domingo, 5 de agosto de 2012

CASTILLOS DE ARENA



Un niño de tres o cuatro años se puso de pie y se quedó contemplando feliz la obra que acababa de terminar: un castillo de arena. A sus ojos no había otro castillo más bello sobre la tierra. Levantó sus brazos hacia el cielo, soltó un gritito agudo y partió corriendo a buscar a su padre para compartir con él su dicha. Cuando ya se había alejado algunas decenas de metros se detuvo y giró la cabeza para gozar desde la distancia su palacio. Entonces vio a un muchacho mayor caminar resueltamente hacia su castillo y feliz comenzar a saltar y patear su obra de arena. El niño se dejó caer sentado sobre la arena y lloró sin consuelo.
Cuarenta años después, el mismo niño se había convertido en un prestigioso ingeniero. Ahora construía edificios, edificios enormes como montañas perfectas. Todos querían encargarle una empresa más osada, más lujosa, más sofisticada, más espectacular. Acababa de diseñar y levantar el edificio más alto del mundo, el edificio más caro, el edificio más hermoso del planeta. Allí estaba ante él, contemplándolo con el orgullo y la felicidad que alcanzaban también la cima de esa misma maravilla. Entonces, mientras miles de personas aplaudían y fotografiaban la obra que acababa de ser inaugurada, comenzó un terremoto, un terremoto terrible y asolador. El edificio se inclinó y se inclinó hasta que su estructura lanzó un ruido terrible y se desplomó despedazado por todos lados. Al verlo caer no pudo contener las lágrimas y lloró sin consuelo, recordando su amado castillo de arena. Un viejecillo caminó hacia él; aproximando su boca arrugada al oído del ingeniero, le susurró: “No llores, pronto construirás la obra más grandiosa que un humano pueda concebir: un puente infinito; un puente entre la tierra y el cielo.”

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