Capítulo I
Cuando
Calias B*** salió de la última curva en pendiente se encontró de frente con un
maravilloso espectáculo: la ensenada de aguas turquesa del balneario de Isla
Verde. Sol radiante y olas suaves que acariciaban de lejos la arena extensa y
blanca de la playa; diminutas casas de
madera que se engastaban entre las olorosas coníferas de la colina.
Aunque
nunca había estado allí, la visión le era absolutamente familiar e
innegablemente suya. Tal vez por eso,
o por otra razón --o sinrazón-- la realidad pareció desintegrarse y ya no pudo
distinguir si aquello era un sueño, si había caído en un loop de un tiempo y un espacio distintos, o si un acceso sicótico (inusualmente
repentino) había trastornado su juicio.
Detuvo
el auto junto a la carretera, apoyó su frente sobre el vidrio delantero, y se
quedó meditando con la cabeza entre las manos. Hurgó en el caldo de su mente y
descubrió que podía imaginar que conocía en Isla Verde ciertos lugares precisos
y hasta ciertas personas, con rostros y apellidos.
Después
de una hora a lo menos, comprendió en un instante de lucidez básica que no
podía quedarse allí para siempre, y que tenía que vivir. Vivir era seguir
adelante, empujar la lógica natural de los hechos actuales a través de
decisiones personales e instintivas. Levantó la vista, miró el brillante mar en
toda su amplitud y sintió que aquello ya no era el mar, sino algo así como una representación, un bosquejo trazado a
la carrera para convencer a su mente, y a la mente de todos los humanos, de que
aquello era definitivamente el mar.
Recordó
aquello del déjà vu, pero las palabras
le sonaron vacías y sin sentido. Al fin de cuentas, ¿quién podía decir
realmente qué es un déjà vu? Abrió la
ventanilla hasta abajo para que el viento helado lo despertara. Volvió a cerrar
los ojos y descubrió que un cierto temor no lo dejaba ver más allá en su
interior. Sin embargo, ese mismo miedo le susurró un nombre: Hostería Capri…
Al
girar en una curva de la costanera, se
encontró de frente con el rótulo opacado por las sales marinas que colgaba sobre
el dintel de la pensión Capri.
Calias
B***dudó; Calias B*** tembló y quiso; Calias B*** era un hombre como
cualquiera, pero él – no tú-- no pudo volver atrás… Y como Calias B*** era
también un hombre común buscó un consuelo o un acicate para seguir adelante:
“Si enloquezco o muero, al menos soy divorciado y no tengo hijos.”
Cuando
puso su pie sobre la pequeña escala de piedra volvió a sentir la parálisis en
su cerebro; volvió a sentir miedo de anticipar. Arriba sobre su cabeza
chillaban en vuelo veloz las gaviotas, pero no eran importantes. Una pareja de
turistas pasó por su lado y, al mirarlos, no reconoció ni pudo ver en ellos un
sentido personal. Pasaron, y pasaron simplemente… Adentro, adentro debía
continuar la jugada maestra, la siguiente trabazón de su vida. Ingresó al hall
y comenzó a observar con atención a las personas que se encontraban en el
recinto, pero nada, no le decían nada, o no podía ver más. De pronto miró hacia
un muro lateral de gruesos troncos y distinguió en el fondo un cuadro grande,
un antiguo cuadro con un motivo medieval, a medias oscurecido por la escasa luz
y por la pátina del tiempo. Quiso caminar hacia la pintura, pero al ver correr
delante de él una cucaracha, saltó para no pisarla, se enredó sin querer en el
mantel de una mesa y tropezó. La mesa tambaleó y cayeron una copa y un florero
sobre la tabla, derramando su líquido. Se repuso del traspié y dirigió su
mirada hacia la mujer sexagenaria que lo miraba sorprendida y esperando una
disculpa por el desaguisado. Se excusó con rapidez y sin mayor convicción; apenas
la vio, pero se fijó en su expresión, una particular mirada. Todos los
presentes se volvieron con curiosidad hacia él; una joven y enjuta camarera se
acercó para limpiar con un paño la mesa y preguntar a Calias por su interés. La
situación entonces se volvió extremadamente trivial, y como por encanto, pareció
desaparecer la magia, y despertar la realidad.
Se
acercó al mesón de recepción, trató con la encargada una habitación para la
noche y subió a su pieza con su bolso
como si nada hubiese ocurrido. Se tendió sobre la cama para descansar y revisar
lo sucedido. En algún momento comenzó a soñar que estaba despierto y que podía
ver su cuerpo tendido sobre la cama durmiendo. Sin prestarle mayor atención,
abrió la ventana, se paró sobre el alféizar y extendiendo los brazos se lanzó
al vacío, pero con cierta extrañeza se percató de que estaba volando… Cuando se
percató de que estaba volando y de que aquello no era natural para él, concluyó
que estaba soñando, y de que estaba consciente de que estaba soñando. Entonces
se sobresaltó y despertó... Abrió los ojos, pero su cuerpo no se movió, aunque
quiso incorporarse. Sintió miedo. Sin embargo, una imagen se mantenía viva en
su retina interior; aun despierto podía ver cierto contorno de su ensueño…
Mientras volaba cerca de la hostería, divisaba a lo lejos una casa que le llamó
la atención, pues su resplandor era inusual y en su jardín divisaba una figura
de gran tamaño, quizás una escultura que representaba a algún ser inquietante y
poderoso, pero que desde su distancia no podía precisar ni distinguir con
claridad.
Ni
siquiera pensó qué ocurriría si las cosas eran tal y como las había visto en su
sueño. En algún momento su cuerpo respondió y se incorporó con el ánimo de un
colegial ansioso y emocionado. Sintió hambre y se encaminó primero al comedor.
Miró por los grandes ventanales y divisó gente en la playa, bañándose, tomando
sol, jugando y caminando. El sol de la tarde era cálido y aunque corría algo de
viento se sentía un calor que invitaba al agua. Decidió ir a la playa más tarde
a darse un baño y a trotar por la arena que lo incitaba atractiva y suave. Una
mano se posó en su espalda, al tiempo que lo llamaban por su nombre. Giró su
cabeza y se encontró con la sonrisa franca de Julio M***, amigo de su niñez y a
quien había dejado de ver hacía cuestión de diez años. Acompañado de una joven
amiga se sentó en la mesa donde comía Calias y alegremente conversaron de esto
y aquello, pues ellos ya habían comido y se disponían a bajar a la playa. Algunos
recuerdos de juventud se le vinieron a Calias a la memoria y se dejó llevar por ellos, mientras
sonreía con la añoranza de los tiempos idos. Pagó la cuenta y salió silbando a
la calle.
Subió
a su auto y comenzó a recorrer las calles hacia el sur, siguiendo el mapa que
se había formado a partir de su fugaz visión. Sin mayor convicción y con cierto
desenfado miraba hacia uno y otro lado, poniendo más atención en las jóvenes y
guapas mujeres que aparecían en su camino, que en encontrar el objetivo
previsto. Las dos copas de merlot con
que había acompañado el bife a lo pobre hacían también su efecto sedante y
estimulaban su sensación de bienestar. Una vez más todo volvía a su normalidad
y la vida seguía ese curso natural, fácil y simple que acostumbramos a
reproducir y provocar sin darnos cuenta.
Ascendió
por la calle El Sol y luego giró hacia la derecha por Bellavista. Una alameda
apacible y verde, con juego de luces y sombras intensas bailando entre las
hojas. Un poco más allá Calias detuvo en seco su auto y se quedó mirando con sorpresa
y curiosidad el muro de piedra laja de una propiedad que continuaba ascendiendo
por la colina y que dejaba entrever en
lo alto, entre abedules y pinos, una casa mediterránea resplandeciente, a
través de las puntiagudas hebras de las coníferas. La adrenalina encendió su
sangre y comenzó a palpitar velozmente su corazón.
Escaló
con dificultad el muro hasta que su cabeza sobresalió por encima del mismo; recorrió
con vista ansiosa el jardín que se abría en el interior. Resbaló, cayó, rodó un
metro por el suelo; su corazón palpitaba de prisa y sus ojos se humedecían con
nerviosas lágrimas. En el jardín, que se asemejaba al de su sueño, no vio
escultura alguna, pero en cambio vio sentada en un banco a aquella mujer con la
que se había tropezado al entrar a la hostería. Ella lo miró, pero con una
mirada tan deshumanizada y significativa que le heló el corazón.
Todo
estaba relacionado. Incluso lo más trivial, incluso lo que había ocurrido en su
entorno y que no había sido capaz siquiera de percibir. Las cosas, los hechos,
poseían entre sí una relación de complicidad, de interacción y de sentido más
profunda, más importante, más decisiva para la correcta comprensión de la
realidad, que la percepción simple y cotidiana que los sentidos captaban y que la
mente normal procesaba.
Bajó
a la playa, se descalzó y buscó con una rápida mirada por la extensión del
abanico que formaba la pequeña ensenada, pero no divisó a sus amigos. Una idea
loca se le vino a la cabeza. Volvió a ponerse los zapatos y regresó a la
hostería.
Se
encaminó hacia el cuadro, sintió un agujero en su estómago y que las piernas se
le doblaban. Se sentó en la silla que tenía a su lado y se quedó mirando la
pared vacía. Ni rastro de cuadro alguno había allí. Llamó a una camarera que
aderezaba las mesas para la cena. Abrió la boca, emitió sonidos claros y
distintos, pero sólo escuchó de sí mismo algo impensado y absurdo: “¿El paje
del rey Arturo vendrá a cenar hoy?”.
Calias
miró a su alrededor y observó que las personas que se hallaban en el recinto lo
miraban con curiosidad y cierta extrañeza. Volvió a mirar a la joven que
esperaba alguna indicación más precisa de su parte, pero al ver su cara de
lechuza bajó inmediatamente la vista y pensó que aquello ya era inevitable. Se
levantó casi como un condenado que camina hacia el cadalso y se dirigió hacia
su automóvil con la intención de irse sin aviso, de irse sin sus pertenencias,
de irse sin darle una sola oportunidad al destino de continuar adelante. “Esto
viene grande…”, pensó, y sonrió sin saber por qué.
Al
encaminarse hacia su auto una hoja de papel fue arrastrada por el viento hasta
pegarse a su pie. Calias la miró y vio algo en ella que le llamó la atención.
La recogió y reconoció la figura de un asno; de un asno que miraba hacia él.
“Héme aquí”, pensó. “Un asno, un verdadero asno.” Un niño pobre se acercó a él
y le pidió una moneda.
--¿Dónde
vives?—preguntó Calias.
--
En la caleta.
--¿Me
llevarías a tu casa?
El
niño se quedó mirando con desconfianza a Calias y se alejó sin responder, volviendo
la cabeza hacia atrás cada cierto rato. Calias levantó la moneda en alto, pero
el niño ya no volvió a mirar y se perdió en la primera esquina.
Recapacitó.
Volvió a buscar sus pertenencias. Se detuvo antes de llegar al final de la
escalera y se devolvió de inmediato hacia la planta baja. Una idea súbita le
había venido a la cabeza. Mientras bajaba sacó de su bolsillo el celular y,
constatando que no tenía ningún mensaje, lo apagó. Se acercó a la
recepcionista, una señora bastante mayor que no dejaba en ningún momento de
sonreír, y cuyo mayor atractivo era un gran lunar con dos o tres pelos, que le
colgaba de la comisura derecha del labio superior. Después de cruzar algunas
cortas palabras de cortesía, le preguntó por la dama de la mesa accidentada.
Nuevamente no consiguió nada, salvo algunas indicaciones de identidades dudosas
sobre distintas damas solitarias que acudían a comer al restorán. Eloísa T***,
la señora recepcionista, le preguntó de puro simpática:
--¿Le
gusta leer?
--¡No!...
Es decir sí, a veces.
--¿Le
interesa alguno de los libros…?
Eloísa
se dio media vuelta y le alcanzó desde una repisa La Metamorfosis o El Asno de
Oro, de Apuleyo. Calias lo hojeó y leyó en la introducción algo sobre magia
romana, de modo que le pareció interesante y --por qué no-- significativo además. Decidió pasar la
noche en la pensión para leer el libro y devolverlo a la mañana siguiente.
Cenó
temprano un plato de pollo y ensalada surtida. En el comedor volvía a repetírsele
la sensación de que la gente lo miraba con curiosidad y recelo. Si bien, él
mismo miraba con recelo a uno y otro lado; miraba inquisitivamente por la mujer
sexagenaria; miró más de una vez hacia la pared del cuadro inexistente; siguió
a una y otra camarera para descubrir a la mujer lechuza que ya no se veía por
ninguna parte. Aquel comedor no le reportaba ninguna tranquilidad. Antes de
volver a su habitación, salió a la calle, encendió un cigarrillo y se dispuso a
fumar caminando hacia la playa ya oscurecida. Sacó el celular de su bolsillo y
llamó a su madre. Su conversación giró sobre la salud precaria de ella y sobre
los cuidados y medicamentos que debía recibir diariamente. Se sintió contento
del cariño que su madre le expresaba desde la distancia; ese cariño incondicional
que le parecía lo más sólido de su vida. En medio de la disolución de su
realidad y de su mente, aquel afecto y aquella mujer se materializaban como
sólido fundamento de la cordura y la razón de ser. Había también en ello una
opacidad extraña, una lejanía y extrañamiento como de un recuerdo lejano; como
se contempla la infancia con un algo de nostalgia e indulgencia. Trató de
despedirse en forma normal de ella. Trató de aparecer como el hijo habitual,
como el hijo que debía ser, pero sus últimas palabras se escaparon solas de su
boca: “Hasta siempre, amor”... Pensó incluso volver a llamar a su madre, pero
recapacitó rápidamente, pues se habría deshecho en explicaciones absurdas y sospechosas.
