EL COMPLICADO DESPERTAR DE UN PERSONAJE DESPIERTO










Capítulo I



Cuando Calias B*** salió de la última curva en pendiente se encontró de frente con un maravilloso espectáculo: la ensenada de aguas turquesa del balneario de Isla Verde. Sol radiante y olas suaves que acariciaban de lejos la arena extensa y blanca de la playa; diminutas casas de  madera que se engastaban entre las olorosas coníferas de la colina.
Aunque nunca había estado allí, la visión le era absolutamente familiar e innegablemente suya. Tal vez por eso, o por otra razón --o sinrazón-- la realidad pareció desintegrarse y ya no pudo distinguir si aquello era un sueño, si había caído en un loop de un tiempo y un espacio distintos, o si un acceso sicótico (inusualmente repentino) había trastornado su juicio.
Detuvo el auto junto a la carretera, apoyó su frente sobre el vidrio delantero, y se quedó meditando con la cabeza entre las manos. Hurgó en el caldo de su mente y descubrió que podía imaginar que conocía en Isla Verde ciertos lugares precisos y hasta ciertas personas, con rostros y apellidos.
Después de una hora a lo menos, comprendió en un instante de lucidez básica que no podía quedarse allí para siempre, y que tenía que vivir. Vivir era seguir adelante, empujar la lógica natural de los hechos actuales a través de decisiones personales e instintivas. Levantó la vista, miró el brillante mar en toda su amplitud y sintió que aquello ya no era el mar, sino algo así como una representación, un bosquejo trazado a la carrera para convencer a su mente, y a la mente de todos los humanos, de que aquello era definitivamente el mar.
Recordó aquello del déjà vu, pero las palabras le sonaron vacías y sin sentido. Al fin de cuentas, ¿quién podía decir realmente qué es un déjà vu? Abrió la ventanilla hasta abajo para que el viento helado lo despertara. Volvió a cerrar los ojos y descubrió que un cierto temor no lo dejaba ver más allá en su interior. Sin embargo, ese mismo miedo le susurró un nombre: Hostería Capri
Al girar en una curva de la costanera,  se encontró de frente con el rótulo opacado por las sales marinas que colgaba sobre el dintel de la pensión Capri.
Calias B***dudó; Calias B*** tembló y quiso; Calias B*** era un hombre como cualquiera, pero él – no tú-- no pudo volver atrás… Y como Calias B*** era también un hombre común buscó un consuelo o un acicate para seguir adelante: “Si enloquezco o muero, al menos soy divorciado y no tengo hijos.”
Cuando puso su pie sobre la pequeña escala de piedra volvió a sentir la parálisis en su cerebro; volvió a sentir miedo de anticipar. Arriba sobre su cabeza chillaban en vuelo veloz las gaviotas, pero no eran importantes. Una pareja de turistas pasó por su lado y, al mirarlos, no reconoció ni pudo ver en ellos un sentido personal. Pasaron, y pasaron simplemente… Adentro, adentro debía continuar la jugada maestra, la siguiente trabazón de su vida. Ingresó al hall y comenzó a observar con atención a las personas que se encontraban en el recinto, pero nada, no le decían nada, o no podía ver más. De pronto miró hacia un muro lateral de gruesos troncos y distinguió en el fondo un cuadro grande, un antiguo cuadro con un motivo medieval, a medias oscurecido por la escasa luz y por la pátina del tiempo. Quiso caminar hacia la pintura, pero al ver correr delante de él una cucaracha, saltó para no pisarla, se enredó sin querer en el mantel de una mesa y tropezó. La mesa tambaleó y cayeron una copa y un florero sobre la tabla, derramando su líquido. Se repuso del traspié y dirigió su mirada hacia la mujer sexagenaria que lo miraba sorprendida y esperando una disculpa por el desaguisado. Se excusó con rapidez y sin mayor convicción; apenas la vio, pero se fijó en su expresión, una particular mirada. Todos los presentes se volvieron con curiosidad hacia él; una joven y enjuta camarera se acercó para limpiar con un paño la mesa y preguntar a Calias por su interés. La situación entonces se volvió extremadamente trivial, y como por encanto, pareció desaparecer la magia, y despertar la realidad.
Se acercó al mesón de recepción, trató con la encargada una habitación para la noche y subió  a su pieza con su bolso como si nada hubiese ocurrido. Se tendió sobre la cama para descansar y revisar lo sucedido. En algún momento comenzó a soñar que estaba despierto y que podía ver su cuerpo tendido sobre la cama durmiendo. Sin prestarle mayor atención, abrió la ventana, se paró sobre el alféizar y extendiendo los brazos se lanzó al vacío, pero con cierta extrañeza se percató de que estaba volando… Cuando se percató de que estaba volando y de que aquello no era natural para él, concluyó que estaba soñando, y de que estaba consciente de que estaba soñando. Entonces se sobresaltó y despertó... Abrió los ojos, pero su cuerpo no se movió, aunque quiso incorporarse. Sintió miedo. Sin embargo, una imagen se mantenía viva en su retina interior; aun despierto podía ver cierto contorno de su ensueño… Mientras volaba cerca de la hostería, divisaba a lo lejos una casa que le llamó la atención, pues su resplandor era inusual y en su jardín divisaba una figura de gran tamaño, quizás una escultura que representaba a algún ser inquietante y poderoso, pero que desde su distancia no podía precisar ni distinguir con claridad.
Ni siquiera pensó qué ocurriría si las cosas eran tal y como las había visto en su sueño. En algún momento su cuerpo respondió y se incorporó con el ánimo de un colegial ansioso y emocionado. Sintió hambre y se encaminó primero al comedor. Miró por los grandes ventanales y divisó gente en la playa, bañándose, tomando sol, jugando y caminando. El sol de la tarde era cálido y aunque corría algo de viento se sentía un calor que invitaba al agua. Decidió ir a la playa más tarde a darse un baño y a trotar por la arena que lo incitaba atractiva y suave. Una mano se posó en su espalda, al tiempo que lo llamaban por su nombre. Giró su cabeza y se encontró con la sonrisa franca de Julio M***, amigo de su niñez y a quien había dejado de ver hacía cuestión de diez años. Acompañado de una joven amiga se sentó en la mesa donde comía Calias y alegremente conversaron de esto y aquello, pues ellos ya habían comido y se disponían a bajar a la playa. Algunos recuerdos de juventud se le vinieron a Calias a la  memoria y se dejó llevar por ellos, mientras sonreía con la añoranza de los tiempos idos. Pagó la cuenta y salió silbando a la calle.
Subió a su auto y comenzó a recorrer las calles hacia el sur, siguiendo el mapa que se había formado a partir de su fugaz visión. Sin mayor convicción y con cierto desenfado miraba hacia uno y otro lado, poniendo más atención en las jóvenes y guapas mujeres que aparecían en su camino, que en encontrar el objetivo previsto. Las dos copas de merlot con que había acompañado el bife a lo pobre hacían también su efecto sedante y estimulaban su sensación de bienestar. Una vez más todo volvía a su normalidad y la vida seguía ese curso natural, fácil y simple que acostumbramos a reproducir y provocar sin darnos cuenta.
Ascendió por la calle El Sol y luego giró hacia la derecha por Bellavista. Una alameda apacible y verde, con juego de luces y sombras intensas bailando entre las hojas. Un poco más allá Calias detuvo en seco su auto y se quedó mirando con sorpresa y curiosidad el muro de piedra laja de una propiedad que continuaba ascendiendo por la colina y que  dejaba entrever en lo alto, entre abedules y pinos, una casa mediterránea resplandeciente, a través de las puntiagudas hebras de las coníferas. La adrenalina encendió su sangre y comenzó a palpitar velozmente su corazón.
Escaló con dificultad el muro hasta que su cabeza sobresalió por encima del mismo; recorrió con vista ansiosa el jardín que se abría en el interior. Resbaló, cayó, rodó un metro por el suelo; su corazón palpitaba de prisa y sus ojos se humedecían con nerviosas lágrimas. En el jardín, que se asemejaba al de su sueño, no vio escultura alguna, pero en cambio vio sentada en un banco a aquella mujer con la que se había tropezado al entrar a la hostería. Ella lo miró, pero con una mirada tan deshumanizada y significativa que le heló el corazón.
Todo estaba relacionado. Incluso lo más trivial, incluso lo que había ocurrido en su entorno y que no había sido capaz siquiera de percibir. Las cosas, los hechos, poseían entre sí una relación de complicidad, de interacción y de sentido más profunda, más importante, más decisiva para la correcta comprensión de la realidad, que la percepción simple y cotidiana que los sentidos captaban y que la mente normal procesaba.
Bajó a la playa, se descalzó y buscó con una rápida mirada por la extensión del abanico que formaba la pequeña ensenada, pero no divisó a sus amigos. Una idea loca se le vino a la cabeza. Volvió a ponerse los zapatos y regresó a la hostería.
Se encaminó hacia el cuadro, sintió un agujero en su estómago y que las piernas se le doblaban. Se sentó en la silla que tenía a su lado y se quedó mirando la pared vacía. Ni rastro de cuadro alguno había allí. Llamó a una camarera que aderezaba las mesas para la cena. Abrió la boca, emitió sonidos claros y distintos, pero sólo escuchó de sí mismo algo impensado y absurdo: “¿El paje del rey Arturo vendrá a cenar hoy?”.
Calias miró a su alrededor y observó que las personas que se hallaban en el recinto lo miraban con curiosidad y cierta extrañeza. Volvió a mirar a la joven que esperaba alguna indicación más precisa de su parte, pero al ver su cara de lechuza bajó inmediatamente la vista y pensó que aquello ya era inevitable. Se levantó casi como un condenado que camina hacia el cadalso y se dirigió hacia su automóvil con la intención de irse sin aviso, de irse sin sus pertenencias, de irse sin darle una sola oportunidad al destino de continuar adelante. “Esto viene grande…”, pensó, y sonrió sin saber por qué.
Al encaminarse hacia su auto una hoja de papel fue arrastrada por el viento hasta pegarse a su pie. Calias la miró y vio algo en ella que le llamó la atención. La recogió y reconoció la figura de un asno; de un asno que miraba hacia él. “Héme aquí”, pensó. “Un asno, un verdadero asno.” Un niño pobre se acercó a él y le pidió una moneda.
--¿Dónde vives?—preguntó Calias.
-- En la caleta.
--¿Me llevarías a tu casa?
El niño se quedó mirando con desconfianza a Calias y se alejó sin responder, volviendo la cabeza hacia atrás cada cierto rato. Calias levantó la moneda en alto, pero el niño ya no volvió a mirar y se perdió en la primera esquina.
Recapacitó. Volvió a buscar sus pertenencias. Se detuvo antes de llegar al final de la escalera y se devolvió de inmediato hacia la planta baja. Una idea súbita le había venido a la cabeza. Mientras bajaba sacó de su bolsillo el celular y, constatando que no tenía ningún mensaje, lo apagó. Se acercó a la recepcionista, una señora bastante mayor que no dejaba en ningún momento de sonreír, y cuyo mayor atractivo era un gran lunar con dos o tres pelos, que le colgaba de la comisura derecha del labio superior. Después de cruzar algunas cortas palabras de cortesía, le preguntó por la dama de la mesa accidentada. Nuevamente no consiguió nada, salvo algunas indicaciones de identidades dudosas sobre distintas damas solitarias que acudían a comer al restorán. Eloísa T***, la señora recepcionista, le preguntó de puro simpática:
--¿Le gusta leer?
--¡No!... Es decir sí, a veces.
--¿Le interesa alguno de los libros…?
Eloísa se dio media vuelta y le alcanzó desde una repisa La Metamorfosis o El Asno de Oro, de Apuleyo. Calias lo hojeó y leyó en la introducción algo sobre magia romana, de modo que le pareció interesante y --por qué no-- significativo además. Decidió pasar la noche en la pensión para leer el libro y devolverlo a la mañana siguiente.
Cenó temprano un plato de pollo y ensalada surtida. En el comedor volvía a repetírsele la sensación de que la gente lo miraba con curiosidad y recelo. Si bien, él mismo miraba con recelo a uno y otro lado; miraba inquisitivamente por la mujer sexagenaria; miró más de una vez hacia la pared del cuadro inexistente; siguió a una y otra camarera para descubrir a la mujer lechuza que ya no se veía por ninguna parte. Aquel comedor no le reportaba ninguna tranquilidad. Antes de volver a su habitación, salió a la calle, encendió un cigarrillo y se dispuso a fumar caminando hacia la playa ya oscurecida. Sacó el celular de su bolsillo y llamó a su madre. Su conversación giró sobre la salud precaria de ella y sobre los cuidados y medicamentos que debía recibir diariamente. Se sintió contento del cariño que su madre le expresaba desde la distancia; ese cariño incondicional que le parecía lo más sólido de su vida. En medio de la disolución de su realidad y de su mente, aquel afecto y aquella mujer se materializaban como sólido fundamento de la cordura y la razón de ser. Había también en ello una opacidad extraña, una lejanía y extrañamiento como de un recuerdo lejano; como se contempla la infancia con un algo de nostalgia e indulgencia. Trató de despedirse en forma normal de ella. Trató de aparecer como el hijo habitual, como el hijo que debía ser, pero sus últimas palabras se escaparon solas de su boca: “Hasta siempre, amor”... Pensó incluso volver a llamar a su madre, pero recapacitó rápidamente, pues se habría deshecho en explicaciones absurdas y sospechosas.
