Mijaíl González T. vivía en un sucucho
de dos por tres, en el piso 27 de la exclusiva torre que se sumergía bajo
tierra hasta las inmediaciones de los lagos sulfurosos del territorio de los
afamados Hiperbóreos. Después de otra noche intranquila, Mijaíl estiraba sus
brazos, contemplando por su ventana de níquel la codiciada y costosa vista panorámica
hacia el Infierno. Sólo por esta vista espectacular, exclusiva y lujuriosa
había hipotecado el resto de su vida, y accedido a las penosas condiciones habitacionales
en que se encontraba.
Y es que, a ciencia cierta, su sueldo
no le alcanzaba para vivir. A veces, no muy seguido, maldecía su suerte, pues
veía cómo sus vecinos, sus compañeros de trabajo, y hasta los militares, los
futbolistas y las bellas y sensuales mujeres prosperaban y podían, desde ese
momento, acceder a un crédito fiscal aún más oneroso, y mudarse a una mansión full equip en las más exquisitas zonas
tropicales del Infierno mismo.
Sin embargo, pronto recapacitaba al
reconocer que su suerte no era producto meramente del azar, sino la decisión
honesta y libre que él mismo había realizado en alguna época inmemorial para
sostener este extraordinario y fatal propósito. Más aún, cuando por las tardes
y hasta bien entrada la noche, encerrado bajo llave en su cuchitril, empinaba
el codo hasta alcanzar el vómito, se volvía más reflexivo y sensato… Entonces
sí era capaz de volver a renunciar –hasta con una luminosa sonrisa-- a la
esposa que jamás podría mantener (ni menos por cierto a sus hijos); a su
irrenunciable derecho a voto; o a poder comer algo diferente los últimos tres
días de cada mes, cuando ya no le quedaba ni un céntimo debajo del zapato, que
no fuese un kilo de cucarachas, un largo sorbo de mocos, y quedarse dormido
recién hacia el amanecer arrullado por el sonido de sus pedos y sus tripas.
Cualquiera podría sostener ahora que
Mijaíl no era un hombre feliz, pero en realidad sí lo era… ¿Acaso un ser humano
podría sostener tamaña tortura de vida y una esclavitud sin regreso si no fuese
igual y al mismo tiempo inmensamente feliz? Y es que Mijaíl, además de ser un
hombre instruido, con una educación privilegiada y un alto concepto de sí
mismo, era un hombre de fe, una fe debidamente beata y un poco obtusa, pero
templada por una pragmática ambición y una sobresaliente capacidad de
emprendimiento. Tal vez por esta razón no apreciaba los gestos grandilocuentes
de la fe eclesiástica, los ritos neuróticos y repetitivos, los sacrificios como
moneda de cambio, ni la oración bíblica que ahoga el ruido de la catarata que
se cae por detrás de la conciencia... Simplemente Mijaíl creía que un alguien paterno,
indeterminado y desbordante de amor sostenía todo lo que él experimentaba, contra toda evidencia y sentido
común. Eso era todo --y suficiente fe-- para mover esta montaña de un lado para
otro, aunque más a menudo la cargaba sobre sus propios hombros… ¡Pero feliz!
Últimamente había descubierto, en una
de estas noches honestamente interminables, que su responsabilidad estaba por
encima de todo, y que su destino fatídico, además de sus horripilantes
condiciones de sacrificio vital, eran sólo y exclusivamente su responsabilidad, o, dicho con el
mayor de los sigilos y humildad, su culpa.
Por lo tanto, la única opción de renuncia o evitación a su culpa era el
suicidio, o bien, dicho de una manera racional, pagarlo con su vida. Ergo, tenía que seguir viviendo.
Mijaíl encendió un cigarrillo, alcanzó
a sorber profundamente una bocanada de nicotina y humo, pero algún torvo
pensamiento se le atravesó de sien a sien, y, atorándose, tosió, arrojando
volcánicamente el humo por su boca abierta, junto con una aspersión de saliva.
El vidrio de la ventana se ensució con su negro escupitajo, formando una
curiosa figura de corazón. Como movido por un resorte interno, se arrojó
angustiado sobre el vidrio y comenzó a frotarlo con la manga de su camisa para
borrarlo. Se había acordado repentinamente de la hora, si bien el acoso de un
tropel de asociaciones de la más variada índole lo había desbordado. Por ello
tosió.
Se terminó de vestir de prisa. Orinó,
mientras tomaba una taza de café y se observaba de reojo en el pequeño espejo
de marco rojo que colgaba del muro. Se pasó la mano por la frente levantando
los mechones oscuros que habían caído enredados hasta sus cejas durante el
sueño. Apagó la aplicación de su celular que ronroneaba y maullaba como un gato
para sentirse amigablemente acompañado. Volvió a acercarse a la ventana que daba
hacia el Infierno (la única ventana de la habitación), observó de cerca y cuidadosamente
su pulido cristal, arrojó un vaho de aliento y volvió a restregar el puño de su
blanca camisa para eliminar el último vestigio de escupo y corazón. Antes de
salir lanzó una breve y ansiosa mirada más allá del cuadro niquelado de su
ventana, a la distancia, sobre la inmensidad reluciente y tortuosa que
borboteaba azufre entre los más bellos chillidos de una humanidad infernal y
amada. Cogió el pequeño maletín de su laptop, lo dejó pendular sobre su hombro
izquierdo, destrabó meticulosamente el seguro de la puerta, la única puerta de
su habitación, y la abrió. ¿Acaso hoy es
un día diferente, diferente de todos los otros días en que repito lo mismo que
repito hoy?... Se preguntó al recibir la bocanada de aire contaminado del
exterior. Cerró con premura la puerta por detrás de sí, para quedarse
meditativo contemplando su alrededor. La gente, las personas reconocidas a
diario pasaban junto a él, al lado de él, sin prestarle atención. Se movían en
tropel hacia los ascensores. Bajaban y subían por las escaleras desde los
diferentes niveles de la torre, buscando llegar rápidamente ante las puertas
colosales de los montacargas, y allí se quedaban detenidos, inmóviles, con sus
rostros cosméticos, relucientes y afeitados, esperando justo sólo un minuto,
con expresión gris y robótica.