Se
puso a contemplar las estrellas que brillaban muy alto e intensas. Sintió que
ellas eran allí no más que una escenografía, un complejo y al mismo tiempo
convincente telón de fondo, detrás del cual debía esconderse alguna sorpresa y
asombro máximos. Nunca su mente se había comportado sino como lo que era: un abogado
común y un hombre común. Calias también se desconocía y admiraba de sí mismo.
De pronto se había vuelto inteligente, perceptivo, sutil y complicado. Se pasó
la mano por la frente y se encaminó hacia su habitación.
Cuando
iba a subir al segundo piso, la electricidad desapareció del lugar y todo quedó
a oscuras. Calias se acostó en su cama y a la luz de una vela comenzó a leer el
libro de Apuleyo. La historia le resultó muy atractiva y se involucró
rápidamente. El primer pasaje que le llamó vivamente la atención decía:
“Por
cierto, no es más verdad esta mentira que si alguno dijese que con arte mágica
los ríos caudalosos tornan para atrás, y que el mar se cuaja, y los aires se
mueren, y el Sol está fijo en el cielo, y la Luna dispuma en las hierbas, y que
las estrellas se arrancan del cielo, y el día se quita, y la noche se detiene.”
Un
día antes ni siquiera se habría preguntado si aquello era posible. Por alguna
injustificada razón, se sentía cercano y empático con estas historias de magias.
Luego, la narración espeluznante de aquellas dos brujas, Meroe y Panthia,
lo llevó a atemorizarse y recordar la
terrible mirada de la mujer del jardín. Dejó el libro a un lado, cerró los ojos
para pensar, y se quedó dormido.
“Los ríos caudalosos tornan para atrás”,
pensó, y esta vez no sintió miedo. Esta vez sabía incluso lo que debía y lo que
quería hacer. Se acercó a la ventana, se subió al marco de ella y se lanzó a
los aires. Comenzó a elevarse con una maravillosa sensación de libertad y
satisfacción. Su cuerpo no parecía ya tener ni masa ni densidad. Se elevó muy
alto, al punto de que comenzó a ver la tierra redonda, entonces se asustó, y
pensó que tal vez no podría volver. Una idea peregrina se le vino a la cabeza.
Buscar a la mujer de sus visiones. Bajó y bajó, en pos de Isla Verde, pero ya
no reconocía desde arriba ningún lugar. Es más, dejó de ver el mar y la tierra.
Sólo oscuridad a su alrededor. Entonces se le ocurrió que, dado que estaba
soñando, él mismo podía generar el sueño, por lo tanto imaginó un punto de luz,
y enseguida un lugar con luces que divisó a lo lejos. Hacia allá se dirigió.
A
medida que se acercaba, la luz comenzó a disminuir y a mostrarse difusa, pero
pudo distinguir con claridad que se acercaba, ni más ni menos, a un castillo
monumental, a un castillo de la Edad Media. Esa masa de piedra y roca que se
estiraba desde la cima rocosa de un monte impresionaba con una singular
sensación de fuerza y empuje de lo humanamente telúrico, de esa combinación
entre tierra y humanidad que causa un efecto ambiguo de doloroso
desprendimiento incompleto, como el parto de una mujer que nunca acaba de liberarse
entre gritos, del hijo que lucha y se resiste al mismo tiempo por escapar de
sus propias entrañas.
Se
acercó veloz y entró a un recinto con escasa luz de unas antorchas. De
inmediato comprendió que se encontraba en la habitación de alguna joven noble,
a la que vio recostada de vientre sobre su lecho y con la cabeza oculta en
almohadones para ocultar su llanto. Un irresistible deseo de consolarla lo
llevó a tocar su hombro suavemente. La
joven Delfina W*** giró sorprendida y se encontró con Calias:
--¡Amor,
amor mío!, ¿cómo has llegado hasta aquí?—
Calias
dio un respingo y se quedó como petrificado ante la belleza de la joven y su
incomprensible pregunta. Esta vez sintió que su sueño ya no era un mero sueño y
que había en él un algo tan real que ya no podía controlarlo.
--Vine
volando, creo.
Ella
sonrió y no pudo evitar lanzar una carcajada. Su rostro cambió por completo.
Con una mirada de pasión se abalanzó a los brazos de Calias y lo besó. Lo besó
con un deleite e intensidad crecientes, de modo que Calias perdió el juicio y
la noción de realidad en ese mismo instante. Sintió que su sangre ardía dentro
de su cuerpo y que en ese beso había más verdad que en todo lo vivido por él.
Trató de desnudarse, pero ella lo detuvo con un gesto de condescendiente
rechazo.
--¡Sólo
Dios sabe si podremos llegar a amarnos como marido y mujer!—exclamó Delfina,
volviendo a su triste expresión.
Nuevamente
Calias sintió un intenso deseo de abrazarla y consolarla, aunque no conocía los
motivos de su pena.
--¿Por
qué dices eso, mi amor?—preguntó Calias con auténtica y natural curiosidad.
--¡Ni
aunque pudieras descollar como el mejor y más pío de todos los capitanes en una
nueva Cruzada contra los musulmanes
infieles; ni aunque lograras con ello el favor de nuestros Rey y Papa, y
por ello fueses nombrado conde, duque o virrey, el más amado de la cristiandad;
ni siquiera así, amor mío, ni el Rey ni
Dios permitirían evitar que el soberano rey Justino de Montibbury, quien ha
pedido mi mano para sellar un pacto de hermandad eterna entre los poderes del cielo
y de la tierra, me haga de aquí a un mes, ante esta misma tierra y cielo, su
esposa eterna!
Entonces
Calias comprendió recién la dimensión de lo que estaba viviendo. Se dejó caer
sentado sobre la cama y bajó la vista, tratando de aquilatar su realidad y
descubrir su siguiente paso. Primero pensó que no era necesario ponerse a sí
mismo, en su propio sueño, tareas tan difíciles.
--¿Cuál
es mi nombre?— preguntó Calias, y pensó que desde esta pregunta y su
consiguiente respuesta podría obtener un buen indicador de su grado de
empoderamiento del sueño.
Delfina
lo miró con incredulidad, pero algo especial leyó en la mirada de Calias, de
modo que respondió:
--Alfonso,
Alfonso O*** y Bueras, hijo de Félix O*** y Bueras.
--¡No,
por Dios no!
Calias
miró a su alrededor tratando de hallar una señal o un indicio que le permitiera
tomar el control, pero no encontró nada; nada de Calias, sino todo de Alfonso…
Aterrado
de lo que aquello podía significar, corrió hacia la ventana y de un tirón,
abriéndola hasta atrás, se subió al canto y pensó lanzarse adelante hacia los
aires. Sin embargo, el grito de espanto de Delfina y la vista del vacío y del
fondo rocoso donde acababa la base del contrafuerte del castillo lo frenó
violentamente. “¡Esto no es un sueño!”, pensó para sí. “¡Maldición, esto no es
un sueño!”… Se repitió una y otra vez aterrorizado.
El
grito de Delfina fue tan doloroso y auténtico que se escuchó con claridad en
otras dependencias del castillo. Las nodrizas sin ningún aviso irrumpieron
acompañadas por guardias al dormitorio de Delfina W***, la hija del rey Antonio
III, señor de todos los feudos y aliados del imperio de Compostalialalia. Para
Calias, o quizás Alfonso, la cuestión había tomado un curso definido y al
parecer irrefutable. Volvió a mirar por una última vez el vacío, y en esta
ocasión incluso sintió vértigo, el incisivo vértigo de una existencia que no
quiere morir.
Alfonso
miró a los guardias que venían hacia él y experimentó menos miedo de ellos que de
arrojarse a los aires e intentar un
vuelo onírico contra las leyes de la naturaleza. Se dejó capturar. Se dejó
llevar a los calabozos del castillo; se dejó llorar por Delfina W***, cuyo
nombre ahora sabía sin que nadie se lo hubiera enseñado; se dejó maltratar e
injuriar como es propio de todo aquel que es capturado en falta y delito; se
dejó asumir como Alfonso O*** y Bueras hasta las últimas consecuencias, o, si
no lo era, aprovechar la primera ocasión para probarlo…
Las
mazmorras eran húmedas, oscuras y hediondas. Otros prisioneros pagaban allí sus
culpas… hasta la muerte, en la mayoría de los casos. Alfonso fue arrojado a un
sótano especialmente reducido y seguro. Alguien no quería que tuviese contacto
con otros reos, o que pudiese obtener algún favor de quien fuera que fuese… Se
miró a sí mismo vestido con jubón y peto, y se confesó a sí mismo: “¡Demonios, sí
soy Alfonso O*** y Bueras!”
Entonces
se hizo la luz en su cerebro. Recordó cada instante de su vida. Recordó sus
amores, sus vicisitudes, sus esfuerzos por lograr un puesto en alguna corte de
este país y de otros; su carrera holgazana y bohemia de flautista e
instrumentista en un grupo de juglares andariegos; así, sin ningún propósito
mayor en la vida que divertirse, beber, bailar y amar a tantas mujeres como le
fuere concedido, haber obtenido al fin el amor de la princesa Delfina W*** en
un festín de la corte, donde ella quedó prendada del garbo, del encanto y
simpatía del músico y poeta Alfonso O***
y Bueras.
¿Quién
era entonces el que soñaba: Alfonso O*** y Bueras, o Calias B***?... ¿Cómo
saberlo si aquello era tan real como lo otro?; o por mejor decir, ¿si lo que se
experimentaba presente era siempre
más real que lo que se experimentaba como un ensueño, o como un simple mundo
paralelo extemporáneo a los sentidos y a la conciencia? Y la última pregunta,
la más difícil de todas: ¿Era el ensueño algo más y diferente que los sentidos
y la conciencia?...
Una
idea peregrina atravesó su razón. Fuera cual fuera el sueño, en todo sueño,
ficción o realidad… había de morir. Y entonces, si era verdadera, engañosa o derechamente
falsa la vida de donde llegaba a la muerte, allí mismo, muerto, aquello habría
de saberse, porque al morir lo cierto es que aunque hubiese cuerpo o mundo, o
no, ya conocía por experiencia alguna continuidad contrapuesta de un presente misterioso e impredecible, tan
verdadera o más verdadera que la vida misma, puesto que la muerte era el presente último y definitivo, incluso de la nada… Por lo tanto, no era lo peor
morir, sino quizás no saber si se estaba viviendo realmente o no.
Como
todo parecía presagiar, lo más probable es que lo sentenciaran a muerte, y
entonces esta historia habría de acabarse, tal vez un poco antes de lo que él
hubiera querido, pues habría querido amar más y ser amado mejor por la
bellísima Delfina, aunque fuese esto una ilusión y un sueño. No tenía miedo;
por primera vez en su vida no le tenía miedo a la muerte. Pero no dejaba de
pensar en esos labios blandos y suaves que parecían acariciar su alma; en esos
pechos jóvenes y altos que nunca habían temblado entre las manos de un hombre;
en esa cintura leve y cadenciosa que lo invitaba a perderse en un acto de amor
místico y sensual, en la máxima tensión vital de su ser. Delfina era una mujer
maravillosa, no sólo en su cuerpo, sino ante todo en su alma, que le hacía
presentir un cielo, un universo superior a éste, con manifestaciones
sobrehumanas, y al cual su mente sola era incapaz de experimentar. Lo sabía. Alfonso
se recostó sobre un jergón de paja y se entregó al sueño, convencido y confiado
de que al dormir o al despertar, al menos podría despertar o dormir algún sueño…
Corrió
como nunca lo había hecho, veloz y liviano por entre la paja y los residuos
humanos. Una extrañísima sensación eléctrica recorría su cuerpo entero. Sin
embargo, cuanto veía le llamaba sobremanera la atención. Todo era diferente,
como si las cosas fuesen ocasionales destellos de luces y colores, pero no veía
formas, formas definidas. Y el olor… ¡qué intensos le parecían, y atractivos e
inusuales! Lo más inquietante es que corría un metro y se detenía; corría como
llevado por intensos impulsos eléctricos que no podía controlar. Hizo un
esfuerzo para dirigir sus movimientos en una dirección bien definida: salir de
ese calabozo maloliente y turbador.
Encontró
una abertura en un rincón de la pared, como un túnel, y se extrañó de que los
guardias no hubiesen advertido esa ostensible falla en la seguridad. Tal vez el
último reo había logrado escapar igual que ahora lo hacía él… ¿Iría donde
Delfina? ¿Correría para volver a ese sentimiento extático y cautivante que le
causaba su presencia? Si la vida tenía algún sentido, era evidente que amar de
esa manera era el sentido supremo; la insuperable razón para correr y correr,
alimentarse y amar. Entonces volvería con ella y le rogaría que fuese su mujer
para toda la vida; sabría convencerla para escapar tan lejos, donde ningún
conocido pudiera encontrarlos.