Se puso a contemplar las estrellas que brillaban muy alto e intensas. Sintió que ellas eran allí no más que una escenografía, un complejo y al mismo tiempo convincente telón de fondo, detrás del cual debía esconderse alguna sorpresa y asombro máximos. Nunca su mente se había comportado sino como lo que era: un abogado común y un hombre común. Calias también se desconocía y admiraba de sí mismo. De pronto se había vuelto inteligente, perceptivo, sutil y complicado. Se pasó la mano por la frente y se encaminó hacia su habitación.
Cuando iba a subir al segundo piso, la electricidad desapareció del lugar y todo quedó a oscuras. Calias se acostó en su cama y a la luz de una vela comenzó a leer el libro de Apuleyo. La historia le resultó muy atractiva y se involucró rápidamente. El primer pasaje que le llamó vivamente la atención decía:
Por cierto, no es más verdad esta mentira que si alguno dijese que con arte mágica los ríos caudalosos tornan para atrás, y que el mar se cuaja, y los aires se mueren, y el Sol está fijo en el cielo, y la Luna dispuma en las hierbas, y que las estrellas se arrancan del cielo, y el día se quita, y la noche se detiene.
Un día antes ni siquiera se habría preguntado si aquello era posible. Por alguna injustificada razón, se sentía cercano y empático con estas historias de magias. Luego, la narración espeluznante de aquellas dos brujas, Meroe y Panthia, lo  llevó a atemorizarse y recordar la terrible mirada de la mujer del jardín. Dejó el libro a un lado, cerró los ojos para pensar, y se quedó dormido.
Los ríos caudalosos tornan para atrás”, pensó, y esta vez no sintió miedo. Esta vez sabía incluso lo que debía y lo que quería hacer. Se acercó a la ventana, se subió al marco de ella y se lanzó a los aires. Comenzó a elevarse con una maravillosa sensación de libertad y satisfacción. Su cuerpo no parecía ya tener ni masa ni densidad. Se elevó muy alto, al punto de que comenzó a ver la tierra redonda, entonces se asustó, y pensó que tal vez no podría volver. Una idea peregrina se le vino a la cabeza. Buscar a la mujer de sus visiones. Bajó y bajó, en pos de Isla Verde, pero ya no reconocía desde arriba ningún lugar. Es más, dejó de ver el mar y la tierra. Sólo oscuridad a su alrededor. Entonces se le ocurrió que, dado que estaba soñando, él mismo podía generar el sueño, por lo tanto imaginó un punto de luz, y enseguida un lugar con luces que divisó a lo lejos. Hacia allá se dirigió.
A medida que se acercaba, la luz comenzó a disminuir y a mostrarse difusa, pero pudo distinguir con claridad que se acercaba, ni más ni menos, a un castillo monumental, a un castillo de la Edad Media. Esa masa de piedra y roca que se estiraba desde la cima rocosa de un monte impresionaba con una singular sensación de fuerza y empuje de lo humanamente telúrico, de esa combinación entre tierra y humanidad que causa un efecto ambiguo de doloroso desprendimiento incompleto, como el parto de una mujer que nunca acaba de liberarse entre gritos, del hijo que lucha y se resiste al mismo tiempo por escapar de sus propias entrañas.
Se acercó veloz y entró a un recinto con escasa luz de unas antorchas. De inmediato comprendió que se encontraba en la habitación de alguna joven noble, a la que vio recostada de vientre sobre su lecho y con la cabeza oculta en almohadones para ocultar su llanto. Un irresistible deseo de consolarla lo llevó a tocar su hombro suavemente.  La joven Delfina W*** giró sorprendida y se encontró con Calias:
--¡Amor, amor mío!, ¿cómo has llegado hasta aquí?—
Calias dio un respingo y se quedó como petrificado ante la belleza de la joven y su incomprensible pregunta. Esta vez sintió que su sueño ya no era un mero sueño y que había en él un algo tan real que ya no podía controlarlo.
--Vine volando, creo.
Ella sonrió y no pudo evitar lanzar una carcajada. Su rostro cambió por completo. Con una mirada de pasión se abalanzó a los brazos de Calias y lo besó. Lo besó con un deleite e intensidad crecientes, de modo que Calias perdió el juicio y la noción de realidad en ese mismo instante. Sintió que su sangre ardía dentro de su cuerpo y que en ese beso había más verdad que en todo lo vivido por él. Trató de desnudarse, pero ella lo detuvo con un gesto de condescendiente rechazo.
--¡Sólo Dios sabe si podremos llegar a amarnos como marido y mujer!—exclamó Delfina, volviendo a su triste expresión.
Nuevamente Calias sintió un intenso deseo de abrazarla y consolarla, aunque no conocía los motivos de su pena.
--¿Por qué dices eso, mi amor?—preguntó Calias con auténtica y natural curiosidad.
--¡Ni aunque pudieras descollar como el mejor y más pío de todos los capitanes en una nueva Cruzada contra los musulmanes  infieles; ni aunque lograras con ello el favor de nuestros Rey y Papa, y por ello fueses nombrado conde, duque o virrey, el más amado de la cristiandad; ni siquiera así, amor mío,  ni el Rey ni Dios permitirían evitar que el soberano rey Justino de Montibbury, quien ha pedido mi mano para sellar un pacto de hermandad eterna entre los poderes del cielo y de la tierra, me haga de aquí a un mes, ante esta misma tierra y cielo, su esposa eterna!
Entonces Calias comprendió recién la dimensión de lo que estaba viviendo. Se dejó caer sentado sobre la cama y bajó la vista, tratando de aquilatar su realidad y descubrir su siguiente paso. Primero pensó que no era necesario ponerse a sí mismo, en su propio sueño, tareas tan difíciles.
--¿Cuál es mi nombre?— preguntó Calias, y pensó que desde esta pregunta y su consiguiente respuesta podría obtener un buen indicador de su grado de empoderamiento del sueño.
Delfina lo miró con incredulidad, pero algo especial leyó en la mirada de Calias, de modo que respondió:
--Alfonso, Alfonso O*** y Bueras, hijo de Félix O*** y Bueras.
--¡No, por Dios no!
Calias miró a su alrededor tratando de hallar una señal o un indicio que le permitiera tomar el control, pero no encontró nada; nada de Calias, sino todo de Alfonso…
Aterrado de lo que aquello podía significar, corrió hacia la ventana y de un tirón, abriéndola hasta atrás, se subió al canto y pensó lanzarse adelante hacia los aires. Sin embargo, el grito de espanto de Delfina y la vista del vacío y del fondo rocoso donde acababa la base del contrafuerte del castillo lo frenó violentamente. “¡Esto no es un sueño!”, pensó para sí. “¡Maldición, esto no es un sueño!”… Se repitió una y otra vez aterrorizado.
El grito de Delfina fue tan doloroso y auténtico que se escuchó con claridad en otras dependencias del castillo. Las nodrizas sin ningún aviso irrumpieron acompañadas por guardias al dormitorio de Delfina W***, la hija del rey Antonio III, señor de todos los feudos y aliados del imperio de Compostalialalia. Para Calias, o quizás Alfonso, la cuestión había tomado un curso definido y al parecer irrefutable. Volvió a mirar por una última vez el vacío, y en esta ocasión incluso sintió vértigo, el incisivo vértigo de una existencia que no quiere morir.
Alfonso miró a los guardias que venían hacia él y experimentó menos miedo de ellos que de arrojarse a los aires  e intentar un vuelo onírico contra las leyes de la naturaleza. Se dejó capturar. Se dejó llevar a los calabozos del castillo; se dejó llorar por Delfina W***, cuyo nombre ahora sabía sin que nadie se lo hubiera enseñado; se dejó maltratar e injuriar como es propio de todo aquel que es capturado en falta y delito; se dejó asumir como Alfonso O*** y Bueras hasta las últimas consecuencias, o, si no lo era, aprovechar la primera ocasión para probarlo…
Las mazmorras eran húmedas, oscuras y hediondas. Otros prisioneros pagaban allí sus culpas… hasta la muerte, en la mayoría de los casos. Alfonso fue arrojado a un sótano especialmente reducido y seguro. Alguien no quería que tuviese contacto con otros reos, o que pudiese obtener algún favor de quien fuera que fuese… Se miró a sí mismo vestido con jubón y peto, y se confesó a sí mismo: “¡Demonios, sí soy Alfonso O*** y Bueras!”
Entonces se hizo la luz en su cerebro. Recordó cada instante de su vida. Recordó sus amores, sus vicisitudes, sus esfuerzos por lograr un puesto en alguna corte de este país y de otros; su carrera holgazana y bohemia de flautista e instrumentista en un grupo de juglares andariegos; así, sin ningún propósito mayor en la vida que divertirse, beber, bailar y amar a tantas mujeres como le fuere concedido, haber obtenido al fin el amor de la princesa Delfina W*** en un festín de la corte, donde ella quedó prendada del garbo, del encanto y simpatía del músico y poeta  Alfonso O*** y Bueras.
¿Quién era entonces el que soñaba: Alfonso O*** y Bueras, o Calias B***?... ¿Cómo saberlo si aquello era tan real como lo otro?; o por mejor decir, ¿si lo que se experimentaba presente era siempre más real que lo que se experimentaba como un ensueño, o como un simple mundo paralelo extemporáneo a los sentidos y a la conciencia? Y la última pregunta, la más difícil de todas: ¿Era el ensueño algo más y diferente que los sentidos y la conciencia?...
Una idea peregrina atravesó su razón. Fuera cual fuera el sueño, en todo sueño, ficción o realidad… había de morir. Y entonces, si era verdadera, engañosa o derechamente falsa la vida de donde llegaba a la muerte, allí mismo, muerto, aquello habría de saberse, porque al morir lo cierto es que aunque hubiese cuerpo o mundo, o no, ya conocía por experiencia alguna continuidad contrapuesta de un presente misterioso e impredecible, tan verdadera o más verdadera que la vida misma, puesto que la muerte era el presente último y definitivo, incluso de la nada… Por lo tanto, no era lo peor morir, sino quizás no saber si se estaba viviendo realmente o no.
Como todo parecía presagiar, lo más probable es que lo sentenciaran a muerte, y entonces esta historia habría de acabarse, tal vez un poco antes de lo que él hubiera querido, pues habría querido amar más y ser amado mejor por la bellísima Delfina, aunque fuese esto una ilusión y un sueño. No tenía miedo; por primera vez en su vida no le tenía miedo a la muerte. Pero no dejaba de pensar en esos labios blandos y suaves que parecían acariciar su alma; en esos pechos jóvenes y altos que nunca habían temblado entre las manos de un hombre; en esa cintura leve y cadenciosa que lo invitaba a perderse en un acto de amor místico y sensual, en la máxima tensión vital de su ser. Delfina era una mujer maravillosa, no sólo en su cuerpo, sino ante todo en su alma, que le hacía presentir un cielo, un universo superior a éste, con manifestaciones sobrehumanas, y al cual su mente sola era incapaz de experimentar. Lo sabía. Alfonso se recostó sobre un jergón de paja y se entregó al sueño, convencido y confiado de que al dormir o al despertar, al menos podría despertar o dormir algún sueño…
Corrió como nunca lo había hecho, veloz y liviano por entre la paja y los residuos humanos. Una extrañísima sensación eléctrica recorría su cuerpo entero. Sin embargo, cuanto veía le llamaba sobremanera la atención. Todo era diferente, como si las cosas fuesen ocasionales destellos de luces y colores, pero no veía formas, formas definidas. Y el olor… ¡qué intensos le parecían, y atractivos e inusuales! Lo más inquietante es que corría un metro y se detenía; corría como llevado por intensos impulsos eléctricos que no podía controlar. Hizo un esfuerzo para dirigir sus movimientos en una dirección bien definida: salir de ese calabozo maloliente y turbador.
Encontró una abertura en un rincón de la pared, como un túnel, y se extrañó de que los guardias no hubiesen advertido esa ostensible falla en la seguridad. Tal vez el último reo había logrado escapar igual que ahora lo hacía él… ¿Iría donde Delfina? ¿Correría para volver a ese sentimiento extático y cautivante que le causaba su presencia? Si la vida tenía algún sentido, era evidente que amar de esa manera era el sentido supremo; la insuperable razón para correr y correr, alimentarse y amar. Entonces volvería con ella y le rogaría que fuese su mujer para toda la vida; sabría convencerla para escapar tan lejos, donde ningún conocido pudiera encontrarlos.
