Marta se inclinó con dificultad hasta
el suelo y con un paño viejo secó cuidadosamente el piso de madera. Dejó el
trapo a un lado, se pasó la mano por su pelo blanco y suspiró, mientras
contemplaba el macetero florecido desde donde había caído el agua. Su vista se
deslizó por encima de los pétalos de sus crisantemos granates. Buscó allá
arriba a su Dios, buscó las nubes rojas que corrían como niñas risueñas al
atardecer, buscó a su esposo que tanto la había mimado cuando aun los hijos lo
llenaban todo, pero sólo encontró la fría columna de cemento de un edificio
reluciente de nichos que ascendían en ascensores hacia el cielo y el sol.
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