Mijaíl los miró con cierta melancolía y
tristeza cuando comenzaban a entrar por decenas al ascensor. Una lágrima afloró
por la comisura de su ojo derecho. En un acto reflejo se metió las manos a los
bolsillos, para palpar una vez más que se encontraban vacíos. Ellos, en cambio,
sí poseían las monedas mágicas que les permitían gozar del beneficio de ese
transporte. Mijaíl ya había sido detenido varias veces por intentar burlar el
costo y acceder al ascensor con permisos falsos para transportarse a su labor.
Por esta razón se encontraba bajo apercibimiento de arresto. No estaba
dispuesto a perder el privilegio alcanzado de disfrutar la sublime vista del
Infierno que contemplaba desde su única ventana. Por ello, inclinó la cabeza
hasta casi tocar con su barbilla el pecho y comenzó a subir sombríamente la
escala de servicio.
Ya había perdido la cuenta de tantas
cosas. Había perdido la cuenta, por ejemplo, de cuántos días y cuántos años
había intentado lo mismo: subir por estas escalas para tratar de llegar a su
lugar de trabajo. Había perdido la cuenta de cuántas personas habían pasado por
su lado, siempre veloces y concentradas, al punto de que nadie jamás le había
respondido ni dirigido la palabra, e incluso nadie jamás le había deslizado la
más casual de las miradas.
Otra vez la congoja lo doblegó después
de los primeros quince minutos. Se detuvo para respirar y se sentó sobre un
escalón, bien pegado a la pared. Cuántas veces se había preguntado lo mismo... ¿Por qué si vivo en el piso subterráneo
menos veintisiete, no logro llegar jamás al primero, así sea que ande por estas
escalas un día entero?... Pues bien, la respuesta no existía, o al menos
nadie le ayudaba a respondérsela. También,
por cierto, muchas otras incógnitas de toda lógica y naturalidad. Sin embargo,
su fe profunda y sincera lo animaba con la respuesta cálida de un Padre
Celestial que nunca dejaba de esperarlo y de alentarlo allá en el fondo del más
recóndito Infierno. Valía la pena por ello realizar el esfuerzo diario de subir
y subir, y luego bajar y bajar, sin llegar jamás a ninguna parte.
Así divagaba cuando su vista difusa se
posó sobre una extraña criatura que asomaba en el quiebre del peldaño junto a
la pared, justo al lado de su pie derecho. Nunca había visto algo así. Se
inclinó para mirarla más de cerca. Primero pensó que se trataba de una
excrecencia verde del estuco, pero al observarla con atención reconoció que se
trataba de un diminuto vegetal; con mayor precisión, un trifolium repens, pero con la particularidad de que poseía cinco
minúsculas hojas, en lugar de tres. Cuando niño había leído sobre estos
extraños y misteriosos seres, en uno de sus libros de láminas y fantasías.
Recordaba que la historia refería sobre el infortunio de un chico extremadamente
pobre, abandonado, huérfano y hambriento, el cual, mientras recorría el bosque
del Mal Eterno en busca de alguna col intacta, había encontrado una pequeña
flor blanca de trébol, y en su delgado tallo, un ramito de cuatro pétalos. El
rey enfermo, ya moribundo de desesperanza, había ofrecido una fortuna al que le
llevase un trébol de cuatro hojas, pero hasta entonces, después de siete años,
nadie lo había hallado. Una vieja hechicera le había vaticinado que en tanto
poseyera un trébol de cuatro hojas la muerte nunca lo alcanzaría.
Mijaíl acercó su índice y su pulgar al
tallo de la plantita; lo cogió con delicadeza y lo arrancó de su lugar. Lo
llevó delante de sus ojos, muy cerca; a continuación, comenzó a subir
sigilosamente la escala, sin quitarle la vista al pequeño vegetal… ¡Cinco hojas… cinco hojas…! Repetía con
una sonrisa de incredulidad y satisfacción. ¡Cuánta
suerte tengo!... De pronto volvió a recordar que lo aguardaban en su lugar
de trabajo, puntualmente a las 8:00. Miró en su celular, una de cuyas
irrelevantes funciones consistía en enseñarle la hora. Faltaban quince minutos
para las 8. Miró hacia lo alto de la escalera, como midiendo la distancia que
aún debía recorrer; lanzó un sentido suspiro y, al volver la vista hacia su
mano, se encontró con el pequeño cuerpecito vegetal extendido sobre la palma de
su mano.
Lo vio allí tirado y lánguido sobre su
palma lívida, como si ésta fuese el sudario que, al cerrarse cual la tapa de un
ataúd en un puño sobre la flor, sepultaría el cadáver de aquella inocente vida
que para siempre no sería ya más vida.
Mijaíl se detuvo, se dejó caer pesadamente
sobre la escala y, mientras contemplaba el trébol martirizado por él mismo,
comenzó a llorar desconsoladamente, derramando lágrima tras lágrima tras
lágrima sobre su mano extendida.