--¡Hay dolor en tu alma, joven!...
¿Quieres la salvación de Krishna?
Mientras Akarghi, con la vista alzada,
observaba a dos ancianos sentados en el balcón de un viejo edificio en el
mercado, escuchó estas palabras moduladas en un dialecto del noroeste del país,
al tiempo que alguien le tocaba suavemente el brazo. Volvió lentamente la
vista, y se encontró con la mirada apacible de un hombre y una mujer vestidos
con coloridos saris y adornos de flores en el pelo y colgantes guirnaldas. Sólo
la palabra salvación quedó resonando
en sus oídos.
--¡Ven con nosotros!... ¡Te mostraremos
algo que no vas a olvidar! – la mujer se acercó a su oído y susurró.
Akarghi percibió un olor a incienso,
aroma dulce y humo en su halo. Al despertar esa mañana había observado
casualmente y con detención cómo una araña de cuerpo grueso y oscuro salía
velozmente de su cubículo de seda, atrapaba con sus patas ágiles a una chinita y luego le inyectaba en su
cuello el veneno que regurgitaba de su mandíbula, paralizándola y adormeciéndola,
hasta finalmente, sin la menor resistencia, arrastrarla hacia el interior de su
celda tubular. Ahora comprendía por qué había decidido venir al mercado.
Asintió con su cabeza y saludó con el mudra
de anjali. Sus nuevos amigos se
dieron vuelta y comenzaron a caminar entre la gente, sin dejar de mirar, uno u
otro, a Akarghi, para asegurarse de que los seguía.
¿Quién podía quedar indiferente ante su
propia salvación?... Todos necesitamos ser salvados de algo. Y ese algo terrible de lo que queremos ser
salvados, para otros puede no ser más que una nimiedad, un ridículo objeto sin
valor ni mérito, pero que para cada uno de nosotros cobra dimensiones
descomunales e inexorables. Akarghi había auscultado minuciosamente su mente,
su alma y su espíritu desde hacía veinticinco años, pero no encontraba nada de
qué ser salvado; y si buscaba ansiosamente algo, era ello la verdad, pero no la salvación. Aun así,
no podía evitar escuchar la palabra salvación
y estremecerse. Por eso había decidido seguir a sus improvisados maestros y
llegar hasta el final de su propio misterio.
Bajaron por unos callejones oscuros que
Akarghi no conocía. Algún ocasional caminante les salía al paso, pero siempre
parecía esconder su rostro y evitarlos. Olían los muros, la tierra negra y
apisonada, y el tufo de las ventanas abiertas, a excremento y orina. Por los
toldos pesados y sucios escurrían líquidos viscosos que acababan goteando como
mucosidades al llegar a tierra. A veces, unas flacas sombras detrás de los
visillos se escabullían con rapidez.
Atravesaron un puente de palos sebosos sobre
un canal pestilente y, al doblar por una esquina de otras tantas callejas, se
encontraron ante un inmenso portalón de madera que golpearon con una especie de
mazo de bronce, aparecido de no se sabe dónde. Alguien abrió del otro lado una
especie de portillo, por el que ingresaron inclinándose los tres. El
espectáculo que apareció era espeluznante y terrible. En una gran hondonada
yacían cientos de personas tiradas sobre esteras, esperando su turno para
morir. Eran los miserables abandonados que pululaban en las calles y que, ya
desahuciados por enfermedad o simple miseria vital, no tenían un lugar para
morir. Una docena de adoradores de Krishna circulaban entre ellos,
acompañándolos, enseñándoles la doctrina del Señor, y el camino hacia la Tierra
Prometida en el Paraíso del Perdón y la Redención. Cuando morían, sus cuerpos
eran adornados con guirnaldas de flores, rociados con aceites bendecidos, y quemados
allí mismo sobre una especie de montículo que constantemente ardía y teñía de
bruma y fetidez cadavérica el aire del lugar.
--¿Qué ves?—Le preguntó el prosélito de
Krishna.
--Sufrimiento y muerte.
--Sólo la fe puede redimirnos del
sufrimiento y la muerte – continuó la mujer, inclinando devotamente su cabeza.
--¡Tú eres un hombre de fe! –agregó el
hombre, con una sonrisa beatífica.
Cerca de ellos un bulto de lino marrón
levantó algo así como una mano negra y escuálida, al tiempo que emitía un
sonido largo y gutural. La mujer se acercó a él, tomó su mano y comenzó a
cantarle un mantra al oído. El bulto humano se estremeció como si hubiese
recibido una descarga eléctrica, y luego se conservó inmóvil y rígido. Otros
monjes se acercaron musitando mantras, con guirnaldas de flores y óleos santos.
Había en todos ellos una expresión de recogimiento y desapego. A Akarghi, sin
embargo, le pareció que había en sus movimientos algo extraño, casi mecánico y
teatral.
--¡Es posible!... ¡Es probable que yo
sea un hombre de fe!... Pero ya no puedo saber en qué creo, ni en qué no creo.
--El Señor Krishna es un dios
compasivo, y su poder redentor alcanza las almas de los sufrientes también más
allá de la muerte. La paz y el amor de Krishna sostiene la angustia de la
existencia humana, la desorientación del ofuscado, y de los que atraviesan la
breve tiniebla de la muerte… --el hombre se quedó mirando expectante a Akarghi.
--Akarghi… es mi nombre.
--¡Sí, Akarghi!... A todos nos llama tiernamente
por el nombre nuestro Señor Krishna. A todos nos salva de nuestro sufrimiento.
Un niño de escasos cinco años,
andrajoso y mugriento se acercó a ellos y extendió su mano, acostumbrada a
recibir limosnas. El hombre le preguntó:
--¿Quién te da esto? –mientras le
mostraba un pedazo de pan amasado, pero sin extendérselo.
--¡Mi amado y compasivo Señor Krishna!
–respondió con un sonsonete el niño.
El raga
de un melódico sitar se dejó oír
desde algún lugar cercano. Akarghi puso atención en la hermosa música y se
extrañó de que en aquel lugar alguien se deleitara de esa manera, si bien
volvió a su memoria aquella mujer, Nadhi,
que le había pedido mágicamente antes de morir que tocara su flauta. Y al niño,
su hijo…
--Y bien… ¿Qué te dice nuestro Señor
Krishna?
--¿Quién toca esa música? –preguntó con
extrañeza Akarghi.
El cielo de la tarde se había cubierto
rápidamente de nubes pesadas y grises. No lejos se dejó oír la descarga de un
poderoso trueno.
--¿Qué música?... ¿Te refieres a la voz
del trueno, al son de la tormenta que se avecina?
--¡Vamos! -- exclamó la mujer--...
¿Vienes con nosotros, Akarghi?... ¡Tenemos que cubrir con lonas a los
sufrientes para que resistan esta terrible lluvia que se avecina!
--¡No! –gritó Akarghi.
Se dio media vuelta y salió casi a la
carrera del funesto lugar.
--¡Akarghi, éste es tu hogar! – escuchó
que le gritaban desde atrás-- ¡Vuelve cuando quieras!... ¡El Señor Krishna te
espera!...