Salió por el túnel y luego avanzó por un largo pasadizo estrecho hasta la luz de la luna. Allí había un zaguán todavía más atractivo y amenazante que el calabozo de donde había salido. Escuchó unas voces, unas voces humanas y corrió con la misma premura a esconderse tras una roca. Sólo vio la noche, la noche ignominiosa que se movía con lentitud entre formas grotescas de temores y ansias insatisfechas. Formas de volumen descomunal que pasaban por su lado sin destino, temblorosas y amenazantes, hablando de esto y aquello, pero nunca con la verdad, y reducidas al fin al silencio… Volvió a correr y correr; corrió por senderos, por angostos pasadizos, por negros agujeros hasta que se encontró en la calle, la calle amplia y hedionda, tal como el mundo se había vuelto para él.
Entonces comprendió que el mundo no había cambiado. El mundo tan igual a sí mismo, tan humano y animal. Era Alfonso O*** y Bueras quien había cambiado. Se detuvo bajo la luz de la luna y se miró las manos y las piernas y el ombligo, pero lo que vio fue un espanto… Alfonso no era humano; era un insecto, más propiamente una cucaracha, con patas aserradas y negras; con alas inservibles pegadas al rudo caparazón; con un vientre negro y voluminoso, y unas algo torpes y sensitivas antenas que tropezaban con todo a cada paso. Sólo ahora podía darse cuenta de que no era Alfonso; de que quizás nunca había sido Alfonso, sino una cucaracha demasiado imaginativa... La cucaracha comenzó a llorar con minúsculos estremecimientos y gemidos breves y cortados. Sólo amaba a su cucaracha Delfina y ya no podría ser feliz. Aunque fuera una despreciable cucaracha, podría haber sido feliz, pues ya no sabía si Delfina era una mujer despreciablemente humana, o la cucaracha de sus sueños. Pero ¿adónde iría a buscarla para resolver este enigma? ¿Acaso a la torre donde vivía esa mujer, esa mujer horrible como de diez metros de alto que al verlo no haría más que lanzar un grito de asco y aplastarlo?... Si existía la cucaracha Delfina W***, debía vivir en un palacio de cucarachas, y hasta donde recordaba, aquello no existía… Volvió a estremecerse de pena y lloró desconsoladamente, deseando morir.
Entonces una mano tocó su hombro –entiéndase, una pata tocó su caparazón--. Se dio vuelta hacia ella y se encontró con una gran araña negra y velluda, de ojos inyectados en sangre que lo miraba sin misericordia. Iba a dar un brinco para huir de ésta, pero ya lo había cogido con sus poderosas tenazas delanteras. Sintió su aliento de ultratumba sobre su cara y cerró los ojos, a la espera de ser de un mordisco instantáneamente decapitado. Pero entonces escuchó una voz sibilante cerca de su oído que le decía: “¡Ve al bosque, infeliz, huye de aquí!... Encontrarás la respuesta que andas buscando.”
Abrió los ojos, pero se encontró solo. Ni trazas de araña, ni olor siquiera a araña. “El bosque…”, pensó. Pero, si el bosque había sido siempre un lugar prohibido. Su familia había rehuido siempre el bosque como un anatema, lugar maldito y de muerte… No quería volver a encontrarse con esa araña y menos contradecirla. Había en ella algo convincente y cierto. Tal vez Delfina, su Delfina, la verdadera, la de bello cuerpo de cucaracha lo estaría esperando por allá…
Tenía tan poco que perder y tanto que ganar, pues su vida se encontraba en el perímetro de la muerte. Es más, sabía demasiado para ser una simple cucaracha; eso lo empujaba inexorablemente más allá del límite de su condición natural. Era una cucaracha que se formulaba preguntas: “¿Qué clase de cucaracha soy?... ¿Por qué tengo que correr y correr, y luego detenerme acobardada de no sé qué?... ¿Y este cuerpo soez y torpe que me impide volar?”… Así discurría mientras avanzaba por los caminos aledaños al castillo. Entonces sucedió que un olor irresistible le llegó a la nariz y, cambiando un tanto su rumbo, corrió hasta parar en un extraño lugar.
Se celebraba allí un sagrado ritual de cucarachas que danzaban en torno a un pedazo de pan con tocino podrido… Todas debían elevar el cántico del Gran Santísimo Cucaracho con que se invocaba la compasión y protección de Su Excelencia, siguiendo un cuidadoso orden y timbre de la voz… Una cucaracha maestra observó la presencia de nuestra cucaracha Alfonso y, corriendo hasta ella, le asignó un lugar en el convivio sacro… “¡Aleluya, aleluya!”, gritó a su lado, mientras saltaba y mordía el tocino y el pan, una flaca cucaracha de arrabal… “¡Aleluya!”, gritaron todas al unísono… Algo así como un trueno se escuchó hacia arriba, entre los árboles, y todas se arrojaron de espaldas al suelo, en actitud de adoración. Nuestra cucaracha aprovechó la ocasión y salió corriendo del lugar, no sin antes dar un gran mordisco al tocino y al pan, pues tenía mucha hambre.
Sólo se detuvo al reconocer que se hallaba en el bosque. Era éste un lugar terrible y al mismo tiempo fascinante. El recuerdo de la reciente escena religiosa lo llevó a reflexionar. Había sido educado en una tradición eucarística con gran respeto y temor por los poderes ocultos y su debida sumisión; había comprendido siempre la importancia que tenía para sus mayores y para la sociedad de cucarachas el compartir una creencia común y, por qué no, también había creído que la fe había logrado más de un milagro en él y en tantas hermanas cucarachas… Sí, Señor, había creído de verdad en el Gran Santísimo Cucaracho, el Señor de todas las Ciencias, antiguas, actuales y venideras. Sin embargo, ahora que había visto la realidad de otras maneras y, quizás, aunque hubiese sólo estado delirando en estas nuevas experiencias, ya no podía diferenciar  si aquella ciencia religiosa también no era más que un delirio, y tal vez hasta el más delirante… Ellos creían cosas absurdas que no podían conocer; él creía en cosas que conocía, pero que también eran absurdas.
Veía formas difusas, destellos de tantos y tantos colores nunca vistos antes... Los sonidos, confusión maravillosa, tan variada y unísona que sus pobres oídos de insecto jamás iban a poder reunir y organizar. En su inabarcabilidad, le resultaba sobrecogedor... Tantos minúsculos seres, tantos más pequeños que él y tantos más grandes; tantos seres que jamás había visto, ni siquiera imaginado.
Entonces se le ocurrió una pregunta insólita que ahora parecía cobrar verdadero sentido: “¿Y si pudiera volar?”… Volar como lo habían hecho alguna vez sus antepasados, libre de amarras corporales y de temores rastreros. Agitar las alas atrofiadas y creer en su virtud. Liberarse de su condición de cucaracha, incluso transformarse en algo tan bello como aquellas larvas amorfas que llegaban a figurarse girasoles de colores con alas de seda…
Dio un brinco con todas sus fuerzas, sin miedo de salir volando. Sin embargo, lejos de volar, sólo consiguió perder el equilibrio y rodar, y seguir rodando por una pendiente mayor, cada vez más inclinada y lisa, hasta que las cosas comenzaron a pasar tan rápido a su lado que ya no podía distinguir nada, salvo allá, al fondo de su caída, un gran pozo negro de agua que crecía y crecía a medida que se acercaba. De pronto, ya no había nada bajo él, ni a los lados, ni arriba… ¡Estaba volando!








Capítulo II



Y así como unos despertamos súbitamente en un lecho muelle y cálido que nos cobija tanto que no lo queremos abandonar, pero otros en un charco de lodo y frío que nos arroja como un escupo fuera del sueño y lejos de todo, esta vez a Calias le tocó en suerte despertar dentro de una cúpula de luz que lo rodeaba por todos los lados, mientras él, en medio, se sentía flotar sin gravedad ni esfuerzo.
La visión que lo rodeaba, y la sensación de perfección y absoluto que aquel lugar y condición le producían, parecía suspender también su mente y su espíritu. No podía haber nada en él sino contemplación; el espacio era tal que ya no existía como espacio, y el tiempo no podía transcurrir. Había logrado allí una conjunción perfecta entre todos sus sentidos, pues más que colores y luces, aquello era un todo de sublimes sensaciones que aunaban los sentidos en un único sentimiento de absoluta y sublime integración. Allí estuvo durante un tiempo indeterminado, extático, con ese sentimiento de plenitud total al que todos los seres humanos desde siempre han aspirado, como recuerdo, propósito y destino...
Y así hubiese permanecido sin duda eternamente si algo no hubiese acontecido desde fuera de él, y, en consecuencia, adentro de él. Desde el espesor mismo de la masa ígnea de luz comenzaron a surgir espacios o volúmenes o esferas sobrepuestas a la dimensión de luz central. Pequeñas aberturas dentro de ese ser total que se mostraban vivas, palpitantes de infinitud y tan sorprendentes y abismantes como el todo. Le pareció que comenzaba a girar ese universo de universos. En una inconcebible armonía se trenzaba en un dinamismo perfecto y absorbente, de manera que sin darse cuenta cómo avanzó, o cómo se trasladó, o cómo se transformó en un conducto o túnel de luz caleidoscópico que giraba siseando en torno a su propio eje, en unidad cada vez más compacta, al punto que… finalmente ya no había más que un lugar definido y material, donde ahora había desembocado.
Observó el lugar y se percató de que él estaba flotando a unos cientos de metros por encima de esto, y que aquél era un desierto, un hermoso desierto rojizo y silente, sobre el cual giraban varios soles de distintos tamaños y colores, y a distintas velocidades. Se entristeció de ver tanta belleza y tanta soledad. “Si los hombres contemplaran esta maravilla de mundo, dejarían de inmediato de hacer lo que hacen y destinarían su tiempo de vida a gozar la sobrecogedora perfección.”… “¿Por qué tantos mundos en el universo se encuentran tan vacíos y tan sublimemente bellos y perfectos?”
Como una respuesta a su acongojada inquietud su vista descendió más profundamente hacia la tierra y él mismo bajó hasta que ya no había distancia entre sus ojos y el suelo de rojo mineral. Allí, en un pliegue del terreno seco y cálido, descubrió una manada de pequeños seres a los que observó con la mayor atención y encanto. Le pareció que jugaban, unos y otros se agrupaban y corrían de un lado para otro; a veces danzaban tomados de la mano, o se perseguían y seguramente cantaban, o algo semejante, aunque por más esfuerzo que hacía no lograba escucharlos, pues abrían unos pequeños orificios en sus rostros, e inflando sus caritas blandas y rosas parecían arrojar bocanadas de aire, mientras mecían cadenciosamente sus cabecitas. Así pasó el tiempo, tanto tiempo sin que dejaran de realizar su acción ni que pretendieran ninguna otra cosa, que Calias acabó aburriéndose y pensando que la vida podía ser un extraño sinsentido para quien la observase desde fuera, pues era evidente que para aquellos pequeños seres repetir sus juegos y sus actos era una motivación y felicidad continuas.
Calias se dio cuenta de que estaba solo, muy solo. Se dio cuenta de que su soledad había germinado y crecido como una enredadera helada y leve alrededor de su alma y de su vida… ¿No nace así cada ser de la tierra, solo y libre? Empujado por su condición de ser a la separación de algo, siempre enfrentado a sí mismo, como desafío a la existencia, como un impulso permanente a ser algo más, a ser algo más que nada. Pero rápidamente el movimiento contrario de la existencia se manifiesta en la gota que cae sola por un momento y al reconocerse enfrentada al mar rebota un segundo sobre la superficie calma, para en seguida ser tragada por un largo sueño en el seno indistinto del mar. Hasta que un día un nuevo impulso desintegrador del mar lo disuelva en infinitas individualidades acuosas… Así le parecía estar viajando por su propia soledad a Calias. Había llegado muy lejos quizás, y ahora deseaba morir entre los brazos de una mujer, o en la sonrisa de un amigo y de un hermano, o en la simpatía de los que te acompañan simplemente durante una breve jornada. “¿Quién era, entonces, ese yo, ese tú, ese él…?” De pronto recordó sus avatares últimos, su Calias, su Alfonso, su cucaracha y su nadie… ¿Cuál de todos ellos era el que soñaba a los demás? ¿Acaso se podía llegar a soñar en la mente de otro y con otro? Sin embargo, había llegado a conocer que ninguna verdad era absoluta y que ningún imposible tampoco. “¿Dónde estaba?, ¿quién soñaba a quién? ¿O todo esto era definitivamente… otra cosa?”