Salió
por el túnel y luego avanzó por un largo pasadizo estrecho hasta la luz de la
luna. Allí había un zaguán todavía más atractivo y amenazante que el calabozo
de donde había salido. Escuchó unas voces, unas voces humanas y corrió con la
misma premura a esconderse tras una roca. Sólo vio la noche, la noche
ignominiosa que se movía con lentitud entre formas grotescas de temores y
ansias insatisfechas. Formas de volumen descomunal que pasaban por su lado sin
destino, temblorosas y amenazantes, hablando de esto y aquello, pero nunca con
la verdad, y reducidas al fin al silencio… Volvió a correr y correr; corrió por
senderos, por angostos pasadizos, por negros agujeros hasta que se encontró en
la calle, la calle amplia y hedionda, tal como el mundo se había vuelto para
él.
Entonces
comprendió que el mundo no había cambiado. El mundo tan igual a sí mismo, tan
humano y animal. Era Alfonso O*** y Bueras quien había cambiado. Se detuvo bajo
la luz de la luna y se miró las manos y las piernas y el ombligo, pero lo que
vio fue un espanto… Alfonso no era humano; era un insecto, más propiamente una cucaracha, con patas aserradas y
negras; con alas inservibles pegadas al rudo caparazón; con un vientre negro y
voluminoso, y unas algo torpes y sensitivas antenas que tropezaban con todo a
cada paso. Sólo ahora podía darse cuenta de que no era Alfonso; de que quizás
nunca había sido Alfonso, sino una cucaracha demasiado imaginativa... La
cucaracha comenzó a llorar con minúsculos estremecimientos y gemidos breves y
cortados. Sólo amaba a su cucaracha Delfina y ya no podría ser feliz. Aunque
fuera una despreciable cucaracha, podría haber sido feliz, pues ya no sabía si
Delfina era una mujer despreciablemente humana, o la cucaracha de sus sueños. Pero
¿adónde iría a buscarla para resolver este enigma? ¿Acaso a la torre donde
vivía esa mujer, esa mujer horrible como de diez metros de alto que al verlo no
haría más que lanzar un grito de asco y aplastarlo?... Si existía la cucaracha
Delfina W***, debía vivir en un palacio de cucarachas, y hasta donde recordaba,
aquello no existía… Volvió a estremecerse de pena y lloró desconsoladamente,
deseando morir.
Entonces
una mano tocó su hombro –entiéndase, una pata tocó su caparazón--. Se dio
vuelta hacia ella y se encontró con una gran araña negra y velluda, de ojos
inyectados en sangre que lo miraba sin misericordia. Iba a dar un brinco para
huir de ésta, pero ya lo había cogido con sus poderosas tenazas delanteras. Sintió
su aliento de ultratumba sobre su cara y cerró los ojos, a la espera de ser de
un mordisco instantáneamente decapitado. Pero entonces escuchó una voz
sibilante cerca de su oído que le decía: “¡Ve al bosque, infeliz, huye de
aquí!... Encontrarás la respuesta que andas buscando.”
Abrió
los ojos, pero se encontró solo. Ni trazas de araña, ni olor siquiera a araña.
“El bosque…”, pensó. Pero, si el bosque había sido siempre un lugar prohibido.
Su familia había rehuido siempre el bosque como un anatema, lugar maldito y de
muerte… No quería volver a encontrarse con esa araña y menos contradecirla. Había
en ella algo convincente y cierto. Tal vez Delfina, su Delfina, la verdadera, la de bello cuerpo de cucaracha lo
estaría esperando por allá…
Tenía
tan poco que perder y tanto que ganar, pues su vida se encontraba en el
perímetro de la muerte. Es más, sabía demasiado para ser una simple cucaracha;
eso lo empujaba inexorablemente más allá del límite de su condición natural. Era
una cucaracha que se formulaba preguntas: “¿Qué clase de cucaracha soy?... ¿Por
qué tengo que correr y correr, y luego detenerme acobardada de no sé qué?... ¿Y
este cuerpo soez y torpe que me impide volar?”… Así discurría mientras avanzaba
por los caminos aledaños al castillo. Entonces sucedió que un olor irresistible
le llegó a la nariz y, cambiando un tanto su rumbo, corrió hasta parar en un
extraño lugar.
Se
celebraba allí un sagrado ritual de cucarachas que danzaban en torno a un
pedazo de pan con tocino podrido… Todas debían elevar el cántico del Gran Santísimo
Cucaracho con que se invocaba la compasión y protección de Su Excelencia,
siguiendo un cuidadoso orden y timbre de la voz… Una cucaracha maestra observó
la presencia de nuestra cucaracha Alfonso y, corriendo hasta ella, le asignó un
lugar en el convivio sacro… “¡Aleluya, aleluya!”, gritó a su lado, mientras
saltaba y mordía el tocino y el pan, una flaca cucaracha de arrabal… “¡Aleluya!”,
gritaron todas al unísono… Algo así como un trueno se escuchó hacia arriba,
entre los árboles, y todas se arrojaron de espaldas al suelo, en actitud de
adoración. Nuestra cucaracha aprovechó la ocasión y salió corriendo del lugar,
no sin antes dar un gran mordisco al tocino y al pan, pues tenía mucha hambre.
Sólo
se detuvo al reconocer que se hallaba en el bosque. Era éste un lugar terrible
y al mismo tiempo fascinante. El recuerdo de la reciente escena religiosa lo
llevó a reflexionar. Había sido educado en una tradición eucarística con gran
respeto y temor por los poderes ocultos y su debida sumisión; había comprendido
siempre la importancia que tenía para sus mayores y para la sociedad de
cucarachas el compartir una creencia común y, por qué no, también había creído
que la fe había logrado más de un milagro en él y en tantas hermanas cucarachas…
Sí, Señor, había creído de verdad en el Gran Santísimo Cucaracho, el Señor de
todas las Ciencias, antiguas, actuales y venideras. Sin embargo, ahora que
había visto la realidad de otras maneras y, quizás, aunque hubiese sólo estado
delirando en estas nuevas experiencias, ya no podía diferenciar si aquella ciencia religiosa también no era más que un delirio, y tal vez hasta
el más delirante… Ellos creían cosas absurdas que no podían conocer; él creía
en cosas que conocía, pero que también eran absurdas.
Veía
formas difusas, destellos de tantos y tantos colores nunca vistos antes... Los
sonidos, confusión maravillosa, tan variada y unísona que sus pobres oídos de
insecto jamás iban a poder reunir y organizar. En su inabarcabilidad, le resultaba
sobrecogedor... Tantos minúsculos seres, tantos más pequeños que él y tantos
más grandes; tantos seres que jamás había visto, ni siquiera imaginado.
Entonces
se le ocurrió una pregunta insólita que ahora parecía cobrar verdadero sentido:
“¿Y si pudiera volar?”… Volar como lo habían hecho alguna vez sus antepasados,
libre de amarras corporales y de temores rastreros. Agitar las alas atrofiadas
y creer en su virtud. Liberarse de su condición de cucaracha, incluso
transformarse en algo tan bello como aquellas larvas amorfas que llegaban a figurarse
girasoles de colores con alas de seda…
Dio
un brinco con todas sus fuerzas, sin miedo de salir volando. Sin embargo, lejos
de volar, sólo consiguió perder el equilibrio y rodar, y seguir rodando por una
pendiente mayor, cada vez más inclinada y lisa, hasta que las cosas comenzaron
a pasar tan rápido a su lado que ya no podía distinguir nada, salvo allá, al
fondo de su caída, un gran pozo negro de agua que crecía y crecía a medida que
se acercaba. De pronto, ya no había nada bajo él, ni a los lados, ni arriba…
¡Estaba volando!
Capítulo II
Y
así como unos despertamos súbitamente en un lecho muelle y cálido que nos
cobija tanto que no lo queremos abandonar, pero otros en un charco de lodo y
frío que nos arroja como un escupo fuera del sueño y lejos de todo, esta vez a Calias
le tocó en suerte despertar dentro de una cúpula de luz que lo rodeaba por
todos los lados, mientras él, en medio, se sentía flotar sin gravedad ni
esfuerzo.
La
visión que lo rodeaba, y la sensación de perfección y absoluto que aquel lugar
y condición le producían, parecía suspender también su mente y su espíritu. No
podía haber nada en él sino contemplación; el espacio era tal que ya no existía
como espacio, y el tiempo no podía transcurrir. Había logrado allí una
conjunción perfecta entre todos sus sentidos, pues más que colores y luces,
aquello era un todo de sublimes sensaciones que aunaban los sentidos en un único
sentimiento de absoluta y sublime integración. Allí estuvo durante un tiempo indeterminado,
extático, con ese sentimiento de plenitud total al que todos los seres humanos
desde siempre han aspirado, como recuerdo, propósito y destino...
Y
así hubiese permanecido sin duda eternamente si algo no hubiese acontecido
desde fuera de él, y, en consecuencia, adentro de él. Desde el espesor mismo de
la masa ígnea de luz comenzaron a surgir espacios o volúmenes o esferas
sobrepuestas a la dimensión de luz central. Pequeñas aberturas dentro de ese
ser total que se mostraban vivas, palpitantes de infinitud y tan sorprendentes
y abismantes como el todo. Le pareció que comenzaba a girar ese universo de
universos. En una inconcebible armonía se trenzaba en un dinamismo perfecto y
absorbente, de manera que sin darse cuenta cómo avanzó, o cómo se trasladó, o cómo
se transformó en un conducto o túnel de luz caleidoscópico que giraba siseando en
torno a su propio eje, en unidad cada vez más compacta, al punto que…
finalmente ya no había más que un lugar definido y material, donde ahora había
desembocado.
Observó
el lugar y se percató de que él estaba flotando a unos cientos de metros por
encima de esto, y que aquél era un
desierto, un hermoso desierto rojizo y silente, sobre el cual giraban varios
soles de distintos tamaños y colores, y a distintas velocidades. Se entristeció
de ver tanta belleza y tanta soledad. “Si los hombres contemplaran esta
maravilla de mundo, dejarían de inmediato de hacer lo que hacen y destinarían
su tiempo de vida a gozar la sobrecogedora perfección.”… “¿Por qué tantos
mundos en el universo se encuentran tan vacíos y tan sublimemente bellos y
perfectos?”
Como
una respuesta a su acongojada inquietud su vista descendió más profundamente
hacia la tierra y él mismo bajó hasta que ya no había distancia entre sus ojos
y el suelo de rojo mineral. Allí, en un pliegue del terreno seco y cálido,
descubrió una manada de pequeños seres a los que observó con la mayor atención
y encanto. Le pareció que jugaban, unos y otros se agrupaban y corrían de un
lado para otro; a veces danzaban tomados de la mano, o se perseguían y
seguramente cantaban, o algo semejante, aunque por más esfuerzo que hacía no
lograba escucharlos, pues abrían unos pequeños orificios en sus rostros, e
inflando sus caritas blandas y rosas parecían arrojar bocanadas de aire,
mientras mecían cadenciosamente sus cabecitas. Así pasó el tiempo, tanto tiempo
sin que dejaran de realizar su acción ni que pretendieran ninguna otra cosa,
que Calias acabó aburriéndose y pensando que la vida podía ser un extraño
sinsentido para quien la observase desde fuera, pues era evidente que para
aquellos pequeños seres repetir sus juegos y sus actos era una motivación y
felicidad continuas.
Calias
se dio cuenta de que estaba solo, muy solo. Se dio cuenta de que su soledad
había germinado y crecido como una enredadera helada y leve alrededor de su
alma y de su vida… ¿No nace así cada ser de la tierra, solo y libre? Empujado
por su condición de ser a la separación de algo, siempre enfrentado a sí mismo,
como desafío a la existencia, como un impulso permanente a ser algo más, a ser
algo más que nada. Pero rápidamente el movimiento contrario de la existencia se
manifiesta en la gota que cae sola por un momento y al reconocerse enfrentada
al mar rebota un segundo sobre la superficie calma, para en seguida ser tragada
por un largo sueño en el seno indistinto del mar. Hasta que un día un nuevo
impulso desintegrador del mar lo disuelva en infinitas individualidades acuosas…
Así le parecía estar viajando por su propia soledad a Calias. Había llegado muy
lejos quizás, y ahora deseaba morir entre los brazos de una mujer, o en la
sonrisa de un amigo y de un hermano, o en la simpatía de los que te acompañan
simplemente durante una breve jornada. “¿Quién era, entonces, ese yo, ese tú,
ese él…?” De pronto recordó sus avatares últimos, su Calias, su Alfonso, su
cucaracha y su nadie… ¿Cuál de todos
ellos era el que soñaba a los demás? ¿Acaso se podía llegar a soñar en la mente
de otro y con otro? Sin embargo, había llegado a conocer que ninguna verdad era
absoluta y que ningún imposible tampoco. “¿Dónde estaba?, ¿quién soñaba a
quién? ¿O todo esto era definitivamente… otra
cosa?”
