7 A.M. Los transeúntes vuelven a sus
lugares de trabajo. La oscuridad de sus conciencias dejó el planeta del sueño,
y habituados a su despertar diario no advierten que amanece. Un océano feliz de
bullentes fotones se deja caer como lluvia fértil sin excluir a nadie y nada. Los
pasajeros miran, piensan, tocan, caminan; sus estructuras de acero y concreto
mental los condicionan a lo mismo de siempre. Sólo perciben colores, volúmenes
y formas, pero nunca advierten la luz profunda y evidente, por detrás y por
delante de todo.
La tórtola en el campo corre
aleteando cuando amanece, y tras ella la sigue piando su parvada ansiosa de más
alimento. Brillan más y más los minerales bajo la superficie en un proceso
evolutivo ancestral. El agua resucita en el mundo porque la vida la ha tocado
mágicamente. Los seres señores de verde se vuelven translúcidos y se dejan
mover por el viento. El cielo modula su tinte hacia el azul, pero es la luz quien
lo sostiene, la luz que progresivamente se va mostrando más intensa. Sólo la
luz aumenta y avanza; el mundo se encuentra inmovilizado en sus formas de
siempre, esperando. El sol alcanza la cima de la montaña del cielo y estalla en
un resplandor que enciende el universo. Todo brilla infinitamente en un solo
ser de oro, no hay formas, no colores, no deseos ni temores. La labor divina ha
llegado sin retraso. Los seres humanos miran la hora a cada momento, buscando
sólo un débil efecto del tiempo eterno que se dispara en todas direcciones. No
logran sincronizarse, aunque realizan denodados esfuerzos por comprender.
Podríamos comenzar a sanarnos si
descubriésemos profundamente que estamos ciegos precisamente porque vemos; que
estamos dormidos, precisamente porque estamos despiertos. El sol demarca la
ruta eclíptica hacia el interior de todo. Luz y símbolo.
23 P.M. Los transeúntes agotados se
retiran a dormir.