Estaba claro que él era una mente, una simple conciencia que experimentaba la realidad y a sí misma como desde un sí mismo. Era un atrevimiento patético tratar de posesionarse de la realidad y de sí mismo a partir de esta minúscula mónada dentro de la que se encontraba; a partir de este fulgor repentino y fugaz que a veces era uno, a veces otro, a veces nada. Cualquier cosa que pudiera afirmar o negar, al instante siguiente podía dejar de ser. ¿Estaba condenado entonces a ser nada más que un fuego fatuo, un destello instantáneo de conciencia inútil que se esforzaba por vivir, por alcanzar metas, por conocer y encontrar a otros, pero sin lograr nada de verdad? ¿Era sólo eso,  un sueño de otro nunca sí mismo? Y si era realmente así, ¿no podía ganar consistencia a partir de esta evidencia? ¿Acaso el saberse tan incierto no era esa la única certeza y que eso contenía en sí mismo un poder, algún interno poder quizás transformador de esa misma certeza hacia una consistencia mayor? Su mente palpitaba y palpitaba como una bomba descargando un líquido misterioso, rojizo, que evidentemente no sólo venía de él. Él pensaba, él sentía, pero había un algo más, algo así como un entorno dentro del cual flotaba como una célula dentro de un flujo sanguíneo. Este flujo de alguna extraña manera lo pensaba y lo sentía a él, mientras él pensaba este flujo. Comprendió que lo primero que debía hacer era pensar y sentir de manera diferente, ni como uno ni como otro en particular, sino para empezar, como todos… Tendría primero que comenzar a ser menos él, al menos un él bien definido, exclusivo, un él con identidad permanente y segura… ¿Podría lograrlo?
Como respuesta sintió que era halado por los cabellos de su nuca con tanta fuerza que salió despedido hacia atrás, y una oscura visión cerró sus sentidos y su conciencia. Entonces apareció en una nueva región, en una tierra cálida y seca abundantemente alimentada por canales de regadío, que causaban un bello contraste entre los ocres del terreno arenoso y pétreo, y la exuberancia de una vegetación tropical desarrollada entre idílicos meandros de agua azul.
No era Calias, ni Alfonso, ni algún otro animal conocido, sino un hombre de piel morena, alto y atlético, Ibdiur, hijo de Ruhr, cuyo trabajo consistía en dirigir y vigilar a una cuadrilla de cien trabajadores en la construcción de edificios y monumentos junto a uno de los diez deltas del Nilo. Nada sabía hasta entonces de otra cosa que trabajar de sol a sol, de emborracharse de vez en cuando en la taberna entonando cantos y bailes, visitar a sus padres ancianos a quienes mantenía con parte de su sueldo, y enamorar a una que otra joven, pero sin ofrecer compromiso... Cuando sus padres muriesen tenía planeado partir en un largo viaje con los ahorros que juntaba mensualmente. Ibdiur soñaba, aun en medio de esta vida monótona y agobiante que lo mantenía exhausto, soñaba en un mundo más feliz, en un golpe de timón a la vida y convertirse en un hombre mejor, quizás hasta en un hombre de bien, pero con mucho dinero.
Esa tarde, ya cuando el sol ha traspuesto la ceja azul del horizonte y el mundo comienza a disolverse en grandes manchones de sombra y silencio, Ibdiur caminaba hacia su casa después de haber bebido un litro de cerveza, alegre y jugando con una moneda de plata que arrojaba hacia arriba haciéndola girar por el aire. Al dar la vuelta en una esquina, y dada su despreocupación por la marcha, tropezó con una anciana que cubría su rostro con una tela negra. La mujer perdió el equilibrio y cayó a tierra, lanzando un grito apagado. La moneda rodó por el suelo. Ibdiur miró a una y a otra, pero se acercó a la anciana y la ayudó a levantarse.
--Perdón, no te vi, mujer. ¿Estás bien?
--Sí, joven, ¿y tú?
Ibdiur lanzó una carcajada.
--¿Yo?... ¿Parezco mal?
--Si estuvieses bien, al menos sabrías quién eres.
Ibdiur se puso serio de golpe.
--¿Yo no sé quién soy?... Apenas me tomé unos jarros de cerveza. Tengo la cabeza bien puesta sobre mis hombros. ¿Qué te pasa, mujer?
--Antes de ser Ibdiur, ¿quién eras?
--¿Por qué sabes mi nombre?
--Ese no es tu nombre. No sabes quién eres, quién eras, ni quién serás.
--¡Ah!, eres una vieja bruja, de esas que viven para atemorizar a las pobres gentes crédulas.
--Di lo que quieras. Yo he cumplido hoy contigo. Si quieres saber más, deberás ir al Monte de los Artesanos mañana a esta misma hora. Dame esa moneda.
Ibdiur se dio vuelta para recoger la moneda que brillaba sobre la tierra negra un metro más allá. La tomó y se la extendió a la mujer, pero no había ni señas de ella. En menos de dos segundos había desaparecido. Miró a su alrededor sorprendido, pero no había nadie, sólo algunas risas de transeúntes por allí cerca. Podría haber levantado los hombros y haber continuado su camino como si nada. Podría haberlo dejado pasar como una simple anécdota sin consecuencias, hasta como una jugarreta de su mente cansada, pero no quedó tranquilo. Había algo, algo inusual y atractivo en ese llamado incoherente de la anciana, y al mismo tiempo del destino. Una corazonada, un pinchazo entre las cejas que ya no se va, por más tierra que quieras echarle; así le quedó a Ibdiur la vida aquella noche y al día siguiente.
“¿Quién soy?”… Con esa pregunta simple y trivial, pero repetida una y otra vez hasta que ya ninguna letra de esa pregunta resulta familiar y evidente, hasta que lo obvio se confunde y ya no te dice nada, y entonces acabas descubriendo que tu nombre y tu persona no es más que una piedra—hasta entonces no vista-- que bloquea la entrada de una cueva que desciende hacia el fondo de tu tierra interior. Con esa sola pregunta, Ibdiur inició una agitada transformación. No como esas transformaciones que las circunstancias desafiantes y difíciles de tu entorno vital te fuerzan a realizar en ti mismo para adaptarte hábilmente a nuevas tareas, para solucionar problemas precisos y lograr un manejo mejor de las dificultades que te erige el mundo, sino una transformación que viene de adentro, sutil y hasta invisible, como la primera luz del amanecer, asombrosa e invasiva, desconcertante y superior, sabia de sí misma, amorosa y tormentosa, hacia tu yo. Podrás entonces seguir llamándote Ibdiur, o como sea que te llames; podrás seguir conservando tus recuerdos, y tus gestos, y tus hábitos, e incluso tus defectos; pero tu alma se irá acelerando como un universo en expansión, poco a poco, hasta que al fin nada conocido quede en su lugar, ni reconocible. Entonces verás surgir ante ti algo tan nuevo y prodigioso que no podrás explicarte, ni con mucho ni con poco, de dónde ha venido esto, ni qué sea, pero que ahora es… y tuyo.
Después de un día trivial, pero cargado de premoniciones, Ibdiur se fue a caminar a la orilla del río Karman, uno de los afluentes del Nilo, presa de una creciente inquietud, aunque también atento y expectante a un algo que sin querer se había despertado en su interior y que lo hacía mirar y oír a su alrededor con una sensibilidad inusitada. Le pareció que los colores eran más vivos y bellos; que la vegetación gozaba de existir al sol y al aire entonando un silencioso cántico de felicidad; que el río fluía con una mansedumbre propia del que lo sabe todo, y que los pájaros y los insectos se movían de un lado para el otro siguiendo el mismo compás de la profunda sinfonía de la existencia que todo repentinamente parecía experimentar. Cuando el sol se vino hacia las fronteras de la tarde y sin pedir permiso a nadie traspuso el portal del horizonte, la nieve azul y oscura de su ausencia cayó liviana sobre la ciudad fatigada. Ibdiur se encaminó a paso lento, hasta con cierta indiferencia, hacia el Monte de los Artesanos.
A esa hora las calles y caminos comenzaban a reducir progresivamente sus viandantes; aun así Ibdiur estuvo siempre atento a evitar el encuentro con cualquier conocido, alejándose de todo el que viniera por su ruta. El Monte de los Artesanos era una imponente colina rocosa que presentaba dos flancos y rostros diferentes. Por uno, haciéndole honor a su nombre, se encontraba una población de trabajadores y artesanos que apiñaban sus modestas cabañas en esta zona poco apreciada por la incomodidad del terreno y la pobreza de su tierra. Por el otro, una vía de piedra conducía hacia una meseta escalonada en la que se hallaban algunos lugares de culto público y privado, además de un cementerio de poco valor, en el que se enterraban más que nada a extranjeros y pobladores de escasos recursos. Siguiendo un impulso natural, Ibdiur tomó este camino y ya de noche alcanzó la cima resguardada por un par de centinelas, con quienes no tuvo dificultad, pues les era conocido y confiable. Aunque nunca había sido un hombre religioso, el encuentro con este recinto sagrado le causó una fuerte impresión. Sintió allí una presencia misteriosa y superior que parecía contenerlo todo y recibirlo a él. Caminó entre los templetes y las estelas escuchando el canto persistente de los grillos y la sonora voz de un cuclillo, que volaba de aquí para allá entre las sombras. El cielo resplandecía de estrellas. Mientras, se preguntaba qué habría de ocurrir allí que lo enfrentara a sí mismo, o si aquella admonición de la mujer simplemente no sería nada. Le pareció columbrar una luz dentro de un pequeño mausoleo de dos pisos, que proyectaba un rayo mortecino por una de sus ventanas. Se acercó con curiosidad y encontró entornada la puerta. Entró con cautela, sintiendo que cometía una acción ilícita, pero adentro no había nadie, y sólo desde los muros lo observaban con expresión severa unas extrañas criaturas de piedra que ocupaban el hueco de hornacinas en la pared. El vano de una puerta inexistente dejaba fluir desde el fondo del recinto un resplandor amarillento y suave. Al acercarse distinguió una cortina de gasa que cubría el marco de la entrada. Con el mismo sigilo la descorrió y pudo ver con estupor que un pasillo excavado en la piedra del cerro bajaba iluminado débilmente por alguna luz que no se dejaba ver. Volvió la vista atrás, como para constatar que nadie lo siguiese, o tal vez para medir el espacio que tendría que recorrer en caso de una repentina huida, pero no dudó en seguir adelante, pues aquella situación lo llamaba irresistiblemente. El pasillo era bajo y estrecho, de manera que tuvo que inclinarse para caminar. Avanzó una decena de metros hasta llegar a un vestíbulo circular, desde donde volvían a abrirse otros portales que conducían a nuevos misteriosos pasajes; sin embargo, sólo uno de ellos proyectaba la misma luz que parecía querer conducirlo. Un olor desconocido y agrio le revolvió el estómago y lo puso alerta, al mismo tiempo que comenzó a escuchar un zumbido ronco que parecía provenir desde el fondo del túnel. Volvió a mirar hacia atrás con desconfianza, pero para su desconcierto sólo se distinguían tinieblas, una nada negra y nada más. Miró hacia adelante y se enfrentó a una disyuntiva: el túnel se dividía entre un pasaje que comenzaba a bajar en brusca pendiente, y otro que comenzaba a ascender, con la misma precaria luz, de la cual el otro carecía por completo. Siguió la luz una vez más y, después de caminar unos cincuenta pasos, pudo ver que el pasadizo terminaba abruptamente; que una abertura irregular, como un ventanuco en el fondo del mismo, a unos tres metros de altura, iluminaba hacia él desde la claridad del otro lado. Al acercarse reconoció que una escalera de piedra permitía subir hasta mirar por el agujero de unos treinta centímetros de diámetro. Acercó su cabeza al vano y miró. Del otro lado, y en el preciso instante en que Ibdiur miró, se dejó oír un terrible grito, al tiempo que en el centro de un foro circular una figura alta y cubierta de pies a cabeza con un manto de llamativos colores y formas, levantaba y dejaba caer, desde la mayor altura que podía alcanzar su brazo, un cuchillo ancho y resplandeciente sobre el pecho de una mujer desnuda que yacía amarrada de manos y pies a una plataforma de altar.
El metal avanzó en la carne sin resistencia hasta el mango de la hoja; con una fuerte convulsión hizo saltar el cuerpo de la mujer desbordante de sangre, mientras el grito aún se oía retumbar entre las paredes y pasajes de aquel lugar. Al unísono se levantó un coro de voces que comenzó a cantar una melodía lúgubre y salvaje en un idioma desconocido para Ibdiur. En seguida, el verdugo movió con precisión y fuerza el cuchillo hacia arriba del diafragma; por la abertura de la carne metió su mano izquierda y de un tirón arrancó el corazón de la víctima. El coro de voces lanzó un grito de júbilo, en tanto el asesino, levantando el corazón sanguinolento  y palpitante se volvió bruscamente hacia Ibdiur y con una terrible sonrisa le ofreció el sacrificio. Si aquello en sí mismo era espantoso e insoportable, aún más horroroso fue para él encontrarse con los ojos del asesino y reconocer que la cara de aquél era su propia y misma cara… Ibdiur se desvaneció en ese preciso instante.