Estaba
claro que él era una mente, una simple conciencia que experimentaba la realidad
y a sí misma como desde un sí mismo. Era un atrevimiento patético tratar de
posesionarse de la realidad y de sí mismo a partir de esta minúscula mónada
dentro de la que se encontraba; a partir de este fulgor repentino y fugaz que a
veces era uno, a veces otro, a veces nada. Cualquier cosa que pudiera afirmar o
negar, al instante siguiente podía dejar de ser. ¿Estaba condenado entonces a
ser nada más que un fuego fatuo, un destello instantáneo de conciencia inútil
que se esforzaba por vivir, por alcanzar metas, por conocer y encontrar a
otros, pero sin lograr nada de verdad? ¿Era sólo eso, un sueño de otro nunca sí mismo? Y si era
realmente así, ¿no podía ganar consistencia a partir de esta evidencia? ¿Acaso
el saberse tan incierto no era esa la única certeza y que eso contenía en sí
mismo un poder, algún interno poder
quizás transformador de esa misma certeza hacia una consistencia mayor? Su
mente palpitaba y palpitaba como una bomba descargando un líquido misterioso,
rojizo, que evidentemente no sólo venía de él. Él pensaba, él sentía, pero
había un algo más, algo así como un entorno dentro del cual flotaba como una
célula dentro de un flujo sanguíneo. Este flujo de alguna extraña manera lo
pensaba y lo sentía a él, mientras él pensaba este flujo. Comprendió que lo
primero que debía hacer era pensar y sentir de manera diferente, ni como uno ni
como otro en particular, sino para empezar, como todos… Tendría primero que comenzar a ser menos él, al menos un él bien definido, exclusivo, un él con
identidad permanente y segura… ¿Podría lograrlo?
Como
respuesta sintió que era halado por los cabellos de su nuca con tanta fuerza
que salió despedido hacia atrás, y una oscura visión cerró sus sentidos y su
conciencia. Entonces apareció en una nueva región, en una tierra cálida y seca
abundantemente alimentada por canales de regadío, que causaban un bello
contraste entre los ocres del terreno arenoso y pétreo, y la exuberancia de una
vegetación tropical desarrollada entre idílicos meandros de agua azul.
No
era Calias, ni Alfonso, ni algún otro animal conocido, sino un hombre de piel
morena, alto y atlético, Ibdiur, hijo de Ruhr, cuyo trabajo consistía en
dirigir y vigilar a una cuadrilla de cien trabajadores en la construcción de
edificios y monumentos junto a uno de los diez deltas del Nilo. Nada sabía hasta
entonces de otra cosa que trabajar de sol a sol, de emborracharse de vez en
cuando en la taberna entonando cantos y bailes, visitar a sus padres ancianos a
quienes mantenía con parte de su sueldo, y enamorar a una que otra joven, pero
sin ofrecer compromiso... Cuando sus padres muriesen tenía planeado partir en
un largo viaje con los ahorros que juntaba mensualmente. Ibdiur soñaba, aun en
medio de esta vida monótona y agobiante que lo mantenía exhausto, soñaba en un
mundo más feliz, en un golpe de timón a la vida y convertirse en un hombre
mejor, quizás hasta en un hombre de bien, pero con mucho dinero.
Esa
tarde, ya cuando el sol ha traspuesto la ceja azul del horizonte y el mundo
comienza a disolverse en grandes manchones de sombra y silencio, Ibdiur
caminaba hacia su casa después de haber bebido un litro de cerveza, alegre y
jugando con una moneda de plata que arrojaba hacia arriba haciéndola girar por
el aire. Al dar la vuelta en una esquina, y dada su despreocupación por la
marcha, tropezó con una anciana que cubría su rostro con una tela negra. La
mujer perdió el equilibrio y cayó a tierra, lanzando un grito apagado. La
moneda rodó por el suelo. Ibdiur miró a una y a otra, pero se acercó a la
anciana y la ayudó a levantarse.
--Perdón,
no te vi, mujer. ¿Estás bien?
--Sí,
joven, ¿y tú?
Ibdiur
lanzó una carcajada.
--¿Yo?...
¿Parezco mal?
--Si
estuvieses bien, al menos sabrías quién eres.
Ibdiur
se puso serio de golpe.
--¿Yo
no sé quién soy?... Apenas me tomé unos jarros de cerveza. Tengo la cabeza bien
puesta sobre mis hombros. ¿Qué te pasa, mujer?
--Antes
de ser Ibdiur, ¿quién eras?
--¿Por
qué sabes mi nombre?
--Ese
no es tu nombre. No sabes quién eres, quién eras, ni quién serás.
--¡Ah!,
eres una vieja bruja, de esas que viven para atemorizar a las pobres gentes
crédulas.
--Di
lo que quieras. Yo he cumplido hoy contigo. Si quieres saber más, deberás ir al
Monte de los Artesanos mañana a esta misma hora. Dame esa moneda.
Ibdiur
se dio vuelta para recoger la moneda que brillaba sobre la tierra negra un
metro más allá. La tomó y se la extendió a la mujer, pero no había ni señas de
ella. En menos de dos segundos había desaparecido. Miró a su alrededor
sorprendido, pero no había nadie, sólo algunas risas de transeúntes por allí
cerca. Podría haber levantado los hombros y haber continuado su camino como si
nada. Podría haberlo dejado pasar como una simple anécdota sin consecuencias,
hasta como una jugarreta de su mente cansada, pero no quedó tranquilo. Había
algo, algo inusual y atractivo en ese llamado incoherente de la anciana, y al
mismo tiempo del destino. Una corazonada, un pinchazo entre las cejas que ya no
se va, por más tierra que quieras echarle; así le quedó a Ibdiur la vida
aquella noche y al día siguiente.
“¿Quién
soy?”… Con esa pregunta simple y trivial, pero repetida una y otra vez hasta
que ya ninguna letra de esa pregunta resulta familiar y evidente, hasta que lo
obvio se confunde y ya no te dice nada, y entonces acabas descubriendo que tu
nombre y tu persona no es más que una piedra—hasta entonces no vista-- que bloquea
la entrada de una cueva que desciende hacia el fondo de tu tierra interior. Con
esa sola pregunta, Ibdiur inició una agitada transformación. No como esas
transformaciones que las circunstancias desafiantes y difíciles de tu entorno
vital te fuerzan a realizar en ti mismo para adaptarte hábilmente a nuevas
tareas, para solucionar problemas precisos y lograr un manejo mejor de las
dificultades que te erige el mundo, sino una transformación que viene de
adentro, sutil y hasta invisible, como la primera luz del amanecer, asombrosa e
invasiva, desconcertante y superior, sabia de sí misma, amorosa y tormentosa,
hacia tu yo. Podrás entonces seguir llamándote Ibdiur, o como sea que te llames;
podrás seguir conservando tus recuerdos, y tus gestos, y tus hábitos, e incluso
tus defectos; pero tu alma se irá acelerando como un universo en expansión,
poco a poco, hasta que al fin nada conocido quede en su lugar, ni reconocible.
Entonces verás surgir ante ti algo tan nuevo y prodigioso que no podrás
explicarte, ni con mucho ni con poco, de dónde ha venido esto, ni qué sea, pero
que ahora es… y tuyo.
Después
de un día trivial, pero cargado de premoniciones, Ibdiur se fue a caminar a la
orilla del río Karman, uno de los afluentes del Nilo, presa de una creciente
inquietud, aunque también atento y expectante a un algo que sin querer se había
despertado en su interior y que lo hacía mirar y oír a su alrededor con una
sensibilidad inusitada. Le pareció que los colores eran más vivos y bellos; que
la vegetación gozaba de existir al sol y al aire entonando un silencioso
cántico de felicidad; que el río fluía con una mansedumbre propia del que lo
sabe todo, y que los pájaros y los insectos se movían de un lado para el otro
siguiendo el mismo compás de la profunda sinfonía de la existencia que todo
repentinamente parecía experimentar. Cuando el sol se vino hacia las fronteras
de la tarde y sin pedir permiso a nadie traspuso el portal del horizonte, la
nieve azul y oscura de su ausencia cayó liviana sobre la ciudad fatigada.
Ibdiur se encaminó a paso lento, hasta con cierta indiferencia, hacia el Monte
de los Artesanos.
A
esa hora las calles y caminos comenzaban a reducir progresivamente sus
viandantes; aun así Ibdiur estuvo siempre atento a evitar el encuentro con
cualquier conocido, alejándose de todo el que viniera por su ruta. El Monte de
los Artesanos era una imponente colina rocosa que presentaba dos flancos y
rostros diferentes. Por uno, haciéndole honor a su nombre, se encontraba una
población de trabajadores y artesanos que apiñaban sus modestas cabañas en esta
zona poco apreciada por la incomodidad del terreno y la pobreza de su tierra.
Por el otro, una vía de piedra conducía hacia una meseta escalonada en la que
se hallaban algunos lugares de culto público y privado, además de un cementerio
de poco valor, en el que se enterraban más que nada a extranjeros y pobladores
de escasos recursos. Siguiendo un impulso natural, Ibdiur tomó este camino y ya
de noche alcanzó la cima resguardada por un par de centinelas, con quienes no
tuvo dificultad, pues les era conocido y confiable. Aunque nunca había sido un
hombre religioso, el encuentro con este recinto sagrado le causó una fuerte
impresión. Sintió allí una presencia misteriosa y superior que parecía
contenerlo todo y recibirlo a él. Caminó entre los templetes y las estelas escuchando
el canto persistente de los grillos y la sonora voz de un cuclillo, que volaba
de aquí para allá entre las sombras. El cielo resplandecía de estrellas.
Mientras, se preguntaba qué habría de ocurrir allí que lo enfrentara a sí
mismo, o si aquella admonición de la mujer simplemente no sería nada. Le
pareció columbrar una luz dentro de un pequeño mausoleo de dos pisos, que
proyectaba un rayo mortecino por una de sus ventanas. Se acercó con curiosidad
y encontró entornada la puerta. Entró con cautela, sintiendo que cometía una
acción ilícita, pero adentro no había nadie, y sólo desde los muros lo
observaban con expresión severa unas extrañas criaturas de piedra que ocupaban
el hueco de hornacinas en la pared. El vano de una puerta inexistente dejaba
fluir desde el fondo del recinto un resplandor amarillento y suave. Al
acercarse distinguió una cortina de gasa que cubría el marco de la entrada. Con
el mismo sigilo la descorrió y pudo ver con estupor que un pasillo excavado en
la piedra del cerro bajaba iluminado débilmente por alguna luz que no se dejaba
ver. Volvió la vista atrás, como para constatar que nadie lo siguiese, o tal
vez para medir el espacio que tendría que recorrer en caso de una repentina
huida, pero no dudó en seguir adelante, pues aquella situación lo llamaba
irresistiblemente. El pasillo era bajo y estrecho, de manera que tuvo que
inclinarse para caminar. Avanzó una decena de metros hasta llegar a un
vestíbulo circular, desde donde volvían a abrirse otros portales que conducían
a nuevos misteriosos pasajes; sin embargo, sólo uno de ellos proyectaba la
misma luz que parecía querer conducirlo. Un olor desconocido y agrio le
revolvió el estómago y lo puso alerta, al mismo tiempo que comenzó a escuchar
un zumbido ronco que parecía provenir desde el fondo del túnel. Volvió a mirar
hacia atrás con desconfianza, pero para su desconcierto sólo se distinguían
tinieblas, una nada negra y nada más. Miró hacia adelante y se enfrentó a una
disyuntiva: el túnel se dividía entre un pasaje que comenzaba a bajar en brusca
pendiente, y otro que comenzaba a ascender, con la misma precaria luz, de la
cual el otro carecía por completo. Siguió la luz una vez más y, después de
caminar unos cincuenta pasos, pudo ver que el pasadizo terminaba abruptamente;
que una abertura irregular, como un ventanuco en el fondo del mismo, a unos
tres metros de altura, iluminaba hacia él desde la claridad del otro lado. Al
acercarse reconoció que una escalera de piedra permitía subir hasta mirar por
el agujero de unos treinta centímetros de diámetro. Acercó su cabeza al vano y
miró. Del otro lado, y en el preciso instante en que Ibdiur miró, se dejó oír
un terrible grito, al tiempo que en el centro de un foro circular una figura
alta y cubierta de pies a cabeza con un manto de llamativos colores y formas,
levantaba y dejaba caer, desde la mayor altura que podía alcanzar su brazo, un
cuchillo ancho y resplandeciente sobre el pecho de una mujer desnuda que yacía
amarrada de manos y pies a una plataforma de altar.
El
metal avanzó en la carne sin resistencia hasta el mango de la hoja; con una
fuerte convulsión hizo saltar el cuerpo de la mujer desbordante de sangre,
mientras el grito aún se oía retumbar entre las paredes y pasajes de aquel
lugar. Al unísono se levantó un coro de voces que comenzó a cantar una melodía
lúgubre y salvaje en un idioma desconocido para Ibdiur. En seguida, el verdugo
movió con precisión y fuerza el cuchillo hacia arriba del diafragma; por la
abertura de la carne metió su mano izquierda y de un tirón arrancó el corazón
de la víctima. El coro de voces lanzó un grito de júbilo, en tanto el asesino,
levantando el corazón sanguinolento y
palpitante se volvió bruscamente hacia Ibdiur y con una terrible sonrisa le
ofreció el sacrificio. Si aquello en sí mismo era espantoso e insoportable, aún
más horroroso fue para él encontrarse con los ojos del asesino y reconocer que
la cara de aquél era su propia y misma cara… Ibdiur se desvaneció en ese
preciso instante.
