sábado, 10 de marzo de 2012

CAMINO DE TIERRA


La rueda de caucho grisáceo giraba hipnóticamente bajo la mirada de Carlos Lolenco. El camino de tierra subía y subía esta mañana buscando un destino que sólo el hábito conocía. El viento helado de la mañana se colaba por los orificios de su nariz con olores a eneldo, a cañas y pasto seco, afectuoso y punzante. Aún el sol no lograba escalar hasta el morro la espalda de los cerros, pero la luz temprana azuleaba el rostro rural de las cosas silenciosas. Junto a la rueda de la bicicleta vieja pasaban siempre tantos sueños, tantos desencantos y forcejeos maridados entre la esclavitud y la libertad más absoluta; sueños que las piedrecillas del camino daban a luz como figuritas en el fondo de una taza de café. Por ello, cuando Carlos vio el resplandor agudo y dorado atravesar el adormecimiento del despertar de su día junto a la rueda delantera de su bicicleta, estuvo a punto de rodar con su aparejo sorprendido por la abismal ruptura de un sueño realidad.
Se detuvo, dejó tirada su bicicleta junto al camino y volviendo sobre sus pasos, encontró allí, de verdad, algo redondo y metálico que sonreía más allá de lo permitido por el pudor de los campos. Una moneda dorada, luminosa y clara como el sol que venía en camino, pero antes de la hora arrojada sobre este camino de tierra. Una moneda metálica, resplandeciente, dura y pesada que ni se arrugó ante el mordisco incrédulo de Carlos. ¿Era posible que una moneda de oro se hubiese encontrado quieta en medio de la nada de un camino de tierra y que sus manos casi pordioseras la acunasen ahora como si se tratase del niño Dios?
Se sentó sobre una roca, a la orilla del camino, y sin dejar de contemplarla las lágrimas le bajaron por su piel oscura y golpearon como gotas de lluvia la piel inmarcesible de la moneda de oro. Fue todo tan rápido. Vio entre chispazos de conciencia la cunita de cartón de su niño; las deformidades óseas de su mujer que encogida gemía tras la puerta de la casa; el fogón asfixiante que en invierno había matado a su vieja y que todavía amenazaba los pulmones ennegrecidos de la familia; el camino de tierra que por primera vez veía ante él tan largo como puede serlo el camino de un cielo imposible. Dolía mucho, dolía hasta las lágrimas. No sabía por qué dolía tanto sostener esa moneda de oro en su mano.
El tiempo comenzó a transcurrir veloz, lento, ebrio, dulce, terrible, fugaz, amigo, asesino e insensible. El tiempo que lo levanta todo con su soplo creador lo arrastró de raíz por el tubo de su tornado y enloquecido pensó que aquella moneda era el oro del mundo, porque nada podría resistirse a su poder, como una moneda que se estaba derritiendo en su mente de Midas hasta convertir todo lo que quisiese en oro. Vio su fortuna, su felicidad desbordada como el despertar de un día que al fin él crearía y no simplemente su Dios medio indiferente. Vio a su niño en una cuna de oro que se mecería soplada por el hálito de serafines. Vio a su Carmencha alta y digna como los álamos, alhajada con vestidos que incluso las estrellas de cine podrían imaginar sin poder obtener. Vio su casa convertida en palacio de un imperio sin fin, y a la gente… ¡oh, la gente!... De pronto recordó al Guasón, al Jovino, al Manco, al Pérez, a la Juana Vives, a Judas… y a todos esos que siempre te miraban desde atrás de los árboles, y siempre detrás de cualquier cosa, para arrebatarte la más mínima belleza, el más pequeño de tus tesoros, tu pequeña felicidad.
Cerró su mano con desesperación cuando el primer rayo de sol cayó sobre ella, miedoso de una luz espía que lo perseguiría de aquí en adelante con sus sombras de deseos, de envidias, de celos, de ansias, de perversiones humanas dispuestas a todo para arrebatarle su moneda de oro, su pequeña y omnipotente moneda de oro. Se levantó otra vez con sus ojos llenitos de lágrimas, y arrojó la moneda de vuelta al camino. Montó su bicicleta y se alejó silbando como lo hacía cada vez que apartaba sus miedos. Se acordó de su padre, su querido viejo que al volver de la dura labor de la siega a veces le decía al encontrárselo jugando: “La satisfacción, hijo, de contemplar tu propia cosecha, por pequeña que sea, no se compara con la dicha del más grande de todos los regalos.”
Levantó la vista hacia adelante, miró por encima de los árboles que se abalanzaban sobre la última curva de su camino, sonrió, sonrió satisfecho de sí mismo. Una antigua camioneta bajó desde la colina de enfrente ronroneando como un gato tuerto, y pasó de largo por su lado. Apenas le prestó atención. Un minuto después bajó la vista hacia las piedrecitas saltarinas que crujían bajo el impulso de la rueda de goma, pero el camino había vuelto a ser de tierra, pesado, demasiado concreto y solitario como todos los caminos de su vida, como el de cualquier hombre de campo que agacha la cabeza al dirigirse a la labor de la propiedad de otro.
Echó pie a tierra. Giró en ciento ochenta grados y pedaleó, pedaleó y pedaleó como alma en pena, corrió loco de ansia y miedo, miedo de todo, de perder sus sueños y también de vivirlos, miedo del futuro amenazante, crudo e incierto y, sobre todo, de no tener simplemente en sus manos esa moneda de oro.

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