Emile Verhaeren, extraordinario poeta franco-belga (1855-1916) casi desconocido para los hispano hablantes, ha señalado los comienzos de la modernidad con su obra poética y visionaria. Presento aquí uno de sus magnos poemas, que da muestras de esta capacidad descomunal de previsión de un vate inspirado por los dioses, y en el que preanuncia el drama actual de nuestro mundo exaltado y globalizado.
EL ARTE[1]
(Emile Verhaeren)
De
un salto,
Su
pie quebrando el suelo profundo,
Su
doble ala en la luz,
El
cuello extendido, el fuego bajo sus pupilas,
Parte
hacia el sol y hacia el éxtasis
Este
devorador de espacio y de esplendor, ¡Pegaso!
Delicadas,
las danzas
Languidecían
su gracia y su cadencia
En
la verde cumbre de las colinas, allá.
Eran
las Musas de oro: sus pasos
Se
cruzaban como flores entrelazadas;
El
amor, junto a ellas, dormía bajo un laurel
Y
las sombras del follaje guerrero
Caían
sobre el arco y sobre las flechas estelares.
El
Olimpo y el Helicón brillaban en el aire;
Sobre
las vertientes de donde las fuentes se derraman,
Templos
puros, semejantes a coronas blancas,
Iluminaban
de recuerdos los valles claros.
Grecia,
con sus Partenones de mármol
Y
sus gestos de Dioses que agitaban los árboles
En
Dodona, la Grecia entera con sus montes
Y
sus pueblos cuyos nombres acunaba la lira,
Aparecía,
bajo el galope del loco caballo,
Semejante
a una arena familiar
en
su vuelo cotidiano dentro de la luz.
Pero
de pronto, allende el país natal
Un
día ve, desde el fondo de los pasados lúgubres,
Surgir,
oprimiendo un disco entre sus cuernos,
La
inagotable, grave y materna Isis.
Y
fue el arte de Tebas o de Menfis
Al
tallar Hathor en portales de rosas,
Y
fue Ur y Babilonia
Y
sus jardines suspendidos de qué clavos del astro de oro.
Y
luego Nínive y Tiro, y los decorados
De
la India antigua, y los palacios y las pagodas,
Bajo
la humedad de las estaciones cálidas,
Al
torcer su cénit como hogueras esculpidas.
Y
también a lo lejos fue este Oriente alzado
En
quioscos de esmalte, en terrazas de marfil,
Donde
sabios y ermitaños famosos
Reflejaban
en el agua bella, pero transitoria,
Sus
rostros de juguete;
Y
dulcemente se reían con su reflejo
De
los gestos vanos que en la vida habían hecho.
Y
de este desconocido vasto subían Odas,
Siguiendo
juegos, siguiendo modas,
Que
Pegaso escandía con su paso firme;
Se
hubiese dicho que en sus himnos antiguos
Su
canto cotidiano
Había
dormitado largo tiempo
Antes
de despertarse con las músicas sublimes
Que
propagaba de cima en cima
A
través del infinito.
Sobre
este mundo de esmalte, de bronce y de granito
Avanzaban
también poetas lúcidos;
Destruían
la muerte nocturna al igual que Alcides;
Sus
poemas sagrados, que unificaban las leyes,
Aseguraban
en textos de oro la voluntad de los reyes;
Su
frente acollaba contra la fuerza insaciable;
Su
alma intensa y dulce había previsto la vida
Y
la expandía ya como un bello sueño claro
Sobre
el trance de niño que dormía el universo.
El
enloquecido caballo al que ningún vuelo audaz
Fatiga,
Con
un más descomunal aletazo todavía, engrandece su vuelo
Y
se exalta, más alto todavía, entre el espacio.
Entonces,
un otro mar, un otro sol
A
su izquierda se ilimitaron,
Y
fue el occidente, y fue el porvenir,
Cuya
grandeza iba a definirse,
Que
resplandecieron.
Allí,
en llanuras de bruma y de rocío,
En
regiones de montañas, de aguas, de bosques,
Aparecían
templos blancos, de donde el oro de las cruces
Despedía
una claridad nueva y bautizada.
Cada
pueblo se diseñaba como un redil
Donde
la manada de los techos congregaba sus vellones rojos;
Maravillosos
palacios dominaban los tugurios;
Un
ábside se desplegaba igual que una muceta;
Jardines
de oro dormitaban debajo de grandes árboles;
Ríos
surcaban muelles de mármol;
Pasos
masivos y regulares de soldados pelirrojos
Corrían
a lo lejos bajo un vuelo de locas banderas;
Sobre
cerros se alzaban altos laboratorios;
Industrias
quemaban los vientos con sus fuegos;
Y
todo esto rezaba, golpeaba, mordía los cielos
Con
un ímpetu tal que sonreía la gloria.
Y
era Roma, y luego Florencia, y luego París,
Y
luego Londres, y luego a lo lejos las Américas;
Era
el trabajo loco y sus febriles líricas
Y
su fulgor enorme a través de los espíritus.
El
globo estaba conquistado. Se conocía su extensión.
Fuegos
semejantes a los fuegos de las estrellas, allá en lo alto,
Hacían
gestos de oro; se hubiese dicho antorchas
Clavadas
para conducir el pensamiento perdido;
Como
en otro tiempo los poetas fervientes y luminosos
Avanzaban
semejantes a los dioses, en la extensión ardiente,
Engrandecían
su siglo –Hugo, Shakespeare, Dante—
Y
dedicaban su vida al corazón del universo.
Y
Pegaso siente estas visiones nuevas
Tan
ampliamente deslumbrar sus pupilas
Que
fue como inundado de orgullo y de luz,
Y
ya los dientes sin freno, el cuello sin riendas,
Abandona
de pronto su ruta acostumbrada.
En
adelante, el mundo entero fue su arena.
(Traducido
del francés por Rodrigo Inostroza B.)