Despertó
a la mañana siguiente desnudo sobre su cama. Dio un salto y se incorporó
asustado. Recordaba cada detalle de la velada anterior. Se llevó las manos al
pecho y palpó su piel intacta. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Las imágenes
de sus recuerdos se superponían unas con otras, pero al final sus ojos clavados
en sus propios ojos lo atormentaban más que nada. ¿Qué había sido todo aquello?...
Se levantó nervioso de la cama, y como aquel era un día no laborable, se vistió
y salió hacia la calle sin propósito, acuciado por dolorosas emociones.
El
alma pareciera esperar dormida que cierta descarga o experiencia mortal libere
potenciales sorprendentes que de otra manera jamás se activarían. El alma no
conoce sus propios contenidos profundos ni su verdadera identidad, hasta que el
destino no lo quiera de otro modo. Desgarradora experiencia una vez que llega,
pero ante todo un privilegio invaluable. Ibdiur caminaba por las calles como un
ebrio, torturado por su propia mente que había activado repentina y brutalmente
un mecanismo complejo y profundo. “¿Quién soy?”… “¿Soy eso?”, se repetía sin cesar, por momentos en su mente, por momentos
a viva voz. Sin percatarse se encaminó hacia las afueras de la ciudad por un
camino que no conocía, cubierto de sombra con exuberantes encinas, cipreses y palmeras,
el que acabó acercándolo al sinuoso Karman. Buscó la sombra de unos helechos gigantes
que crecían a la orilla del río y se tendió sobre una roca plana. Dejó caer una
mano dentro del agua fresca y trasparente. Algo en su interior se distendió con
el sosiego del lugar y cerró sus ojos. Escuchó a la distancia voces femeninas,
cantos y risas, por lo que asumió que comenzaba a dormirse. Las voces, sin
embargo, fueron acercándose hasta que al fin aparecieron a la distancia de un
tiro de piedra; seis mujeres jóvenes que jugaban y conversaban felices y
desenfadadas. Unas se recostaron sobre la hierba, otras se acercaron al río y,
levantando sus vestidos sobre las rodillas, caminaban o conversaban mojando sus
piernas, sus brazos y su rostro. Ibdiur podía verlas entre las hojas tupidas,
pero evidentemente ellas no a él. Una de ellas, alta, delicada, de cabellos
rubios recogidos en una malla de oro y ojos verdes, comenzó a quitarse la
falda, la blusa y el corpiño, en tanto sus amigas reían y bromeaban
avergonzadas por la osadía de su rubia amiga. La luz del sol pareció
concentrarse en ese cuerpo de promontorios y cavidades sensuales y piel dorada;
dejó caer su rubia cabellera libre de su áurea prisión y sólo cubierto su pubis
por un diminuto triángulo de batista avanzó feliz y levantando los brazos hacia
el interior del río. Ibdiur sintió que su corazón daba un vuelco; un deseo
incontenible de amar a esa joven casi lo empujó fuera de su escondite. Se
contuvo y aguardó a que volviera a salir. Entonces se escucharon truenos en el
cielo y una masa de nubes tempestuosas comenzó a cubrir con islas de sombra
rápidamente el sol. La joven salió dichosa corriendo del río, mientras el
diosecillo del amor clavaba hondamente su flecha envenenada a través de los
ojos y hasta el corazón palpitante de Ibdiur. La lluvia comenzó a caer como una
catarata del cielo. Ibdiur volvió a cerrar los ojos y dejó que el agua del cielo
refrescase su ardor.
Después
de unos minutos miró, pero ya no estaban. Sólo quedaba la imagen en su retina
de esa mujer perfecta y desnuda iluminada por el sol.
Los
siguientes días no ocurrió nada en particular, salvo que Ibdiur se angustiaba
más y más precisamente porque no ocurría nada que le diera luces ni de su
experiencia en el Monte de los Artesanos, ni de la joven del río, a quien
tampoco podía quitar de su atención y deseo. Trabajaba como siempre, sin
descanso, y repetía el mismo camino después de beber para tratar de encontrarse
nuevamente con la anciana, pero nada… Se aferró con firmeza a la creencia de
que si aquello era verdadero, algo habría inexorablemente de pasar. Tenía que
resolver eventualmente un crimen y confrontar un amor; pero ni lo uno ni lo
otro estaban por ahora a su alcance.
Al
décimo día, mientras bebía en la taberna y gozaba de la fácil pasión que le
concedía el cuerpo de una joven enamorada suya, cantante y bailarina del lugar,
ahora sentada sobre su regazo; mientras acariciaba sus piernas y besaba sus
pechos, entró con prisa, acompañada de un varón, la joven rubia del río. Se
acercó hacia ellos y tomando de la muñeca a su hermana la arrastró fuera de la
taberna. Ibdiur quedó con la boca abierta, sorprendido por la visión de su
amada, y por la inusitada ocasión. Pronto lo averiguó todo sobre ella. Se
llamaba Amarilis y era la mayor de ocho hermanos, cuyo padre ahora se
encontraba enfermo con un cáncer terminal. Vivían del comercio de textiles que
dirigía el padre, pero que a su muerte quedaría a la deriva, pues los hijos
varones o no tenían la edad suficiente, o ejercían en otras regiones otra
profesión. Amarilis se había empecinado hacía años en cuidar monacalmente a su
padre y rechazaba por lo menos una vez al mes alguna repetida solicitud de
matrimonio que sus pretendientes infaltables le ofrecían.
Al
día siguiente Ibdiur se encaminó hacia la casa de Bárbara y Amarilis, las
hermanas. Manifestó primero su intención de conocer el estado de salud de
Jacinto, padre de la familia, al tiempo que Bárbara hacía ver su incomodidad
por la visita extemporánea de Ibdiur, abandonándolo rápidamente en el salón de
estar, mientras Amarilis se hacía cargo de la incómoda visita. Ibdiur la miraba
con una sonrisa estúpida y exponía su buena disposición a ayudar en lo que
estuviese a su alcance a la familia, incluyendo por supuesto la asistencia de
la forma que fuere al negocio de la misma. Amarilis veía en él sólo al amante superfluo
de su casquivana hermana, de manera que al principio lo escuchó cortésmente,
pero nada más. Ibdiur salió de la casa con la certeza de que el amor por
Amarilis ahora era cierto y absoluto. Amarilis agradeció a Ibdiur su
ofrecimiento y, con buen criterio, aceptó su palabra en caso de que fuese
necesario. Ibdiur la besó en la mano al partir, y su piel se le pegó como agua
hirviendo a la suya de su boca. Amarilis no pudo dejar de reconocerse a sí
misma que Ibdiur parecía un buen y atractivo hombre. Ibdiur deseó hacer suya a
Amarilis más que a nada. Amarilis deseó que Ibdiur llegase a ser un buen esposo
para su hermana Bárbara.
Los
días siguientes Ibdiur visitó, sin faltar ninguno, a Bárbara y su familia. Bárbara
entendió prestamente que ella no era el motivo de la visita y que Ibdiur
buscaba insistentemente con la mirada, el gesto y la palabra a Amarilis. Por
ello, cuando vio que un día Ibdiur se acercaba al oído de Amarilis y le
susurraba algo con una cómplice sonrisa, Bárbara se acercó a él y le dejó caer
una fuerte bofetada en la cara.
--¿Qué
pasa?—preguntó Ibdiur alelado.
--¡Fuera
de aquí!... ¡No quiero verte más!—gritó Bárbara fuera de sí y, corriendo hasta
la puerta, la abrió y le señaló la salida con un gesto imperioso.
Amarilis
le hizo una seña a Ibdiur para que complaciese a su hermana. Ibdiur levantó los
hombros y con una sonrisa sardónica salió humillado de la casa. Hasta ese día
la presencia y atractivo que le imponía el deseo de Amarilis había mantenido el
otro grave problema sin que atrajese su interés y en relativa calma. De vez en
cuando recordaba la espantosa escena del sacrificio humano, pero le resultaba
tan ajena e incomprensible que de inmediato la rechazaba de su atención. Sin
embargo, cuando caminaba de regreso ofuscado y apesadumbrado hacia la casa de
sus padres, se encontró por el camino con una tropa de gente que corría por la
calle hacia el río. Se detuvo y preguntó el motivo de la consternación. La
respuesta fue que habían encontrado el cadáver de una mujer en el río. Entonces
Ibdiur palideció y se dirigió corriendo con la gente hacia la rivera.
En
el lugar ya había reunida una gran cantidad de personas, pero el capitán de
policía tenía el lugar acordonado y mantenía alejados a los curiosos, que
pugnaban por ver el macabro espectáculo. Ibdiur no necesitó acercarse más, pues
la gente comentaba a viva voz que se trataba de una mujer desconocida que había
sido horrorosamente torturada, habiéndosele arrancado, viva, el corazón, la
lengua, las manos y los pies, que no se hallaban por ninguna parte. Ibdiur se
dio media vuelta y regresó, con las piernas temblorosas, por donde mismo había
venido. Al llegar a su casa, cuando la noche ya oscurecía el mundo activo de
las calles, encontró una hoja pegada a su puerta que decía: “Ven de inmediato”;
firmaba “Amarilis”. Esta vez no corrió, sino antes bien voló hacia la casa de
su amada con el corazón vuelto por el revés. Al llegar golpeó la puerta; de
inmediato la misma Amarilis le abrió y, reconociéndolo, se lanzó a sus brazos
con un fuerte sollozo.
--¡Mi
padre se muere!—gimió.
Ibdiur
entró con Amarilis a la habitación de su padre y se quedó acompañando a la
joven desde una cierta distancia; presurosa fue hasta el lecho y tomando su
mano escuálida vio como la respiración entrecortada se apagaba rápidamente,
hasta que al fin dejó de respirar por completo. Amarilis se arrojó sobre el
cuerpo de su padre llorando, lo mismo
que algunos de sus hermanos pequeños. Bárbara, sin embargo, no estaba presente,
ni tampoco en la casa. Ibdiur se acercó a Amarilis por detrás y comenzó a
acariciarle la cabeza y el cabello.
Más
tarde, cuando los familiares más cercanos y mayores se hicieron cargo del
difunto y de los preparativos para el funeral, Amarilis salió al patio con Ibdiur
y volvió a cobijarse en su abrazo. Después de un largo rato en que sólo la luna
menguante iluminaba débilmente la fuente junto a la cual se encontraban los
dos, Amarilis se lo quedó mirando a los ojos, muy cerca de Ibdiur, y finalmente
acercó sus labios hasta los labios de él en un beso profundo y sentido.
Entonces ella se separó de su cuerpo, pues Ibdiur comenzaba a presionar el suyo
con creciente pasión y, poniendo su índice como un sello sobre los labios de
Ibdiur, le susurró:
--¡Estoy
preocupada por Bárbara!... No la he visto desde hace horas. No sabe que nuestro
padre ha muerto.
Ibdiur
sólo quería coger el cuerpo de Amarilis y esconderse en algún lugar cercano
para hacerle el amor, pero se contuvo al percibir la congoja de su amada.
--¿Quieres
que vaya a buscarla?
--¡Sí!...
Por favor.
Ibdiur
salió de la casa apesadumbrado y al mismo tiempo dichoso. Estaba dispuesto a
recorrer el mundo entero para consolar a su amada y congraciarse a la vez con
ella. Bárbara por sí misma no le importaba nada. Aquella noche recorrió todos
sus lugares conocidos, preguntó a todo el mundo por ella, vagó sin rumbo, pero
al único lugar adonde no quiso ir fue al Monte de los Artesanos. Nadie sabía
nada de ella, y si alguien le dio una pista, siempre resultó errada.
Ya
cerca de la madrugada decidió volver a casa y continuar su búsqueda al día
siguiente. Para ello planeó asignarle a su ayudante la dirección de la
cuadrilla durante el tiempo que fuese necesario, pues su intención también era
ayudar a Amarilis y su familia en los próximos pasos; si bien su más íntima
motivación era simplemente estar cerca de su amada. Una vez en casa se acostó
exhausto y al mismo tiempo inquieto, dispuesto a dormir no más de tres horas.
Había recién depositado la cabeza sobre la almohada, cuando fuertes golpes en
su puerta lo sobresaltaron.
--¡Abra
la puerta, somos la policía!
Una
punzante sensación de culpabilidad y delito atenazó su garganta.
--¿Qué
pasa?—gritó mientras se vestía a la carrera.
--¡Abra,
abra de inmediato!
Ibdiur
abrió la puerta y se abalanzaron dos corpulentos hombres sobre él, lo empujaron
al suelo y en seguida lo maniataron.
--¿Usted
es Ibdiur, hijo de Ruhr?—preguntó un tercero, que portaba las insignias
oficiales.
--¡Sí,
yo soy!
--¡Queda
usted detenido por el cargo de asesinato!... ¡Y ahora a callar; vamos, que ya
tendrá ocasión de declarar!