Despertó a la mañana siguiente desnudo sobre su cama. Dio un salto y se incorporó asustado. Recordaba cada detalle de la velada anterior. Se llevó las manos al pecho y palpó su piel intacta. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Las imágenes de sus recuerdos se superponían unas con otras, pero al final sus ojos clavados en sus propios ojos lo atormentaban más que nada. ¿Qué había sido todo aquello?... Se levantó nervioso de la cama, y como aquel era un día no laborable, se vistió y salió hacia la calle sin propósito, acuciado por dolorosas emociones.
El alma pareciera esperar dormida que cierta descarga o experiencia mortal libere potenciales sorprendentes que de otra manera jamás se activarían. El alma no conoce sus propios contenidos profundos ni su verdadera identidad, hasta que el destino no lo quiera de otro modo. Desgarradora experiencia una vez que llega, pero ante todo un privilegio invaluable. Ibdiur caminaba por las calles como un ebrio, torturado por su propia mente que había activado repentina y brutalmente un mecanismo complejo y profundo. “¿Quién soy?”… “¿Soy eso?”, se repetía sin cesar, por momentos en su mente, por momentos a viva voz. Sin percatarse se encaminó hacia las afueras de la ciudad por un camino que no conocía, cubierto de sombra con exuberantes encinas, cipreses y palmeras, el que acabó acercándolo al sinuoso Karman. Buscó la sombra de unos helechos gigantes que crecían a la orilla del río y se tendió sobre una roca plana. Dejó caer una mano dentro del agua fresca y trasparente. Algo en su interior se distendió con el sosiego del lugar y cerró sus ojos. Escuchó a la distancia voces femeninas, cantos y risas, por lo que asumió que comenzaba a dormirse. Las voces, sin embargo, fueron acercándose hasta que al fin aparecieron a la distancia de un tiro de piedra; seis mujeres jóvenes que jugaban y conversaban felices y desenfadadas. Unas se recostaron sobre la hierba, otras se acercaron al río y, levantando sus vestidos sobre las rodillas, caminaban o conversaban mojando sus piernas, sus brazos y su rostro. Ibdiur podía verlas entre las hojas tupidas, pero evidentemente ellas no a él. Una de ellas, alta, delicada, de cabellos rubios recogidos en una malla de oro y ojos verdes, comenzó a quitarse la falda, la blusa y el corpiño, en tanto sus amigas reían y bromeaban avergonzadas por la osadía de su rubia amiga. La luz del sol pareció concentrarse en ese cuerpo de promontorios y cavidades sensuales y piel dorada; dejó caer su rubia cabellera libre de su áurea prisión y sólo cubierto su pubis por un diminuto triángulo de batista avanzó feliz y levantando los brazos hacia el interior del río. Ibdiur sintió que su corazón daba un vuelco; un deseo incontenible de amar a esa joven casi lo empujó fuera de su escondite. Se contuvo y aguardó a que volviera a salir. Entonces se escucharon truenos en el cielo y una masa de nubes tempestuosas comenzó a cubrir con islas de sombra rápidamente el sol. La joven salió dichosa corriendo del río, mientras el diosecillo del amor clavaba hondamente su flecha envenenada a través de los ojos y hasta el corazón palpitante de Ibdiur. La lluvia comenzó a caer como una catarata del cielo. Ibdiur volvió a cerrar los ojos y dejó que el agua del cielo refrescase su ardor.
Después de unos minutos miró, pero ya no estaban. Sólo quedaba la imagen en su retina de esa mujer perfecta y desnuda iluminada por el sol.
Los siguientes días no ocurrió nada en particular, salvo que Ibdiur se angustiaba más y más precisamente porque no ocurría nada que le diera luces ni de su experiencia en el Monte de los Artesanos, ni de la joven del río, a quien tampoco podía quitar de su atención y deseo. Trabajaba como siempre, sin descanso, y repetía el mismo camino después de beber para tratar de encontrarse nuevamente con la anciana, pero nada… Se aferró con firmeza a la creencia de que si aquello era verdadero, algo habría inexorablemente de pasar. Tenía que resolver eventualmente un crimen y confrontar un amor; pero ni lo uno ni lo otro estaban por ahora a su alcance.
Al décimo día, mientras bebía en la taberna y gozaba de la fácil pasión que le concedía el cuerpo de una joven enamorada suya, cantante y bailarina del lugar, ahora sentada sobre su regazo; mientras acariciaba sus piernas y besaba sus pechos, entró con prisa, acompañada de un varón, la joven rubia del río. Se acercó hacia ellos y tomando de la muñeca a su hermana la arrastró fuera de la taberna. Ibdiur quedó con la boca abierta, sorprendido por la visión de su amada, y por la inusitada ocasión. Pronto lo averiguó todo sobre ella. Se llamaba Amarilis y era la mayor de ocho hermanos, cuyo padre ahora se encontraba enfermo con un cáncer terminal. Vivían del comercio de textiles que dirigía el padre, pero que a su muerte quedaría a la deriva, pues los hijos varones o no tenían la edad suficiente, o ejercían en otras regiones otra profesión. Amarilis se había empecinado hacía años en cuidar monacalmente a su padre y rechazaba por lo menos una vez al mes alguna repetida solicitud de matrimonio que sus pretendientes infaltables le ofrecían.
Al día siguiente Ibdiur se encaminó hacia la casa de Bárbara y Amarilis, las hermanas. Manifestó primero su intención de conocer el estado de salud de Jacinto, padre de la familia, al tiempo que Bárbara hacía ver su incomodidad por la visita extemporánea de Ibdiur, abandonándolo rápidamente en el salón de estar, mientras Amarilis se hacía cargo de la incómoda visita. Ibdiur la miraba con una sonrisa estúpida y exponía su buena disposición a ayudar en lo que estuviese a su alcance a la familia, incluyendo por supuesto la asistencia de la forma que fuere al negocio de la misma. Amarilis veía en él sólo al amante superfluo de su casquivana hermana, de manera que al principio lo escuchó cortésmente, pero nada más. Ibdiur salió de la casa con la certeza de que el amor por Amarilis ahora era cierto y absoluto. Amarilis agradeció a Ibdiur su ofrecimiento y, con buen criterio, aceptó su palabra en caso de que fuese necesario. Ibdiur la besó en la mano al partir, y su piel se le pegó como agua hirviendo a la suya de su boca. Amarilis no pudo dejar de reconocerse a sí misma que Ibdiur parecía un buen y atractivo hombre. Ibdiur deseó hacer suya a Amarilis más que a nada. Amarilis deseó que Ibdiur llegase a ser un buen esposo para su hermana Bárbara.
Los días siguientes Ibdiur visitó, sin faltar ninguno, a Bárbara y su familia. Bárbara entendió prestamente que ella no era el motivo de la visita y que Ibdiur buscaba insistentemente con la mirada, el gesto y la palabra a Amarilis. Por ello, cuando vio que un día Ibdiur se acercaba al oído de Amarilis y le susurraba algo con una cómplice sonrisa, Bárbara se acercó a él y le dejó caer una fuerte bofetada en la cara.
--¿Qué pasa?—preguntó Ibdiur alelado.
--¡Fuera de aquí!... ¡No quiero verte más!—gritó Bárbara fuera de sí y, corriendo hasta la puerta, la abrió y le señaló la salida con un gesto imperioso.
Amarilis le hizo una seña a Ibdiur para que complaciese a su hermana. Ibdiur levantó los hombros y con una sonrisa sardónica salió humillado de la casa. Hasta ese día la presencia y atractivo que le imponía el deseo de Amarilis había mantenido el otro grave problema sin que atrajese su interés y en relativa calma. De vez en cuando recordaba la espantosa escena del sacrificio humano, pero le resultaba tan ajena e incomprensible que de inmediato la rechazaba de su atención. Sin embargo, cuando caminaba de regreso ofuscado y apesadumbrado hacia la casa de sus padres, se encontró por el camino con una tropa de gente que corría por la calle hacia el río. Se detuvo y preguntó el motivo de la consternación. La respuesta fue que habían encontrado el cadáver de una mujer en el río. Entonces Ibdiur palideció y se dirigió corriendo con la gente hacia la rivera.
En el lugar ya había reunida una gran cantidad de personas, pero el capitán de policía tenía el lugar acordonado y mantenía alejados a los curiosos, que pugnaban por ver el macabro espectáculo. Ibdiur no necesitó acercarse más, pues la gente comentaba a viva voz que se trataba de una mujer desconocida que había sido horrorosamente torturada, habiéndosele arrancado, viva, el corazón, la lengua, las manos y los pies, que no se hallaban por ninguna parte. Ibdiur se dio media vuelta y regresó, con las piernas temblorosas, por donde mismo había venido. Al llegar a su casa, cuando la noche ya oscurecía el mundo activo de las calles, encontró una hoja pegada a su puerta que decía: “Ven de inmediato”; firmaba “Amarilis”. Esta vez no corrió, sino antes bien voló hacia la casa de su amada con el corazón vuelto por el revés. Al llegar golpeó la puerta; de inmediato la misma Amarilis le abrió y, reconociéndolo, se lanzó a sus brazos con un fuerte sollozo.
--¡Mi padre se muere!—gimió.
Ibdiur entró con Amarilis a la habitación de su padre y se quedó acompañando a la joven desde una cierta distancia; presurosa fue hasta el lecho y tomando su mano escuálida vio como la respiración entrecortada se apagaba rápidamente, hasta que al fin dejó de respirar por completo. Amarilis se arrojó sobre el cuerpo de su padre  llorando, lo mismo que algunos de sus hermanos pequeños. Bárbara, sin embargo, no estaba presente, ni tampoco en la casa. Ibdiur se acercó a Amarilis por detrás y comenzó a acariciarle la cabeza y el cabello.
Más tarde, cuando los familiares más cercanos y mayores se hicieron cargo del difunto y de los preparativos para el funeral, Amarilis salió al patio con Ibdiur y volvió a cobijarse en su abrazo. Después de un largo rato en que sólo la luna menguante iluminaba débilmente la fuente junto a la cual se encontraban los dos, Amarilis se lo quedó mirando a los ojos, muy cerca de Ibdiur, y finalmente acercó sus labios hasta los labios de él en un beso profundo y sentido. Entonces ella se separó de su cuerpo, pues Ibdiur comenzaba a presionar el suyo con creciente pasión y, poniendo su índice como un sello sobre los labios de Ibdiur, le susurró:
--¡Estoy preocupada por Bárbara!... No la he visto desde hace horas. No sabe que nuestro padre ha muerto.
Ibdiur sólo quería coger el cuerpo de Amarilis y esconderse en algún lugar cercano para hacerle el amor, pero se contuvo al percibir la congoja de su amada.
--¿Quieres que vaya a buscarla?
--¡Sí!... Por favor.
Ibdiur salió de la casa apesadumbrado y al mismo tiempo dichoso. Estaba dispuesto a recorrer el mundo entero para consolar a su amada y congraciarse a la vez con ella. Bárbara por sí misma no le importaba nada. Aquella noche recorrió todos sus lugares conocidos, preguntó a todo el mundo por ella, vagó sin rumbo, pero al único lugar adonde no quiso ir fue al Monte de los Artesanos. Nadie sabía nada de ella, y si alguien le dio una pista, siempre resultó errada.
Ya cerca de la madrugada decidió volver a casa y continuar su búsqueda al día siguiente. Para ello planeó asignarle a su ayudante la dirección de la cuadrilla durante el tiempo que fuese necesario, pues su intención también era ayudar a Amarilis y su familia en los próximos pasos; si bien su más íntima motivación era simplemente estar cerca de su amada. Una vez en casa se acostó exhausto y al mismo tiempo inquieto, dispuesto a dormir no más de tres horas. Había recién depositado la cabeza sobre la almohada, cuando fuertes golpes en su puerta lo sobresaltaron.
--¡Abra la puerta, somos la policía!
Una punzante sensación de culpabilidad y delito atenazó su garganta.
--¿Qué pasa?—gritó mientras se vestía a la carrera.
--¡Abra, abra de inmediato!
Ibdiur abrió la puerta y se abalanzaron dos corpulentos hombres sobre él, lo empujaron al suelo y en seguida lo maniataron.
--¿Usted es Ibdiur, hijo de Ruhr?—preguntó un tercero, que portaba las insignias oficiales.
--¡Sí, yo soy!
--¡Queda usted detenido por el cargo de asesinato!... ¡Y ahora a callar; vamos, que ya tendrá ocasión de declarar!





