viernes, 10 de octubre de 2014

EL CEMENTERIO DE MI PUEBLO




Desde el ventanal de mi dormitorio puedo ver el cementerio del pueblo en mitad de la colina. Las almas de los difuntos ya no están ahí. Quizás mi osamenta también se guarde algún día en aquel relicario de muertos. 

Hoy me han llamado los muertos. Una luz hizo brillar el cementerio. Los muertos son pura memoria. Ellos pasaron un día también por ese portal blanco, llorando con sus seres amados. Los puedo observar uno por uno como si se me hubiesen reunido todas sus horas presentes. Ellos lloran, pero también veo una sonrisa en sus almas pálidas. Junto a su propio féretro se despiden contemplando a quienes ya no podrán tocar más. Algunos incluso ya se han ido; por distintas razones no pudieron esperar el ritual de despedida que los vivientes llaman funeral o entierro. 

Ninguno está solo; ellos tienen motivos para entristecerse por nosotros porque quedamos aquí, como con las manos vacías, como pobres de espíritu, carentes de amor duradero y firme, al que no se lo lleve la muerte o las condiciones adversas de la vida, o la simple limitación de nuestras imperfectas mentes contenidas en cerebros vivos que acaba siempre en alguna forma de sufrimiento y de angustia existencial.

Es verdad que todas las partidas y alejamientos tienen algo de triste y evocador. Ellos mismos no saben qué les espera. Ellos mismos siguen amando a los que no seguirán con ellos. Algunos incluso tratan de volver a su propio cuerpo, pero pronto los transforma el saber de la muerte y comienzan a adormecerse a los apegos propios de la vida. 

Cuando se marcha el cortejo fúnebre ya de regreso, los muertos dejan a un lado las ropas que eligieron representar para su propio funeral y se alejan inmateriales y desnudos.

El cementerio a la mitad de la colina ha comenzado a recibir a visitantes que llevan flores y más y más recuerdos. Los muertos se han ido, pero han dejado sus huesos para que nadie los olvide.

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