Capítulo III
De
regreso a la cárcel. ¿Soñando despierto?… Porque Ibdiur hurgaba en su memoria y
no podía hallar ninguna traza más de su crimen que su difuso recuerdo de la
escena en el Monte de los Artesanos. Esa sola sospecha de sí mismo le era
suficiente para dejarse juzgar y condenar a muerte, sin recriminar a nadie… Tal
vez recordaba gritos, maltratos, oscuridad sanguinolenta, nudos corredizos, crujidos
de huesos, y lágrimas tibias escurriendo por su piel moribunda, pero no las
suyas, sino las de una mujer hermosa que avanzaba una y otra vez hacia él,
nimbada con la luz del amor y del perdón, pero que jamás llegaba hasta él, sólo
sus lágrimas…
Tal
vez hubo un juicio conforme a derecho; no fue conciente de ello, o nunca lo
recordó... Sí podía sentir el peso de los muros de piedra y el techo muy bajo
sobre su cabeza, como la terrible carga de un navío que al zozobrar comienza a
descender lentamente hacia las insondables profundidades del océano. Y sin
embargo tenía que dormir, aunque sus captores hicieran lo posible para que no
se quedase dormido, dañándolo y acosándolo de innumerables maneras, a la
séptima noche, con los párpados abiertos, se durmió.
Despertó
caminando sobre una arena minúscula y blanca, con la mirada perdida en ese
horizonte embriagador del mar que no tiene fin. Quería llorar, pero no había
lágrimas en las cuencas de sus ojos. ¿Y para qué llorar, si estaba vivo
contemplando los secretos del mar?... Como un acto reflejo se palpó el cuerpo,
y aunque reconoció en él la sensibilidad de la piel y la fragilidad de la
carne, no quedó en paz ni convencido. Se preguntó su nombre, prefirió callar.
¿Recuerdos?... Otra vez el miedo. ¿El miedo de quién? Se sabía soñando, pero eso
ya no era relevante.
Cien
metros más adelante divisó a una niña arrodillada que jugaba a la orilla del
mar. Mientras caminaba hacia ella pensó en los sentimientos humanos, en ese
espectro multiforme, maravilloso y terrible por el que vivimos con sentido,
pero nunca satisfechos, sino ansiosos de más, como el avaro mezquino que sólo
existe para acrecentar su avaricia; el hombre común, huyendo del dolor, su felicidad.
Se
aproximó a ella. Era hermosa como elegida de un álbum de sueños; ensortijados
cabellos rubios, que parecían flotar a su alrededor animados por el viento, vestida
con un vestidito de batista y gasa blancas, tocada con un sombrerito del mismo
color, rodeado con una ancha cinta roja. Jugaba a construir figuras de arena, y
aunque las modelaba con sus deditos y manos, ni un solo grano se adhería a su
piel reluciente. Estaba sola, muy concentrada.
--¡Hola!—él
la saludó.
--Tantos
hombres nacen ya condenados –murmuró como para sí, sin inmutarse.
Conmovido,
cayó de rodillas a su lado. Juntó sus manos y dijo:
--¡Perdóname!...
¡Jamás debí abandonarte!
La
niña comenzó a reír nerviosa y quedamente. Luego su risa se levantó paulatinamente,
como una ola desgarrada desde el horizonte comienza a crecer. Creció, creció…
hasta volverse ensordecedora, como sólo podría explotar una ola en el alma. Él
se tapó los oídos con sus manos, pero la risa lo llenaba a él mismo. La niña
comenzó a convulsionar. Se volvió hacia él y vio su rostro; el rostro de una
mujer vieja, sexagenaria y horrible, cada vez más horrible, que se reía…
acercándose a él.
Una
fuerte ventolera levantó una nube de arena, espuma y sal. Cerró sus ojos. Algo
lo tomó de un brazo; algo lo tomó también del otro. Lo alzaron en vilo. Abrió
sus ojos y vio que dos ángeles resplandecientes como auroras boreales agitaban en
círculo sus alas; con un gesto terrible alejaban la visión entre descargas de
rayos y estampidos como de trompetas y timbales. Moviendo suavemente sus alas
de fuego y granizo avanzaron por encima de la superficie del mar, llevándolo
cada uno de un brazo, a una velocidad vertiginosa. Ya en alta mar, sin aviso
previo, lo dejaron caer.
Se
hundió sin resistencia. Era tan natural sumergirse, como los peces, como las
aves, como el sol... Era tan bella la profundidad, por eso existían el mar y la
noche. Y mientras se hundía hacia la oscuridad del abismo, no dejaba todavía de
observar hacia arriba el cielo del mar, y los soles del mar, y la brisa perfumada
de las corrientes marinas portadoras de gérmenes invisibles, de minúsculas
algas transparentes e ingrávidas, que brillaban un instante por aquí y por allá
como pepitas de oro.
Después
de horas alcanzó al fin las tinieblas. Pero no aquellas tinieblas absolutas del hombre, cuando se niega a
mirar, sino la más profunda tiniebla de sutiles velos tejidos con negros hilos
de seda antes del alba. Y al estirar sus manos las rasgó, porque desde sus
dedos y uñas aún palpitantes brotaba la luz de la vida.
--¡El
Rey de los Corsarios la espera a cenar!—escuchó que una voz diminuta se dirigía
a él.
Había
allí, cerca de su cabeza, un caballito de mar plateado, y luego otro y otro,
hasta que llegó a contar doce, girando en coro, con un marino vaivén, alrededor
de él… ¿él? La luna brillaba llena a
las doce en punto. Deslizó las palmas de sus manos por su cuerpo; reconoció
sinuosas curvas en su cintura, dos senos crecidos, y entre sus piernas, la inescrutable
matriz humana. (Sólo su cabello no era más largo que antes.)
En
el fondo del mar todo estaba en su lugar. Todo estaba en silencio, pero todo
cantaba también su propia música, titilando de blanco bajo la música de la
luna. La luna cósmica y ancestral como un reguero de ensueño frío por detrás de
la luz del sol.
Los
graciosos hipocampos la guiaron como si fuesen gallardos y solemnes corceles.
No había emociones en ella, y menos tristeza; una sonrisa delgada y tenue la
atravesaba desde la cabeza a los pies… Ella era importante, ¡la prometida del Rey
de los Corsarios!...
--¡No!...
¡Alto! –gritó con fuerza y se detuvo-- ¡Yo no puedo ser la prometida del Rey de
los Corsarios!... ¡Ni siquiera lo conozco; no sé quién es él!... ¡Además, yo no
soy un ella, yo soy un hombre!... ¡Mi nombre es…!
Y
se quedó muda y pensativa. Ninguno de los nombres que se le venían a la mente
le parecía el suyo.
--¡Mi
lady!… --escuchó que la llamaba
alguien con gruesa voz desde cerca.
Un
lacayo muy alto, de aspecto terrible, vestido como pirata, calvo, con
deformadas cicatrices a lo largo del rostro y sin un antebrazo, le clavó una
mirada de hierro con su único ojo, y le extendió su único brazo para que,
apoyándose en él, pudiese subir a un carro descubierto, tirado por cuatro
verdaderos corceles blancos… Imposible negarse; subió.
Maravilloso
fue lo que avistó en su rápida carrera. Resplandecientes montañas de monedas,
doblones y lingotes de oro; ciudades escondidas entre inmensas neblinas de
algas; madréporas de cristales de colores; peces sin número, o con él; rascacielos
construidos con bloques de piedras preciosas; extrañas luces como surgidas del
fondo marino; industrias, muchas industrias humeantes, desde las que se dejaban
oír coros de lamentos humanos y chirridos desgarradores como de máquinas
sufrientes; y, en el centro de todo este mundo, un inmenso campo vacío y llano,
en el medio del cual se levantaba un gigantesco, tenebroso y velado monumento
que, aunque intentó por largo rato reconocer, no pudo distinguir en él materia
ni forma algunas.
Desembocó
por último ante un descomunal castillo, o palacio, con aspecto de carabela
hundida, por cuyas diez mil ventanas y
troneras alumbraba alguna luz poderosa.
--¡El
Rey la espera, mi lady!—dijo su guía y se acercó a su oído, justo cuando una
docena de ministros corsarios se aproximaban para conducirla ante su majestad--
¡Nunca lo mire a los ojos, mi lady; por ningún motivo...!
Sintió
que una corriente eléctrica le quemaba la piel. Quiso escapar, pero una fuerza
irresistible la animaba a seguir… Sólo ocasionales mareos y algún zumbido en
los oídos la atraían fuera de la experiencia de lo inmediato. La obligaron a
detenerse ante una puerta sobrecogedora de oro macizo. Se hizo un silencio
total. Desde dentro se abrieron las hojas como movidas por algún resorte
interno.
Sentado
al fondo de una larga y altísima bóveda se encontraba un hombre negro, todo de
negro, furibundo, con sombrero de pirata, las manos con garras colgando sobre
los rebordes de una especie de trono, y que, incluso sentado, debía medir más
de cinco metros de alto. No era su aspecto completamente de humano, pero
tampoco de dios ni de demonio. La prometida retiró la vista de él y bajó los
ojos hacia el suelo, sin poder dar un paso más.
--¡La
prometida del Rey!… ¡La prometida del reino!... ¡La prometida del Rey!... ¡La
prometida del reino!...
Escuchó
que voces en coro (y que progresivamente se iban sumando) gritaban y repetían lo
mismo con júbilo, primero dentro de la gran bóveda, luego en el resto del
palacio; finalmente ya por todas partes (también
en el exterior).
--¡Ven,
mírame!—escuchó que el Rey la llamaba con una voz que asemejaba el tronar de un
cañón.
Se
le saltaron las lágrimas. Sintió miedo y pánico. Sintió que se le quebraban las
piernas; cayó sobre sus rodillas temblorosas. Con una vocecilla aguda y apenas
perceptible, dijo:
--¡No!...
--¿Qué
dijiste? –aulló con otra descarga de dinamita--. ¡Mírame cuando te hablo!...
La
prometida vio su destino; entonces surgió en ella esa insondable fuerza que
nadie sabe cómo aparece en el último instante de vida, y con una voz algo más
clara y decidida respondió:
--¡No!...
Aunque sea mujer, humana y débil, no tienes derecho a imponerme tu voluntad.
El
Rey gigante dio un salto y pareció expandirse como si todo un polvorín hubiese
repentinamente explotado. Se vino corriendo hacia ella; en sólo seis brincos de
diez metros cada uno, la cogió del pescuezo y la levantó hasta la altura de sus
ojos, obligándola a fijar sus ojos en los suyos.
--¡Soy
el Poder!—le gritó en la cara.
Se
desmayó.
Despertó
de pie, completamente desnuda. Miró a su alrededor y vio que se encontraba
sobre una plataforma circular de metal y basalto de algunos metros de diámetro,
en la cima de alguna especie de torre o macizo. Abajo, y en todo el perímetro,
divisó a una muchedumbre de cientos de miles y quizás millones de hombres,
piratas ataviados de guerra, luciendo terribles lanzas, espadas, machetes,
arcabuces, mazos, arcos, cadenas y, sobre todo, resollando muerte, mucha
muerte. Alrededor de la prometida caminaba el Rey con enormes zancadas
observando a la multitud, como si esperase algo de ella.
Desde
diferentes lugares, cerca y lejos, comenzaron a elevarse voces guturales que
gritaban:
--¡Sa-cri-fice!...
¡Sa-cri-fice!... ¡Sa-cri-fice!...[1]
Como
un incendio avivado por una voluntad descomunal, el grito ¡Sa-cri-fice!... ¡Sa-cri-fice!... ¡Sa-cri-fice!... era acompañado,
separando cada sílaba, con un fuerte golpe con cada pie en el suelo, y la
sílaba final, con un golpe de palmas o choque de fierros. Creció, creció y
creció… hasta llegar a ser un solo y terrorífico ruido; como una sinfonía
infernal de una violencia contenida que hacía temblar y estremecerse las aguas
y la tierra.
Así
se cumplía debidamente el ritual propiciatorio antes de la Gran Batalla entre
el Reino de los Corsarios y sus enemigos mortales: el Reino de los Santos. La
prometida del Rey, por medio de este acto mágico y litúrgico, reuniría en ella
el poder de las Fuerzas Ocultas y se lo transmitiría a cada uno de los
corsarios, al comer cada uno un pedazo de su carne, para arrojarse invencibles
a la Batalla. (Y si uno pudiese presenciar la entidad sobrenatural que allí se
había suscitado, sin duda lo creería…)
Como
respuesta a este clamor, el Rey cogió de los cabellos a la prometida y la
arrastró hasta un altar de mármol jaspeado que se había levantado
repentinamente desde el suelo. La arrojó de espaldas sobre la superficie, sacó una
daga brillante de su cinto y la levantó bruscamente sobre su cabeza. El grito
de la multitud se detuvo instantáneamente y se hizo un silencio todavía más
terrible. La prometida del Rey de los Corsarios cerró los ojos, entregada a lo
inevitable y ya sin emoción alguna.
Lo
último que escuchó fue una especie de ronquido y desgarramiento de ultratumba.
