacia arriba, hacia adentro, y hacia adelante?... O mejor, en
todas las direcciones posibles. ¡Vaya qué pregunta! Para mí no ha sido un
preguntarme continuo cómo se hace, sino derechamente un hacerlo de la
forma más natural del mundo. Yo no soy un Cristo, ni un Buda, ni un Lao Tse, ni
un Heráclito. Ellos enseñaron la vía, el modo, la verdad, y se expusieron a sí
mismos como modelos. Yo no soy nada de eso, ni creo en nada de eso. Yo no sé
cómo se hace, esto sí que no es de este Mundo, apenas tengo borrosos indicios
de quién y qué me lo hace. Tal vez este Poder quiera que yo enseñe algo, pero
no sé todavía qué, hoy menos que nunca; aunque quizás ésta sea la
más sólida y segura enseñanza que pueda comenzar a enseñar desde hoy, el limpio
virginal punto de partida in vacuo de una aventura sin fin. Sin embargo, lo que
se dice hoy rara vez no se desmentirá mañana.
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