Capítulo III



De regreso a la cárcel. ¿Soñando despierto?… Porque Ibdiur hurgaba en su memoria y no podía hallar ninguna traza más de su crimen que su difuso recuerdo de la escena en el Monte de los Artesanos. Esa sola sospecha de sí mismo le era suficiente para dejarse juzgar y condenar a muerte, sin recriminar a nadie… Tal vez recordaba gritos, maltratos, oscuridad sanguinolenta, nudos corredizos, crujidos de huesos, y lágrimas tibias escurriendo por su piel moribunda, pero no las suyas, sino las de una mujer hermosa que avanzaba una y otra vez hacia él, nimbada con la luz del amor y del perdón, pero que jamás llegaba hasta él, sólo sus lágrimas…
Tal vez hubo un juicio conforme a derecho; no fue conciente de ello, o nunca lo recordó... Sí podía sentir el peso de los muros de piedra y el techo muy bajo sobre su cabeza, como la terrible carga de un navío que al zozobrar comienza a descender lentamente hacia las insondables profundidades del océano. Y sin embargo tenía que dormir, aunque sus captores hicieran lo posible para que no se quedase dormido, dañándolo y acosándolo de innumerables maneras, a la séptima noche, con los párpados abiertos, se durmió.
Despertó caminando sobre una arena minúscula y blanca, con la mirada perdida en ese horizonte embriagador del mar que no tiene fin. Quería llorar, pero no había lágrimas en las cuencas de sus ojos. ¿Y para qué llorar, si estaba vivo contemplando los secretos del mar?... Como un acto reflejo se palpó el cuerpo, y aunque reconoció en él la sensibilidad de la piel y la fragilidad de la carne, no quedó en paz ni convencido. Se preguntó su nombre, prefirió callar. ¿Recuerdos?... Otra vez el miedo. ¿El miedo de quién? Se sabía soñando, pero eso ya no era relevante.
Cien metros más adelante divisó a una niña arrodillada que jugaba a la orilla del mar. Mientras caminaba hacia ella pensó en los sentimientos humanos, en ese espectro multiforme, maravilloso y terrible por el que vivimos con sentido, pero nunca satisfechos, sino ansiosos de más, como el avaro mezquino que sólo existe para acrecentar su avaricia; el hombre común, huyendo del dolor, su felicidad.
Se aproximó a ella. Era hermosa como elegida de un álbum de sueños; ensortijados cabellos rubios, que parecían flotar a su alrededor animados por el viento, vestida con un vestidito de batista y gasa blancas, tocada con un sombrerito del mismo color, rodeado con una ancha cinta roja. Jugaba a construir figuras de arena, y aunque las modelaba con sus deditos y manos, ni un solo grano se adhería a su piel reluciente. Estaba sola, muy concentrada.
--¡Hola!—él la saludó.
--Tantos hombres nacen ya condenados –murmuró como para sí, sin inmutarse.
Conmovido, cayó de rodillas a su lado. Juntó sus manos y dijo:
--¡Perdóname!... ¡Jamás debí abandonarte!
La niña comenzó a reír nerviosa y quedamente. Luego su risa se levantó paulatinamente, como una ola desgarrada desde el horizonte comienza a crecer. Creció, creció… hasta volverse ensordecedora, como sólo podría explotar una ola en el alma. Él se tapó los oídos con sus manos, pero la risa lo llenaba a él mismo. La niña comenzó a convulsionar. Se volvió hacia él y vio su rostro; el rostro de una mujer vieja, sexagenaria y horrible, cada vez más horrible, que se reía… acercándose a él.
Una fuerte ventolera levantó una nube de arena, espuma y sal. Cerró sus ojos. Algo lo tomó de un brazo; algo lo tomó también del otro. Lo alzaron en vilo. Abrió sus ojos y vio que dos ángeles resplandecientes como auroras boreales agitaban en círculo sus alas; con un gesto terrible alejaban la visión entre descargas de rayos y estampidos como de trompetas y timbales. Moviendo suavemente sus alas de fuego y granizo avanzaron por encima de la superficie del mar, llevándolo cada uno de un brazo, a una velocidad vertiginosa. Ya en alta mar, sin aviso previo, lo dejaron caer.
Se hundió sin resistencia. Era tan natural sumergirse, como los peces, como las aves, como el sol... Era tan bella la profundidad, por eso existían el mar y la noche. Y mientras se hundía hacia la oscuridad del abismo, no dejaba todavía de observar hacia arriba el cielo del mar, y los soles del mar, y la brisa perfumada de las corrientes marinas portadoras de gérmenes invisibles, de minúsculas algas transparentes e ingrávidas, que brillaban un instante por aquí y por allá como pepitas de oro.
Después de horas alcanzó al fin las tinieblas. Pero no aquellas tinieblas absolutas del hombre, cuando se niega a mirar, sino la más profunda tiniebla de sutiles velos tejidos con negros hilos de seda antes del alba. Y al estirar sus manos las rasgó, porque desde sus dedos y uñas aún palpitantes brotaba la luz de la vida.
--¡El Rey de los Corsarios la espera a cenar!—escuchó que una voz diminuta se dirigía a él.
Había allí, cerca de su cabeza, un caballito de mar plateado, y luego otro y otro, hasta que llegó a contar doce, girando en coro, con un marino vaivén, alrededor de él… ¿él? La luna brillaba llena a las doce en punto. Deslizó las palmas de sus manos por su cuerpo; reconoció sinuosas curvas en su cintura, dos senos crecidos, y entre sus piernas, la inescrutable matriz humana. (Sólo su cabello no era más largo que antes.)
En el fondo del mar todo estaba en su lugar. Todo estaba en silencio, pero todo cantaba también su propia música, titilando de blanco bajo la música de la luna. La luna cósmica y ancestral como un reguero de ensueño frío por detrás de la luz del sol.
Los graciosos hipocampos la guiaron como si fuesen gallardos y solemnes corceles. No había emociones en ella, y menos tristeza; una sonrisa delgada y tenue la atravesaba desde la cabeza a los pies… Ella era importante, ¡la prometida del Rey de los Corsarios!...
--¡No!... ¡Alto! –gritó con fuerza y se detuvo-- ¡Yo no puedo ser la prometida del Rey de los Corsarios!... ¡Ni siquiera lo conozco; no sé quién es él!... ¡Además, yo no soy un ella, yo soy un hombre!... ¡Mi nombre es…!
Y se quedó muda y pensativa. Ninguno de los nombres que se le venían a la mente le parecía el suyo.
--¡Mi lady!… --escuchó que la llamaba alguien con gruesa voz desde cerca.
Un lacayo muy alto, de aspecto terrible, vestido como pirata, calvo, con deformadas cicatrices a lo largo del rostro y sin un antebrazo, le clavó una mirada de hierro con su único ojo, y le extendió su único brazo para que, apoyándose en él, pudiese subir a un carro descubierto, tirado por cuatro verdaderos corceles blancos… Imposible negarse; subió.
Maravilloso fue lo que avistó en su rápida carrera. Resplandecientes montañas de monedas, doblones y lingotes de oro; ciudades escondidas entre inmensas neblinas de algas; madréporas de cristales de colores; peces sin número, o con él; rascacielos construidos con bloques de piedras preciosas; extrañas luces como surgidas del fondo marino; industrias, muchas industrias humeantes, desde las que se dejaban oír coros de lamentos humanos y chirridos desgarradores como de máquinas sufrientes; y, en el centro de todo este mundo, un inmenso campo vacío y llano, en el medio del cual se levantaba un gigantesco, tenebroso y velado monumento que, aunque intentó por largo rato reconocer, no pudo distinguir en él materia ni forma algunas.
Desembocó por último ante un descomunal castillo, o palacio, con aspecto de carabela hundida, por cuyas diez mil ventanas  y troneras alumbraba alguna luz poderosa.
--¡El Rey la espera, mi lady!—dijo su guía y se acercó a su oído, justo cuando una docena de ministros corsarios se aproximaban para conducirla ante su majestad-- ¡Nunca lo mire a los ojos, mi lady; por ningún motivo...!
Sintió que una corriente eléctrica le quemaba la piel. Quiso escapar, pero una fuerza irresistible la animaba a seguir… Sólo ocasionales mareos y algún zumbido en los oídos la atraían fuera de la experiencia de lo inmediato. La obligaron a detenerse ante una puerta sobrecogedora de oro macizo. Se hizo un silencio total. Desde dentro se abrieron las hojas como movidas por algún resorte interno.
Sentado al fondo de una larga y altísima bóveda se encontraba un hombre negro, todo de negro, furibundo, con sombrero de pirata, las manos con garras colgando sobre los rebordes de una especie de trono, y que, incluso sentado, debía medir más de cinco metros de alto. No era su aspecto completamente de humano, pero tampoco de dios ni de demonio. La prometida retiró la vista de él y bajó los ojos hacia el suelo, sin poder dar un paso más.
--¡La prometida del Rey!… ¡La prometida del reino!... ¡La prometida del Rey!... ¡La prometida del reino!...
Escuchó que voces en coro (y que progresivamente se iban sumando) gritaban y repetían lo mismo con júbilo, primero dentro de la gran bóveda, luego en el resto del palacio;  finalmente ya por todas partes (también en el exterior).
--¡Ven, mírame!—escuchó que el Rey la llamaba con una voz que asemejaba el tronar de un cañón.
Se le saltaron las lágrimas. Sintió miedo y pánico. Sintió que se le quebraban las piernas; cayó sobre sus rodillas temblorosas. Con una vocecilla aguda y apenas perceptible, dijo:
--¡No!...
--¿Qué dijiste? –aulló con otra descarga de dinamita--. ¡Mírame cuando te hablo!...
La prometida vio su destino; entonces surgió en ella esa insondable fuerza que nadie sabe cómo aparece en el último instante de vida, y con una voz algo más clara y decidida respondió:
--¡No!... Aunque sea mujer, humana y débil, no tienes derecho a imponerme tu voluntad.
El Rey gigante dio un salto y pareció expandirse como si todo un polvorín hubiese repentinamente explotado. Se vino corriendo hacia ella; en sólo seis brincos de diez metros cada uno, la cogió del pescuezo y la levantó hasta la altura de sus ojos, obligándola a fijar sus ojos en los suyos.
--¡Soy el Poder!—le gritó en la cara.
Se desmayó.
Despertó de pie, completamente desnuda. Miró a su alrededor y vio que se encontraba sobre una plataforma circular de metal y basalto de algunos metros de diámetro, en la cima de alguna especie de torre o macizo. Abajo, y en todo el perímetro, divisó a una muchedumbre de cientos de miles y quizás millones de hombres, piratas ataviados de guerra, luciendo terribles lanzas, espadas, machetes, arcabuces, mazos, arcos, cadenas y, sobre todo, resollando muerte, mucha muerte. Alrededor de la prometida caminaba el Rey con enormes zancadas observando a la multitud, como si esperase algo de ella.
Desde diferentes lugares, cerca y lejos, comenzaron a elevarse voces guturales que gritaban:
--¡Sa-cri-fice!... ¡Sa-cri-fice!... ¡Sa-cri-fice!...[1]
Como un incendio avivado por una voluntad descomunal, el grito ¡Sa-cri-fice!... ¡Sa-cri-fice!... ¡Sa-cri-fice!... era acompañado, separando cada sílaba, con un fuerte golpe con cada pie en el suelo, y la sílaba final, con un golpe de palmas o choque de fierros. Creció, creció y creció… hasta llegar a ser un solo y terrorífico ruido; como una sinfonía infernal de una violencia contenida que hacía temblar y estremecerse las aguas y la tierra.
Así se cumplía debidamente el ritual propiciatorio antes de la Gran Batalla entre el Reino de los Corsarios y sus enemigos mortales: el Reino de los Santos. La prometida del Rey, por medio de este acto mágico y litúrgico, reuniría en ella el poder de las Fuerzas Ocultas y se lo transmitiría a cada uno de los corsarios, al comer cada uno un pedazo de su carne, para arrojarse invencibles a la Batalla. (Y si uno pudiese presenciar la entidad sobrenatural que allí se había suscitado, sin duda lo creería…)
Como respuesta a este clamor, el Rey cogió de los cabellos a la prometida y la arrastró hasta un altar de mármol jaspeado que se había levantado repentinamente desde el suelo. La arrojó de espaldas sobre la superficie, sacó una daga brillante de su cinto y la levantó bruscamente sobre su cabeza. El grito de la multitud se detuvo instantáneamente y se hizo un silencio todavía más terrible. La prometida del Rey de los Corsarios cerró los ojos, entregada a lo inevitable y ya sin emoción alguna.