La tierra produjo un violento tirón hacia arriba; la torre donde yacía el altar
del sacrificio se separó con un crujido de la tierra y comenzó a elevarse cada
vez a una mayor velocidad, lo mismo que un cohete, arrojando resplandor, fuego
y azufre por la base. La joven volvió a abrir los ojos, pero se vio sola y que
todo giraba y giraba vibrando a su alrededor a una velocidad tan vertiginosa
que sólo distinguió una inmensa luz blanca hacia todos lados. Entonces se
percató de que no estaba ascendiendo, sino cayendo, cayendo hacia un abismo sin
fondo…
En
algún momento percibió, sin mirar, que estaba llegando al final. Sólo sintió un
fortísimo golpe, pero indoloro. Abrió los ojos y se vio a sí mismo, por un
instante, como desde algunos metros por encima de su propio cuerpo, tirado en
una zanja con agua a la orilla de un camino. Trató de moverse, no pudo. Sintió
mucho frío; estaba desnudo y desorientado. Reconocía algo extraño y difuso en
sí mismo... No podía recordar, y si algo venía a su memoria, no eran más que sensaciones
cargadas de sentidos indefinibles. Al tocar su cuerpo, no podía reconocer
ninguna seña, ni órgano, ni forma que le pudiese indicar ni su sexo, ni su edad
ni su aspecto. Trató de gritar; apenas brotó una especie de gorjeo.
Un
anciano alto, abrigado con una pelliza de oso pardo, se acercó por el camino.
Lo miró desde cierta distancia; hizo un gesto en el aire con la mano, como si
se hubiese acordado de algo, esbozó una sonrisa, y se le aproximó.
--¡Hey,
eres puntual!—exclamó, sacando un reloj redondo de oro de su bolsillo y
consultando la hora-- ¡4 con 35!...
Se
acercó a él, lo tomó de un brazo y lo ayudó a levantarse.
--¡Ponte
esto!... Ya no están los tiempos para andar desnudo por el mundo.
Sacó
de algún bolsillo interno de su abrigo una túnica negra de lino que traía
enrollada y le ayudó a ponérsela, pues sus movimientos aún eran torpes y
lentos. El joven, una vez vestido, se lo quedó mirando estupefacto, se arrojó a
sus brazos y comenzó a llorar.
--¡Ya,
ya… lo entiendo, pero debes calmarte ahora!... ¡Vamos, apóyate en mí, te
ayudaré a caminar hasta que puedas hacerlo tú solo!
--Tengo
hambre—murmuró.
--¡Ah,
por supuesto, después de respirar, comer es lo segundo, jajajaja…!
El
anciano volvió a entreabrir su abrigo y sacó un plato de madera con un charquicán
caliente y humeante.
--Eso
sí, tendrás que comerlo con los dedos. Olvidé los cubiertos al salir. Es que
tenía prisa y lo olvidé. ¡No es tan malo comer con las manos, como piensan
algunos!... ¡Sólo hay que saber cuándo y con quién hacerlo!... ¿No te parece?
--Yo…
yo… --repetía atorándose con la comida en la boca—¡Yo no sé… quién soy!
–volvieron a caerle gruesas lágrimas por las mejillas. Miró al anciano, sin
dejar de comer ansiosamente, con una expresión de desamparo, tristeza y
súplica.
--¡Cómo
no!... Creo que podré ayudarte con eso. Ahora sólo come y camina, porque es
mejor hacer las cosas con la debida atención y cuidado.
Lo
abrazó protectoramente, y, sujetándolo por debajo de la axila, siguieron
caminando en silencio. Poco más adelante, se encontraron con dos arrieros que
conducían una recua. Al pasar junto a ellos los dos hombres pusieron atención
en el joven que se apoyaba aún en el anciano y dijeron:
--¡Qué
hermosa es tu hija, buen anciano!
El
anciano levantó una mano en reconocimiento, pero guardó silencio. El joven se
detuvo, se separó del abrazo del anciano y preguntó con extrañeza:
--¿Acaso
soy una mujer?
El
anciano lo miró con cierta picardía.
--Eso
depende de lo que tú quieras mostrar, y de cómo te quieran ver los otros…
--¿Cómo
es posible?... No puede ser. Uno tiene cuerpo de hombre o cuerpo de mujer, pero
no ni lo uno ni lo otro, o ambos al mismo tiempo.
--Tu
cuerpo es una proyección de tu alma. Tu
alma no tiene
sexo definido. Si tu alma quiere ser
hombre, puede serlo; si quiere ser
mujer, puede serlo.
El
joven levantó los hombros en un gesto de extrañeza y se quedó pensando.
Capítulo IV
Llegaron
ante la puerta de aliso de una pequeña cabaña de gruesos troncos oscuros. Por
lo alto de la chimenea subían oleadas de humo blanco. El anciano rebuscó en su
cinto y sacó una herrumbrosa llave que introdujo en el hueco de la cerradura.
Al abrir la puerta, el joven debió dar un paso al lado, pues más de una decena
de gatos de todos colores y razas salieron maullando y corriendo velozmente en
diferentes direcciones. El anciano se dio vuelta para mirar con atención hacia
dónde se dirigía cada uno de ellos y luego, haciendo chasquear sus dedos,
ingresó, cuidando de sacarse los chanclos y reemplazarlos por unas delgadas
pantuflas de tafetán rojo. El joven debió calzarse unas babuchas de cordobán
negro. Lo primero que le llamó la atención fue que al cruzar el umbral se
encontró con un pequeño zaguán de piso de basalto, con muros y cielo tachonados
de espejos. Lanzó un grito al constatar que en los espejos sólo se proyectaba
la imagen del anciano, pero no la suya.
--¡Oh,
no te preocupes!—exclamó el anciano—Todavía tardarás un tiempo en
materializarte. Pero no preguntes más. Verás aún muchas cosas que no podrás
comprender de inmediato. Si eres paciente y esforzado, obtendrás una respuesta
para cada pregunta.
El
anciano lo cogió de una mano, murmuró “¡hekau!”,
y atravesó literalmente un espejo con él. El joven se tapó la boca con la otra
mano para contener un grito que quería escapar de su asustada garganta. Del
otro lado apareció un escenario incomprensible. Dos enormes galerías se
extendían, divergentes, decenas de metros hasta perderse de vista en un entorno
de roca que emanaba luz propia; una hacia la derecha, otra a la izquierda. Al
frente, una escala de mármol rosado que ascendía unos metros y parecía acabar
abruptamente en un muro de roca; otra, de mármol negro, que descendía también
unos metros bajo el nivel del piso, hasta acabar también en la infranqueable
roca. Cada una de estas galerías estaba flanqueada por altos anaqueles, unos
frente a otros, con libros de los más
variados y diferentes tipos, tamaños y formas; por el centro, sin embargo, y a lo largo de las galerías se
extendían, evidenciando los más estrambóticos usos, alambiques, retortas,
atanores, balones, cucúrbitas, matraces, orinales, pelícanos, complejas redes
de tuberías, mesones, aparatos imposibles de describir, instrumentos de todas
clases, que se elevaban en una polifonía alquímica casi hasta el techo, o bien
parecían sumergirse bajo tierra. Lo más asombroso, disforme e inquietante de
todo el espectáculo, no obstante, era la multitud y variedad de seres, entes y
creaturas que deambulaban por el lugar. Había duendes de diferentes especies y
procedencias; había elfos, gnomos, greemlins, cucos, hadas y muchas pequeñas
criaturas que no permitían precisar si se trataba de personas, animales, insectos,
vegetales, monstruos, u otra cosa; había sombras, elementales y espectros desde
tamaños diminutos hasta gigantes; había criaturas horribles y bellas; voladores
y reptiles; hembras y machos; materiales e inmateriales; mudas y ruidosas.
Todas ellas trabajaban en algo claramente en común, en armonía y concierto,
desplegándose activamente por ambas galerías.
--¡Esta
es mi casa!—exclamó el anciano, haciendo un gesto amplio con su brazo.
--¿Qué
es esto?... ¿Quién eres tú?—farfulló el joven.
--Mmmm…
sólo dime El Alquimista.
--¡Esto
no es real!—exclamó el joven abriendo todavía más sus ojos.
--¡Jajajajaja!...
Comienzas a despertar.
--¡Esto
no es posible!
--¡Así
es!... Pero no te devanes los sesos tratando de entender lo irreal y lo
imposible. Largo es el camino de lo irreal a lo real, y de lo imposible a lo
posible. Yo te guiaré, pero tendrás que ser paciente y fiel a mí, de lo contrario…
El
anciano dejó sin terminar la frase. Volvió a tomar afectuosamente de un hombro
al joven y lo introdujo en el pabellón de la derecha.
--Siento
que tengo tantas cosas que preguntarte, Alquimista, pero no se me ocurre
ninguna—dijo con pena el muchacho.
--Entonces
mantente en silencio y sólo escucha. Las preguntas vendrán a ti como palomas
mensajeras en el momento oportuno. Acompáñame. Todo esto que ves ante ti se
llama la Gran Obra... ¿Ves aquel enorme libro, a la entrada de esta galería? ¿Y
allá, en la otra entrada, otro similar?... Estos son los Libros de la Vida y de
la Muerte. En ellos está escrito el destino de todos los seres de este mundo;
pero no te creas que pudieras leerlo... No está escrito en un lenguaje
inteligible para los humanos. Y si vieses en él cosas que pudieran parecerte
comprensibles, ese conocimiento sólo te llevaría a error y confusión, como les
ocurre a tantos adivinos y hechiceros que han accedido a copias espurias.
Un
pequeño ser con una trompa oscura y arrugada, ojos diminutos (completamente negros), y unas largas orejas verdinegras
puntiagudas y vellosas, se acercó rengueando al Alquimista; estiró su
extremidad con tres rugosos vástagos; le mostró un matraz que contenía un
líquido de un intenso color rojo, con vetas transparentes. Éste lo miró a
contraluz, lo acercó a su nariz y meneó la cabeza negativamente. Se lo
devolvió; la criatura se alejó siseando por el pasillo, entre los alambiques
burbujeantes y los mecheros ardiendo. Se escuchó un agudo pitido por encima de
todos los ruidos y sonidos; al joven le pareció que todos se detuvieron un
momento y luego continuaron sus particulares acciones.
--¿Qué
haces tú con todo esto?—preguntó el joven, mientras acercaba su vista a un
amuleto que le llamó la atención y que pendía de una especie de cruz de
alabastro.
--¡No
toques nada, absolutamente nada de este lugar sin preguntarme antes!
¿Entendido?...
El
joven asintió afirmativamente con la cabeza y el cuerpo.
--¡Sí,
señor Alquimista!
El
Alquimista se caló unos lentes con marcos de oro sobre la nariz y se quedó
contemplando al joven durante un minuto. El muchacho le devolvió la mirada con
cierta inquietud.
--Mira,
hijo… ¿Ves todos esos libros en los muros hasta donde tu vista no alcanza?...
Pues ni el número de todas las estrellas en el cielo se acerca a la cantidad de
libros que hay aquí. La Verdad está escrita en cada uno y en todos, pero sólo
cuando terminaras de leer el último de todos ellos, recién entonces podrías
comprender a ciencia cierta lo que realmente decían todos y cada uno de los
anteriores.
El
joven dirigió la mirada hacia una y otra galería con la boca abierta, y
masculló:
--¡Yo
no podría… jamás!
--¡Jamás
digas “jamás”!—replicó el Alquimista, echándose a reír.
El
joven se sintió contagiado con la risa del anciano y también comenzó a reír.
--¡Calla!—le
espetó abruptamente el Alquimista-- ¡Aquí no hay lugar para la risa, a no ser
que quieras burlarte de la desgracia humana!... El mayor infortunio del ser
humano es desear siempre algo que no posee; y, una vez que lo obtiene,
descubrir que desea otra cosa… Mi labor consiste en ayudar a los humanos a
desear. El deseo siempre tiende hacia el futuro. Esta es la Obra del Futuro….
¡Mira!, ¿ves este gotario?... ¿Qué hay dentro?
El
muchacho tomó el diminuto frasco que le tendía el Alquimista y lo paseó ante
sus ojos, de la misma manera que lo había visto hacer a él.
--¿Futuro?
--Mmmm…
¡dices bien!
El
alquimista abrió un cofrecillo dentro del cual se ordenaban en filas y
apretadamente decenas de frasquitos similares.
--Ayer,
ayer… ¿Entiendes?... eso también es futuro…
Usé cada uno de estos recipiendarios. De éste bebió ayer un hombre que había
abandonado a su mujer a punto de dar a luz, pues estaba convencido de que el
hijo no era suyo. De este otro bebió una mujer que se encontraba en lo alto de
un edificio lista para saltar, pues su marido se había ido con otra mujer. De éste
bebió un anciano que lloraba abandonado entre sus heces, en la estéril
oscuridad de una pieza a la que ya no ingresaba hacía años ningún semejante. De
este otro bebió un ladrón que era incapaz de imaginar el daño que causaba a sus
víctimas. De éste, bebieron siete gotas de rocío que se formaron en las
ventanas de diez niños quienes, al contemplarlas al despertar, creyeron en
dios. De este otro, bebieron el sol y la luna al amanecer…
El
joven sin proferir palabra, ya empalidecía, ya enrojecía cada vez que hablaba
el Alquimista. Éste hurgó entre sus ropas y sacó una pequeña y extraña llave de
color iridiscente. La introdujo en la cerradura de algo invisible, pues, al
girarla en el aire, quedó suspendida; introdujo ambas manos en el vacío y
extrajo una esfera de luz translúcida y lechosa.
