Lunes, el verdulero, me extendió con un
gesto displicente la zanahoria blanca de cinco centímetros de largo y esperó
con su mano extendida el pago. La luna se había retirado al otro lado del
mundo, pero el sol cansado y pálido la había reemplazado en el cénit con su
luz lechosa e invernal. A mi lado la
gente miraba a cada momento el cielo y parecía querer confirmar algo que yo no
lograba descubrir. En más de una ocasión volví también mis ojos hacia el cielo,
pero sin ver nada más que un cielo blanco concluí que debía estar disminuyendo la
salud de mi vista. Sin vergüenza, en otro momento pregunté a un transeúnte que
acababa de levantar su mirada nerviosa hacia el cielo qué miraba que yo no podía
ver y, levantando sus hombros en un gesto incomprensible, sin más continuó
su paso. Otra vez lo intenté con una pequeña niña, imaginando que en su
inocencia pueril me habría de decir sin ambages la verdad, pero se volvió hacia
mí y llevándose la mano a la frente exclamó “¿acaso
eres tonto?”…
Después de esa experiencia he preferido vivir sin más en mi
pueril estupidez. Debo reconocer que esto pasó casi de un
día para otro. Tal vez un virus se adueñó de mi cuerpo y de mi cerebro. Aconteció
por allá por Mayo del año 2xxx, si mal no recuerdo, cuando un día me levanté
muy dispuesto para volver a mi arduo trabajo de maestro de escuela y descubrí,
al descorrer la cortina de mi dormitorio, que afuera de mi pieza, digo, afuera
de mi casa, estaba completamente nevado y blanco. Entonces, perplejo, encendí
la radio para tratar de comprender este extraño fenómeno meteorológico y sus
alcances. Pero una voz lacónica y cansada repetía una y otra vez en todas las
emisoras lo mismo: “Blanco… blanco…
blanco…” Solté la risa y me quedé largo rato riendo y apretándome el
estómago. Busqué a Mariela, pensando que debía estar en la cocina, pero nada,
ni en el baño, ni en el comedor, ni en ninguna parte. Por primera vez se había
ido sin decirme ni una palabra. Una inusitada sensación de angustia y abandono
me invadió repentinamente, pero me repuse pronto al reconocer que al menos yo
no iba a abandonarme a mí mismo. Al devolverme a contemplar el lecho vacío y
blanco, algo poderoso me hizo saber que Mariela ya no volvería más.
Cuando Lunes recibió mi paga, la miró
con una expresión melancólica, se sentó en un taburete y bajó la vista hacia el
suelo. Sentí deseos de abrazarlo y expresarle mi gratitud y mi alegría de
vivir, pero me contuve. Al pasar junto a mí, una joven mujer de cabello cano
golpeó descuidadamente mi brazo y continuó su marcha sin decir una palabra,
casi arrastrando los pies. --¿Quién era
ella, de dónde venía, qué quería hacer?
…Y tantas otras cosas más hubiese querido compartir con ella, si me hubiese
prestado atención. Pero cuánta tristeza, cuánta indiferencia, cuánta inmaculada
blancura podía percibir por todas partes y en todo el mundo… El universo,
concluí, se había vuelto blanco y sin amor, o bien yo me había enfermado de
amor y alegría de vivir. No puedo precisarlo.
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