Lo último que escuchó fue una especie de ronquido y desgarramiento de ultratumba. La tierra produjo un violento tirón hacia arriba; la torre donde yacía el altar del sacrificio se separó con un crujido de la tierra y comenzó a elevarse cada vez a una mayor velocidad, lo mismo que un cohete, arrojando resplandor, fuego y azufre por la base. La joven volvió a abrir los ojos, pero se vio sola y que todo giraba y giraba vibrando a su alrededor a una velocidad tan vertiginosa que sólo distinguió una inmensa luz blanca hacia todos lados. Entonces se percató de que no estaba ascendiendo, sino cayendo, cayendo hacia un abismo sin fondo…
En algún momento percibió, sin mirar, que estaba llegando al final. Sólo sintió un fortísimo golpe, pero indoloro. Abrió los ojos y se vio a sí mismo, por un instante, como desde algunos metros por encima de su propio cuerpo, tirado en una zanja con agua a la orilla de un camino. Trató de moverse, no pudo. Sintió mucho frío; estaba desnudo y desorientado. Reconocía algo extraño y difuso en sí mismo... No podía recordar, y si algo venía a su memoria, no eran más que sensaciones cargadas de sentidos indefinibles. Al tocar su cuerpo, no podía reconocer ninguna seña, ni órgano, ni forma que le pudiese indicar ni su sexo, ni su edad ni su aspecto. Trató de gritar; apenas brotó una especie de gorjeo.
Un anciano alto, abrigado con una pelliza de oso pardo, se acercó por el camino. Lo miró desde cierta distancia; hizo un gesto en el aire con la mano, como si se hubiese acordado de algo, esbozó una sonrisa, y se le aproximó.
--¡Hey, eres puntual!—exclamó, sacando un reloj redondo de oro de su bolsillo y consultando la hora-- ¡4 con 35!...
Se acercó a él, lo tomó de un brazo y lo ayudó a levantarse.
--¡Ponte esto!... Ya no están los tiempos para andar desnudo por el mundo.
Sacó de algún bolsillo interno de su abrigo una túnica negra de lino que traía enrollada y le ayudó a ponérsela, pues sus movimientos aún eran torpes y lentos. El joven, una vez vestido, se lo quedó mirando estupefacto, se arrojó a sus brazos y comenzó a llorar.
--¡Ya, ya… lo entiendo, pero debes calmarte ahora!... ¡Vamos, apóyate en mí, te ayudaré a caminar hasta que puedas hacerlo tú solo!
--Tengo hambre—murmuró.
--¡Ah, por supuesto, después de respirar, comer es lo segundo, jajajaja…!
El anciano volvió a entreabrir su abrigo y sacó un plato de madera con un charquicán caliente y humeante.
--Eso sí, tendrás que comerlo con los dedos. Olvidé los cubiertos al salir. Es que tenía prisa y lo olvidé. ¡No es tan malo comer con las manos, como piensan algunos!... ¡Sólo hay que saber cuándo y con quién hacerlo!... ¿No te parece?
--Yo… yo… --repetía atorándose con la comida en la boca—¡Yo no sé… quién soy! –volvieron a caerle gruesas lágrimas por las mejillas. Miró al anciano, sin dejar de comer ansiosamente, con una expresión de desamparo, tristeza y súplica.
--¡Cómo no!... Creo que podré ayudarte con eso. Ahora sólo come y camina, porque es mejor hacer las cosas con la debida atención y cuidado.
Lo abrazó protectoramente, y, sujetándolo por debajo de la axila, siguieron caminando en silencio. Poco más adelante, se encontraron con dos arrieros que conducían una recua. Al pasar junto a ellos los dos hombres pusieron atención en el joven que se apoyaba aún en el anciano y dijeron:
--¡Qué hermosa es tu hija, buen anciano!
El anciano levantó una mano en reconocimiento, pero guardó silencio. El joven se detuvo, se separó del abrazo del anciano y preguntó con extrañeza:
--¿Acaso soy una mujer?
El anciano lo miró con cierta picardía.
--Eso  depende  de lo que tú quieras mostrar,  y de cómo te quieran ver los otros…
--¿Cómo es posible?... No puede ser. Uno tiene cuerpo de hombre o cuerpo de mujer, pero no ni lo uno ni lo otro, o ambos al mismo tiempo.
--Tu  cuerpo  es  una  proyección  de  tu  alma.  Tu  alma  no  tiene   sexo definido. Si tu alma quiere ser hombre, puede serlo; si quiere ser  mujer, puede serlo.
El joven levantó los hombros en un gesto de extrañeza y se quedó pensando.







Capítulo IV



Llegaron ante la puerta de aliso de una pequeña cabaña de gruesos troncos oscuros. Por lo alto de la chimenea subían oleadas de humo blanco. El anciano rebuscó en su cinto y sacó una herrumbrosa llave que introdujo en el hueco de la cerradura. Al abrir la puerta, el joven debió dar un paso al lado, pues más de una decena de gatos de todos colores y razas salieron maullando y corriendo velozmente en diferentes direcciones. El anciano se dio vuelta para mirar con atención hacia dónde se dirigía cada uno de ellos y luego, haciendo chasquear sus dedos, ingresó, cuidando de sacarse los chanclos y reemplazarlos por unas delgadas pantuflas de tafetán rojo. El joven debió calzarse unas babuchas de cordobán negro. Lo primero que le llamó la atención fue que al cruzar el umbral se encontró con un pequeño zaguán de piso de basalto, con muros y cielo tachonados de espejos. Lanzó un grito al constatar que en los espejos sólo se proyectaba la imagen del anciano, pero no la suya.
--¡Oh, no te preocupes!—exclamó el anciano—Todavía tardarás un tiempo en materializarte. Pero no preguntes más. Verás aún muchas cosas que no podrás comprender de inmediato. Si eres paciente y esforzado, obtendrás una respuesta para cada pregunta.
El anciano lo cogió de una mano, murmuró “¡hekau!”, y atravesó literalmente un espejo con él. El joven se tapó la boca con la otra mano para contener un grito que quería escapar de su asustada garganta. Del otro lado apareció un escenario incomprensible. Dos enormes galerías se extendían, divergentes, decenas de metros hasta perderse de vista en un entorno de roca que emanaba luz propia; una hacia la derecha, otra a la izquierda. Al frente, una escala de mármol rosado que ascendía unos metros y parecía acabar abruptamente en un muro de roca; otra, de mármol negro, que descendía también unos metros bajo el nivel del piso, hasta acabar también en la infranqueable roca. Cada una de estas galerías estaba flanqueada por altos anaqueles, unos frente a otros,  con libros de los más variados y diferentes tipos, tamaños y formas; por el centro,  sin embargo, y a lo largo de las galerías se extendían, evidenciando los más estrambóticos usos, alambiques, retortas, atanores, balones, cucúrbitas, matraces, orinales, pelícanos, complejas redes de tuberías, mesones, aparatos imposibles de describir, instrumentos de todas clases, que se elevaban en una polifonía alquímica casi hasta el techo, o bien parecían sumergirse bajo tierra. Lo más asombroso, disforme e inquietante de todo el espectáculo, no obstante, era la multitud y variedad de seres, entes y creaturas que deambulaban por el lugar. Había duendes de diferentes especies y procedencias; había elfos, gnomos, greemlins, cucos, hadas y muchas pequeñas criaturas que no permitían precisar si se trataba de personas, animales, insectos, vegetales, monstruos, u otra cosa; había sombras, elementales y espectros desde tamaños diminutos hasta gigantes; había criaturas horribles y bellas; voladores y reptiles; hembras y machos; materiales e inmateriales; mudas y ruidosas. Todas ellas trabajaban en algo claramente en común, en armonía y concierto, desplegándose activamente por ambas galerías.
--¡Esta es mi casa!—exclamó el anciano, haciendo un gesto amplio con su brazo.
--¿Qué es esto?... ¿Quién eres tú?—farfulló el joven.
--Mmmm… sólo dime El Alquimista.
--¡Esto no es real!—exclamó el joven abriendo todavía más sus ojos.
--¡Jajajajaja!... Comienzas a despertar.
--¡Esto no es posible!
--¡Así es!... Pero no te devanes los sesos tratando de entender lo irreal y lo imposible. Largo es el camino de lo irreal a lo real, y de lo imposible a lo posible. Yo te guiaré, pero tendrás que ser paciente y fiel a mí, de lo contrario…
El anciano dejó sin terminar la frase. Volvió a tomar afectuosamente de un hombro al joven y lo introdujo en el pabellón de la derecha.
--Siento que tengo tantas cosas que preguntarte, Alquimista, pero no se me ocurre ninguna—dijo con pena el muchacho.
--Entonces mantente en silencio y sólo escucha. Las preguntas vendrán a ti como palomas mensajeras en el momento oportuno. Acompáñame. Todo esto que ves ante ti se llama la Gran Obra... ¿Ves aquel enorme libro, a la entrada de esta galería? ¿Y allá, en la otra entrada, otro similar?... Estos son los Libros de la Vida y de la Muerte. En ellos está escrito el destino de todos los seres de este mundo; pero no te creas que pudieras leerlo... No está escrito en un lenguaje inteligible para los humanos. Y si vieses en él cosas que pudieran parecerte comprensibles, ese conocimiento sólo te llevaría a error y confusión, como les ocurre a tantos adivinos y hechiceros que han accedido a copias espurias.
Un pequeño ser con una trompa oscura y arrugada, ojos diminutos  (completamente negros), y unas largas orejas verdinegras puntiagudas y vellosas, se acercó rengueando al Alquimista; estiró su extremidad con tres rugosos vástagos; le mostró un matraz que contenía un líquido de un intenso color rojo, con vetas transparentes. Éste lo miró a contraluz, lo acercó a su nariz y meneó la cabeza negativamente. Se lo devolvió; la criatura se alejó siseando por el pasillo, entre los alambiques burbujeantes y los mecheros ardiendo. Se escuchó un agudo pitido por encima de todos los ruidos y sonidos; al joven le pareció que todos se detuvieron un momento y luego continuaron sus particulares acciones.
--¿Qué haces tú con todo esto?—preguntó el joven, mientras acercaba su vista a un amuleto que le llamó la atención y que pendía de una especie de cruz de alabastro.
--¡No toques nada, absolutamente nada de este lugar sin preguntarme antes! ¿Entendido?...
El joven asintió afirmativamente con la cabeza y el cuerpo.
--¡Sí, señor Alquimista!
El Alquimista se caló unos lentes con marcos de oro sobre la nariz y se quedó contemplando al joven durante un minuto. El muchacho le devolvió la mirada con cierta inquietud.
--Mira, hijo… ¿Ves todos esos libros en los muros hasta donde tu vista no alcanza?... Pues ni el número de todas las estrellas en el cielo se acerca a la cantidad de libros que hay aquí. La Verdad está escrita en cada uno y en todos, pero sólo cuando terminaras de leer el último de todos ellos, recién entonces podrías comprender a ciencia cierta lo que realmente decían todos y cada uno de los anteriores.
El joven dirigió la mirada hacia una y otra galería con la boca abierta, y masculló:
--¡Yo no podría… jamás!
--¡Jamás digas “jamás”!—replicó el Alquimista, echándose a reír.
El joven se sintió contagiado con la risa del anciano y también comenzó a reír.
--¡Calla!—le espetó abruptamente el Alquimista-- ¡Aquí no hay lugar para la risa, a no ser que quieras burlarte de la desgracia humana!... El mayor infortunio del ser humano es desear siempre algo que no posee; y, una vez que lo obtiene, descubrir que desea otra cosa… Mi labor consiste en ayudar a los humanos a desear. El deseo siempre tiende hacia el futuro. Esta es la Obra del Futuro…. ¡Mira!, ¿ves este gotario?... ¿Qué hay dentro?
El muchacho tomó el diminuto frasco que le tendía el Alquimista y lo paseó ante sus ojos, de la misma manera que lo había visto hacer a él.
--¿Futuro?
--Mmmm… ¡dices bien!
El alquimista abrió un cofrecillo dentro del cual se ordenaban en filas y apretadamente decenas de frasquitos similares.
--Ayer, ayer… ¿Entiendes?... eso también es futuro… Usé cada uno de estos recipiendarios. De éste bebió ayer un hombre que había abandonado a su mujer a punto de dar a luz, pues estaba convencido de que el hijo no era suyo. De este otro bebió una mujer que se encontraba en lo alto de un edificio lista para saltar, pues su marido se había ido con otra mujer. De éste bebió un anciano que lloraba abandonado entre sus heces, en la estéril oscuridad de una pieza a la que ya no ingresaba hacía años ningún semejante. De este otro bebió un ladrón que era incapaz de imaginar el daño que causaba a sus víctimas. De éste, bebieron siete gotas de rocío que se formaron en las ventanas de diez niños quienes, al contemplarlas al despertar, creyeron en dios. De este otro, bebieron el sol y la luna al amanecer…
El joven sin proferir palabra, ya empalidecía, ya enrojecía cada vez que hablaba el Alquimista. Éste hurgó entre sus ropas y sacó una pequeña y extraña llave de color iridiscente. La introdujo en la cerradura de algo invisible, pues, al girarla en el aire, quedó suspendida; introdujo ambas manos en el vacío y extrajo una esfera de luz translúcida y lechosa.