--Aquí
puedo observar todos los deseos humanos… En esta bola puedo anticipar qué puedo
hacer yo para que cada cosa que existe llegue a ser magnífica…
Al
proferir esta última palabra el Alquimista le clavó una mirada significativa y
peculiar entre los ojos, como a la altura de la frente.
--¡Es
suficiente por hoy!—exclamó el Alquimista—. Ya es hora de que descanses.
Volvieron
a atravesar por el revés el mismo espejo; se hallaron nuevamente en el
vestíbulo de los espejos. El joven buscó su propio reflejo en los cristales,
pero sólo vislumbró una sombra con contornos plateados. El Alquimista tomó de
la mano al joven y, murmurando “¡aju!”,
atravesó junto con él otro espejo. Del otro lado se encontraron en un
dormitorio con muros de piedra rojos y negros que brillaban con luz propia; el
cielo de pirita presentaba una inclinación de treintaicinco grados, que se
elevaba a un metro cincuenta desde la cabecera de la cama toda de blanco, hasta
el muro frontal, a unos dos metros cincuenta. Había allí, además de un velador
de roca junto al lecho, sólo un escritorio de madera de tilo adornado con
botellitas de diferentes tamaños y colores; dos sillones de madera y dos sillas
rústicas. Una pequeña puerta, en el frontero, daba hacia un baño.
--Debes
de estar cansado y ya es hora que duermas, pues mañana tendrás que levantarte
antes del alba. Me acompañarás a un pueblo cercano donde realizaré mi Obra…
¿Ves este frasco?... En él está logrado un elixir de invisibilidad. Con sólo
una gota de él me vuelvo invisible… Lo compartiré mañana contigo.
En
ese momento algo semejante a un mosquito voló hacia el Alquimista, dio un giro
alrededor de su cabeza y se posó sobre su oreja izquierda. El anciano se quedó
en silencio por un par de minutos, y luego exclamó con molestia:
--¡Eso
no!... ¡Dile que no; que no cuente conmigo!... ¡Hay otros que harán mejor que
yo ese trabajo!
El
pequeño insecto lo picó en la misma oreja. El Alquimista hizo un brusco movimiento
para espantar al bicho, que pareció huir velozmente, pero el frasquito que
tenía en su mano resbaló y cayó al suelo, hecho pedazos.
--¡Debo
salir!... ¡Debo salir inmediatamente!... ¡Algo anda mal, muy mal!... Mira, la
intensidad de la luz la puedes regular así, girando tu muñeca hacia la derecha
para aumentarla, y a la izquierda para disminuirla… ¿Ves?... Eso es… La
campanilla que yace sobre el velador la puedes hacer sonar cada vez que
necesites algo… Enviaré luego a alguien para que limpie los vidrios. ¡Hasta
pronto… perdón!… ¡Hasta mañana, mi querido joven y aprendiz!
El
joven se dejó caer sentado sobre la cama. “A-pren-diz”,
repitió para sí. Mientras esbozaba una leve sonrisa de satisfacción puso
atención en un pedazo de vidrio tirado cerca de su pie, que, al refractar en él
la luz roja del entorno, permitía distinguir en un pliegue de la esquirla algo
maravilloso: una gota… ¡una gota roja de invisibilidad!
En
su cabeza se formó rápidamente un plan. Se quitó la túnica de batista que dejó
sobre la cama ya abierta, como si estuviese entreteniéndose en el baño. Se
abalanzó sobre el pedazo de vidrio, lo cogió con delicadeza, lo levantó por
encima de su frente, abrió la boca sin dejar de contemplarla, y la gota resbaló
lentamente hasta caer dentro de ella. Giró sus muñecas en uno y otro sentido,
pero nada cambió en la intensidad de la luz. Con esta evidencia se dio por
satisfecho; feliz, dio un brinco en el aire. Se había vuelto invisible.
Trató
de cruzar por el reverso del espejo de la entrada, pero se topó con la
superficie sólida y helada del vidrio. Repitió en su mente la palabra “¡aju!”, estiró su mano y atravesó el
cristal sin resistencia. Ahora podía verse a sí mismo reflejado con una imagen
delgada y alta, de color blanquecino, pero con rasgos todavía difusos. Del otro
lado, en el zaguán, utilizó la otra palabra que había escuchado del Alquimista,
y también atravesó el primer espejo.
Sabía
que disponía de poco tiempo. Todo parecía igual que hace un rato en el
laboratorio del Alquimista. Se escurrió por entre algunas creaturas
indiferentes, por entre alambiques y un atanor encendido, simplemente
curioseando. Era evidente que nadie podía verlo. Su mirada cayó casualmente
sobre un objeto conocido. En un primer momento no pudo creer que la hermosa
llave iridiscente que había usado el Alquimista estuviese abandonada sobre una
mesita de cuarzo con incrustaciones de jade, ante sus propios ojos. La tomó, miró
hacia todos lados todavía con desconfianza, y estirando su mano en el aire, la
hizo girar cuando se topó con algo semejante a una cerradura. Repitió el
movimiento que había observado en el Alquimista, y sacó del interior de algún
recipiente invisible la vibrante bola de la Omnisciencia… ¡Precisamente lo que
deseaba encontrar!
La
tomó con ambas manos, la miró concentradamente y preguntó con su mente: “¿Q-u-i-é-n s-o-y?”… Le pareció que el
interior de la esfera comenzaba a girar de izquierda a derecha, hasta que
distintamente se formó una especie de torbellino de colores que avanzaba
velozmente hacia él. Sintió que él mismo comenzaba a girar; sintió un intenso
mareo; el ojo del remolino se expandió repentinamente; entonces vio, escrito
sobre el dintel de roca del lugar donde se cortaba ciega la escala de mármol
rosado que había visto al entrar a la morada del Alquimista, una leyenda: “CIPRA”.
Devolvió
la bola a su reservorio. Dejó todo en su lugar y se encaminó hacia la escala
rosada. Cuando subía por ella, mirando el muro ciego que tenía adelante,
escuchó una voz cavernosa y reverberante detrás de él:
--¡Hey!,
¿quién anda ahí?...
Se
miró ambos brazos y le pareció que emitían una luz parpadeante. Apresuró de dos
saltos los últimos tres escalones; exclamó con convicción dentro de sí: “¡Cipra!”, y atravesó la roca como si
fuese de aire.
Un
maravilloso paisaje apareció ante sus ojos. Planos, muchos planos que se
extendían hacia la distancia se alejaban en perspectiva superponiéndose unos a
otros; derivaban unos de otros; de diferentes colores, con formas indefinibles,
como extensas llanuras, o prados, o desiertos, o mares. Observó que uno de
ellos, cuya superficie se asemejaba a un inmenso tablero de ajedrez, parecía
moverse en el horizonte. Fijó con curiosidad la vista en aquello que parecía
una masa de algo en movimiento: una ola gigante que comenzaba a formarse en las
profundidades del océano. Sintió que su garganta sufría un espasmo de miedo. La
ola se acercó más, creció, y se transformó en una inmensa masa y nube de tierra
que crecía más y más hacia todos lados. Más cerca aún, distinguió delante de la
nube, y también produciéndola, millones de hombres que corrían hacia él, vociferando
y blandiendo todo tipo de terribles armas. El ejército que al correr hacía
temblar la tierra y con sus gritos oscurecía hasta la luz del sol, cuando
faltaban sólo unas decenas de metros para alcanzarlo, se transformó
instantáneamente en una multitud infinita de ranas verdes, azules, rojas,
moteadas, de todos colores, croando y dando brincos. Delante de todas ellas
saltaba una gran rana negra, tocada con un singular sombrero. Dio un gran
brinco, voló por los aires, y, justo antes de chocar con él, se convirtió en el
Rey de los Corsarios.
Pasó
a través de su cuerpo, como si su propio cuerpo, o el del Rey de los Corsarios,
no fuese real. Una incómoda sensación, una especie de hormigueo quemante latió
por dentro de todo su cuerpo. Se dio media vuelta para mirarlo y se encontró
con sus ojos tan sorprendidos como los suyos. Más aún, le pareció que en alguna
medida la mirada del Rey de los Corsarios era
su propia mirada.
--¡Tú…
yo…!—masculló el Rey de los Corsarios.
Él-ella
buscó en su memoria para tratar de comprender. Las innumerables ranas
desparecieron como tragadas por la tierra. Un repentino ruido de tambores lo
impulsó a dirigir la vista hacia otro plano que asemejaba una inmensa llanura.
Vio acercarse a toda carrera a un jinete sobre un caballo rojo, que más parecía
volar que correr. El jinete saltó del caballo antes que se detuviese y,
trastabillando, se lanzó a abrazar los pies de él-ella.
--¡Perdóname…
perdóname!—sollozó--. ¡No debí hacerlo!
Él-ella
puso su mano sobre la cabeza del hombre, y éste alzó la mirada. Era Ibdiur,
hijo de Ruhr. Aunque también él era ella… o parecía serlo. Se escuchó un
grito desgarrador a la distancia, luego otro y otro y otro…, se fueron
agregando y superponiendo desde todas las direcciones. El Rey de los Corsarios
e Ibdiur tomaron a él-ella de las manos y partieron en una carrera desenfrenada
por pasajes y recovecos oscuros, a una velocidad inimaginable. Algo parecía
perseguirlos; algo los acosaba desde todos lados, pero se negaban a dejar de
ser.
--¡Por
aquí…!—llamó alguien.
Pudo
haber sido un mero resplandor, o la agitación de su propio aliento, o la
esperanza atenazada por la angustia que martilleaba en sus sienes. Todos lo
escucharon y lo siguieron sin dudar. Unas decenas de pasos más adelante se
acabó el camino; no pudieron anticipar el oscuro final y se desbarrancaron gritando
hacia un abismo de fuego y humo.
Una
gigantesca paloma blanca se interpuso en su caída y se hundieron entre las
blandas e iridiscentes plumas de su lomo. Se alejó volando majestuosamente por
entre las filosas gargantas del acantilado. Voló hasta enfrentarse a una alta
cima, sobre la cual se alzaba un atrevido y luminoso castillo medieval. Se posó
sobre una torre; los tres descendieron con lágrimas de gratitud en sus ojos. Al
alejarse, agitando sus poderosas alas, él-ella observó que por detrás ya no era
una paloma, sino una cucaracha voladora. Los guardias de todas las torres, al
verlos llegar, hicieron sonar sus cuernos; una selecta comitiva se apresuró a
darles la bienvenida.
--¡La
hija del Rey se casa!... ¡Nuestra amada Delfina se casa!... –gritaba la
multitud enfervorizada.
Todos
los presentes, por los pasillos, por las almenas, por los patios y los fosos
aclamaban a él-ella cuando pasaba por delante:
--¡Viva
el príncipe Alfonso!... ¡Viva el príncipe Alfonso!...
Entonces
las lágrimas estallaron desde los ojos de él-ella al recordar que hacía miles
de años había estado allí mismo; que él-ella había sido Alfonso O*** y Bueras,
hijo de Félix O*** y Bueras… o que tal vez todavía lo era. Ahora era diferente.
Se
abrieron las inmensas puertas del esplendoroso salón principal. Cerca del
altar, toda vestida de blanco, con un sombrero blanco y una cinta roja
alrededor en su cabeza rubia, la princesa Delfina, hermosa como un ángel, vio entrar
a él-ella; ambos corrieron dichosos a abrazarse.
La
ceremonia del sagrado vínculo se realizó en ese mismo momento. Perfecta. La
fiesta comenzó en el castillo, en el pueblo, en el reino y quizás se extendió
por todo el mundo. Música, mucha música, comida, manjares suculentos para
todos, mesas desbordantes, luces incalculables, bellísimos trajes, risas,
disfraces, regalos, besos, abrazos lujuriosos y baile; en medio del gran salón
real, el vals de los novios. Él-ella los llamó a todos, a Delfina, a Alfonso,
al rey de los Corsarios, a Ibdiur, a Bárbara, a Amalia, a una viejecilla que
guiñaba los ojos, a Eloísa, a unos arrieros sonrientes y… al ver sentado en el
suelo, en un rincón, a Calias B***, que
miraba solitario la escena con lágrimas en los ojos, también lo llamó para
comenzar a dar vueltas y vueltas, todos tomados de la mano, riendo, gritando y
bailando, en una ronda desenfrenada de dicha y felicidad, que comenzaba a
extenderse a toda la humanidad.
La
altísima bóveda del salón se abrió; dos manos gigantescas separaron el techo
por la mitad y un rostro del tamaño del universo se acercó a mirar hacia el
fondo del salón, arrojando rayos y truenos sin fin… ¡El Alquimista!
--¡Nunca debí confiar en ti!—Se escuchó una
voz terrible como una maldición.-- ¡Ahora volverás al Infierno, desde donde nunca debiste haber salido!
Calias
B*** dio un brinco en la cama, como si hubiese recibido una descarga eléctrica,
abrió los ojos desmesuradamente, y vio caer, desde su regazo al suelo, el libro
abierto de Apuleyo, El Asno de Oro.
FIN
No hay comentarios.:
Publicar un comentario