En la Naturaleza de hace
evidente la presencia de Dios. Dios crea este orden sublime, la perfección de
un atardecer, de un bosque en primavera, de una catarata sonora, de un gamo
cuando trata de escapar sin conseguirlo de los colmillos desgarradores de un
león, la perfección de un diluvio o de una glaciación, o del estruendo de un
volcán que acaba con la vida en un radio de cientos y hasta miles de kilómetros,
y la extinción de los dinosaurios por la caída de un asteroide, o la nube que se
retira de la cima nevada de la montaña, o el nacimiento de un brote desde una hierba
casi seca que en nada se diferencia de nada, la explosión de una estrella lejana o el
llanto de un moribundo pez. La luna sobre una charca. Eso es perfección. Eso es
sublime.
Pero aparece el Hombre,
entonces una nueva perfección se nos evidencia. Dios en el Hombre, Dios Hombre.
Y la maldad humana, el terror, la crueldad, la insensibilidad, la estupidez, lo
mismo que la dulzura y la capacidad de modificarlo todo por la conciencia en
esa misma Naturaleza original se unifican en este Dios también perfecto. Dios
se manifiesta Todo en Todo. Este Dios también paradojal que se desafía a sí
mismo, que se opone a sí mismo de una nueva manera, y que al fin promete
alcanzar más allá del humano su propia trascendencia. Un Dios terrible y humano
que se dispone a despedazarse entre tiernos cánticos de un amor poderoso-- para
superarse a sí mismo en un fantástico e indescifrable futuro. Otra forma de
perfección… Otro Dios…
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