--Aquí puedo observar todos los deseos humanos… En esta bola puedo anticipar qué puedo hacer yo para que cada cosa que existe llegue a ser magnífica
Al proferir esta última palabra el Alquimista le clavó una mirada significativa y peculiar entre los ojos, como a la altura de la frente.
--¡Es suficiente por hoy!—exclamó el Alquimista—. Ya es hora de que descanses.
Volvieron a atravesar por el revés el mismo espejo; se hallaron nuevamente en el vestíbulo de los espejos. El joven buscó su propio reflejo en los cristales, pero sólo vislumbró una sombra con contornos plateados. El Alquimista tomó de la mano al joven y, murmurando “¡aju!”, atravesó junto con él otro espejo. Del otro lado se encontraron en un dormitorio con muros de piedra rojos y negros que brillaban con luz propia; el cielo de pirita presentaba una inclinación de treintaicinco grados, que se elevaba a un metro cincuenta desde la cabecera de la cama toda de blanco, hasta el muro frontal, a unos dos metros cincuenta. Había allí, además de un velador de roca junto al lecho, sólo un escritorio de madera de tilo adornado con botellitas de diferentes tamaños y colores; dos sillones de madera y dos sillas rústicas. Una pequeña puerta, en el frontero, daba hacia un baño.
--Debes de estar cansado y ya es hora que duermas, pues mañana tendrás que levantarte antes del alba. Me acompañarás a un pueblo cercano donde realizaré mi Obra… ¿Ves este frasco?... En él está logrado un elixir de invisibilidad. Con sólo una gota de él me vuelvo invisible… Lo compartiré mañana contigo.
En ese momento algo semejante a un mosquito voló hacia el Alquimista, dio un giro alrededor de su cabeza y se posó sobre su oreja izquierda. El anciano se quedó en silencio por un par de minutos, y luego exclamó con molestia:
--¡Eso no!... ¡Dile que no; que no cuente conmigo!... ¡Hay otros que harán mejor que yo ese trabajo!
El pequeño insecto lo picó en la misma oreja. El Alquimista hizo un brusco movimiento para espantar al bicho, que pareció huir velozmente, pero el frasquito que tenía en su mano resbaló y cayó al suelo, hecho pedazos.
--¡Debo salir!... ¡Debo salir inmediatamente!... ¡Algo anda mal, muy mal!... Mira, la intensidad de la luz la puedes regular así, girando tu muñeca hacia la derecha para aumentarla, y a la izquierda para disminuirla… ¿Ves?... Eso es… La campanilla que yace sobre el velador la puedes hacer sonar cada vez que necesites algo… Enviaré luego a alguien para que limpie los vidrios. ¡Hasta pronto… perdón!… ¡Hasta mañana, mi querido joven y aprendiz!
El joven se dejó caer sentado sobre la cama. “A-pren-diz”, repitió para sí. Mientras esbozaba una leve sonrisa de satisfacción puso atención en un pedazo de vidrio tirado cerca de su pie, que, al refractar en él la luz roja del entorno, permitía distinguir en un pliegue de la esquirla algo maravilloso: una gota… ¡una gota roja de invisibilidad!
En su cabeza se formó rápidamente un plan. Se quitó la túnica de batista que dejó sobre la cama ya abierta, como si estuviese entreteniéndose en el baño. Se abalanzó sobre el pedazo de vidrio, lo cogió con delicadeza, lo levantó por encima de su frente, abrió la boca sin dejar de contemplarla, y la gota resbaló lentamente hasta caer dentro de ella. Giró sus muñecas en uno y otro sentido, pero nada cambió en la intensidad de la luz. Con esta evidencia se dio por satisfecho; feliz, dio un brinco en el aire. Se había vuelto invisible.
Trató de cruzar por el reverso del espejo de la entrada, pero se topó con la superficie sólida y helada del vidrio. Repitió en su mente la palabra “¡aju!”, estiró su mano y atravesó el cristal sin resistencia. Ahora podía verse a sí mismo reflejado con una imagen delgada y alta, de color blanquecino, pero con rasgos todavía difusos. Del otro lado, en el zaguán, utilizó la otra palabra que había escuchado del Alquimista, y también atravesó el primer espejo.
Sabía que disponía de poco tiempo. Todo parecía igual que hace un rato en el laboratorio del Alquimista. Se escurrió por entre algunas creaturas indiferentes, por entre alambiques y un atanor encendido, simplemente curioseando. Era evidente que nadie podía verlo. Su mirada cayó casualmente sobre un objeto conocido. En un primer momento no pudo creer que la hermosa llave iridiscente que había usado el Alquimista estuviese abandonada sobre una mesita de cuarzo con incrustaciones de  jade, ante sus propios ojos. La tomó, miró hacia todos lados todavía con desconfianza, y estirando su mano en el aire, la hizo girar cuando se topó con algo semejante a una cerradura. Repitió el movimiento que había observado en el Alquimista, y sacó del interior de algún recipiente invisible la vibrante bola de la Omnisciencia… ¡Precisamente lo que deseaba encontrar!
La tomó con ambas manos, la miró concentradamente y preguntó con su mente: “¿Q-u-i-é-n s-o-y?”… Le pareció que el interior de la esfera comenzaba a girar de izquierda a derecha, hasta que distintamente se formó una especie de torbellino de colores que avanzaba velozmente hacia él. Sintió que él mismo comenzaba a girar; sintió un intenso mareo; el ojo del remolino se expandió repentinamente; entonces vio, escrito sobre el dintel de roca del lugar donde se cortaba ciega la escala de mármol rosado que había visto al entrar a la morada del Alquimista, una leyenda: “CIPRA”.
Devolvió la bola a su reservorio. Dejó todo en su lugar y se encaminó hacia la escala rosada. Cuando subía por ella, mirando el muro ciego que tenía adelante, escuchó una voz cavernosa y reverberante detrás de él:
--¡Hey!, ¿quién anda ahí?...
Se miró ambos brazos y le pareció que emitían una luz parpadeante. Apresuró de dos saltos los últimos tres escalones; exclamó con convicción dentro de sí: “¡Cipra!”, y atravesó la roca como si fuese de aire.
Un maravilloso paisaje apareció ante sus ojos. Planos, muchos planos que se extendían hacia la distancia se alejaban en perspectiva superponiéndose unos a otros; derivaban unos de otros; de diferentes colores, con formas indefinibles, como extensas llanuras, o prados, o desiertos, o mares. Observó que uno de ellos, cuya superficie se asemejaba a un inmenso tablero de ajedrez, parecía moverse en el horizonte. Fijó con curiosidad la vista en aquello que parecía una masa de algo en movimiento: una ola gigante que comenzaba a formarse en las profundidades del océano. Sintió que su garganta sufría un espasmo de miedo. La ola se acercó más, creció, y se transformó en una inmensa masa y nube de tierra que crecía más y más hacia todos lados. Más cerca aún, distinguió delante de la nube, y también produciéndola, millones de hombres que corrían hacia él, vociferando y blandiendo todo tipo de terribles armas. El ejército que al correr hacía temblar la tierra y con sus gritos oscurecía hasta la luz del sol, cuando faltaban sólo unas decenas de metros para alcanzarlo, se transformó instantáneamente en una multitud infinita de ranas verdes, azules, rojas, moteadas, de todos colores, croando y dando brincos. Delante de todas ellas saltaba una gran rana negra, tocada con un singular sombrero. Dio un gran brinco, voló por los aires, y, justo antes de chocar con él, se convirtió en el Rey de los Corsarios.
Pasó a través de su cuerpo, como si su propio cuerpo, o el del Rey de los Corsarios, no fuese real. Una incómoda sensación, una especie de hormigueo quemante latió por dentro de todo su cuerpo. Se dio media vuelta para mirarlo y se encontró con sus ojos tan sorprendidos como los suyos. Más aún, le pareció que en alguna medida la mirada del Rey de los Corsarios era su propia mirada.
--¡Tú… yo…!—masculló el Rey de los Corsarios.
Él-ella buscó en su memoria para tratar de comprender. Las innumerables ranas desparecieron como tragadas por la tierra. Un repentino ruido de tambores lo impulsó a dirigir la vista hacia otro plano que asemejaba una inmensa llanura. Vio acercarse a toda carrera a un jinete sobre un caballo rojo, que más parecía volar que correr. El jinete saltó del caballo antes que se detuviese y, trastabillando, se lanzó a abrazar los pies de él-ella.
--¡Perdóname… perdóname!—sollozó--. ¡No debí hacerlo!
Él-ella puso su mano sobre la cabeza del hombre, y éste alzó la mirada. Era Ibdiur, hijo de Ruhr. Aunque también él era ella… o parecía serlo. Se escuchó un grito desgarrador a la distancia, luego otro y otro y otro…, se fueron agregando y superponiendo desde todas las direcciones. El Rey de los Corsarios e Ibdiur tomaron a él-ella de las manos y partieron en una carrera desenfrenada por pasajes y recovecos oscuros, a una velocidad inimaginable. Algo parecía perseguirlos; algo los acosaba desde todos lados, pero se negaban a dejar de ser.
--¡Por aquí…!—llamó alguien.
Pudo haber sido un mero resplandor, o la agitación de su propio aliento, o la esperanza atenazada por la angustia que martilleaba en sus sienes. Todos lo escucharon y lo siguieron sin dudar. Unas decenas de pasos más adelante se acabó el camino; no pudieron anticipar el oscuro final y se desbarrancaron gritando hacia un abismo de fuego y humo.
Una gigantesca paloma blanca se interpuso en su caída y se hundieron entre las blandas e iridiscentes plumas de su lomo. Se alejó volando majestuosamente por entre las filosas gargantas del acantilado. Voló hasta enfrentarse a una alta cima, sobre la cual se alzaba un atrevido y luminoso castillo medieval. Se posó sobre una torre; los tres descendieron con lágrimas de gratitud en sus ojos. Al alejarse, agitando sus poderosas alas, él-ella observó que por detrás ya no era una paloma, sino una cucaracha voladora. Los guardias de todas las torres, al verlos llegar, hicieron sonar sus cuernos; una selecta comitiva se apresuró a darles la bienvenida.
--¡La hija del Rey se casa!... ¡Nuestra amada Delfina se casa!... –gritaba la multitud enfervorizada.
Todos los presentes, por los pasillos, por las almenas, por los patios y los fosos aclamaban a él-ella cuando pasaba por delante:
--¡Viva el príncipe Alfonso!... ¡Viva el príncipe Alfonso!...
Entonces las lágrimas estallaron desde los ojos de él-ella al recordar que hacía miles de años había estado allí mismo; que él-ella había sido Alfonso O*** y Bueras, hijo de Félix O*** y Bueras… o que tal vez todavía lo era. Ahora era diferente.
Se abrieron las inmensas puertas del esplendoroso salón principal. Cerca del altar, toda vestida de blanco, con un sombrero blanco y una cinta roja alrededor en su cabeza rubia, la princesa Delfina, hermosa como un ángel, vio entrar a él-ella; ambos corrieron dichosos a abrazarse.
La ceremonia del sagrado vínculo se realizó en ese mismo momento. Perfecta. La fiesta comenzó en el castillo, en el pueblo, en el reino y quizás se extendió por todo el mundo. Música, mucha música, comida, manjares suculentos para todos, mesas desbordantes, luces incalculables, bellísimos trajes, risas, disfraces, regalos, besos, abrazos lujuriosos y baile; en medio del gran salón real, el vals de los novios. Él-ella los llamó a todos, a Delfina, a Alfonso, al rey de los Corsarios, a Ibdiur, a Bárbara, a Amalia, a una viejecilla que guiñaba los ojos, a Eloísa, a unos arrieros sonrientes y… al ver sentado en el suelo, en un rincón,  a Calias B***, que miraba solitario la escena con lágrimas en los ojos, también lo llamó para comenzar a dar vueltas y vueltas, todos tomados de la mano, riendo, gritando y bailando, en una ronda desenfrenada de dicha y felicidad, que comenzaba a extenderse a toda la humanidad.
La altísima bóveda del salón se abrió; dos manos gigantescas separaron el techo por la mitad y un rostro del tamaño del universo se acercó a mirar hacia el fondo del salón, arrojando rayos y truenos sin fin… ¡El Alquimista!
--¡Nunca debí confiar en ti!—Se escuchó una voz terrible como una maldición.-- ¡Ahora volverás al Infierno, desde donde nunca debiste haber salido!
Calias B*** dio un brinco en la cama, como si hubiese recibido una descarga eléctrica, abrió los ojos desmesuradamente, y vio caer, desde su regazo al suelo, el libro abierto de Apuleyo, El Asno de Oro.



FIN






[1] En inglés: “Sacrificio”.

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