Un niño de tres o cuatro años se puso
de pie y se quedó contemplando feliz la obra que acababa de terminar: un
castillo de arena. A sus ojos no había otro castillo más bello sobre la tierra.
Levantó sus brazos hacia el cielo, soltó un gritito agudo y partió corriendo a
buscar a su padre para compartir con él su dicha. Cuando ya se había alejado
algunas decenas de metros se detuvo y giró la cabeza para gozar desde la
distancia su palacio. Entonces vio a un muchacho mayor caminar resueltamente
hacia su castillo y feliz comenzar a saltar y patear su obra de arena. El niño
se dejó caer sentado sobre la arena y lloró sin consuelo.
Cuarenta años después, el mismo niño se
había convertido en un prestigioso ingeniero. Ahora construía edificios,
edificios enormes como montañas perfectas. Todos querían encargarle una empresa
más osada, más lujosa, más sofisticada, más espectacular. Acababa de diseñar y
levantar el edificio más alto del mundo, el edificio más caro, el edificio más
hermoso del planeta. Allí estaba ante él, contemplándolo con el orgullo y la
felicidad que alcanzaban también la cima de esa misma maravilla. Entonces, mientras
miles de personas aplaudían y fotografiaban la obra que acababa de ser
inaugurada, comenzó un terremoto, un terremoto terrible y asolador. El edificio
se inclinó y se inclinó hasta que su estructura lanzó un ruido terrible y se
desplomó despedazado por todos lados. Al verlo caer no pudo contener las
lágrimas y lloró sin consuelo, recordando su amado castillo de arena. Un
viejecillo caminó hacia él; aproximando su boca arrugada al oído del ingeniero,
le susurró: “No llores, pronto construirás la obra más grandiosa que un humano
pueda concebir: un puente infinito; un puente entre la tierra y el cielo.”
¡¡Maravilloso, sencillamente MA RA VI LLO SO!!
ResponderBorrarcon las emociones a flor de piel,
Lo.
Tus emociones te engrandecen...
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