Cayó
una gota como clavo de sangre
segada
desde parronales ventosos, aéreos
sobre
los bosques de la tierra invertida;
una
bocanada de escalofríos medulares
de
miedos fantasmales, de tabúes cósmicos,
aulló
bajo el tropel de los querubines místicos
bien
alto por encima de las montañas
teñidas
con besos mudos de seres iluminados
entre
los enmohecidos párpados de estalactitas vegetales
hasta
hundir sus garras explosivas, insanas, iracundas
en
el cáliz palpitante de la tierra secular.
La
primera gota de la tormenta única,
la
purpúrea y franca novia del trueno,
la
temida incluso por los profetas sobrios,
envuelta
en pergaminos de arenas tenebrosas
cual
el silencio de la escarcha,
árido
sol de la tarde.
La
primera gota roja de la procelosa herida humana
atravesó
la tierra de polo a polo,
enceguecida
como
un chirriante clavo de sangre.
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