domingo, 25 de septiembre de 2011

PRIMER DÍA DE CLASES



Los cerros eran como manadas de elefantes verdes que estiraban sus trompas de agua hasta la  desembocadura en el lago turquesa. Así los veía de lejos Ambrosio a sus siete años mientras volvía de su primer día de clases, por entre pastizales y barriales olorosos y vivos. De pronto todo pareció oscurecerse a su alrededor. Una nota grave y profunda, extraña y desconocida estremeció su alma y congeló su cuerpo. Sintió como si un rayo hubiese atravesado su cráneo y quemándolo por su espalda lo hubiese hincado en la tierra. Luego, varias notas se sucedieron cual resoplidos y cuerdas de una belleza sublime, como si un ser de otro mundo estuviese cantando escondido. El repentino aleteo de un ángel entre los juncos cercanos.
Ambrosio siguió con sus ojos llorosos de dicha el vuelo del cisne que ascendía por entre las copas de coigües y mañíos, brillando como la luna redonda en el cénit de la noche. Mientras se alejaba la nave del ave divina su canto elevaba también el alma extasiada del niño. Cuando ya desapareció de su vista y su música cesó, Ambrosio cayó de bruces al suelo y comenzó a llorar y llorar y llorar abrazado a la tierra.
Lo encontraron a la mañana siguiente tirado allí mismo, dormido y enfermo. Ambrosio deliraba de fiebre, narrando incoherentes historias de seres de otros mundos y sobre una mágica lyra. Siete días duró la fiebre y ya no comía ni casi bebía. Sus padres lloraban y rezaban de rodilla ante su cama, besando el crucifijo de plata. El médico del pueblo recomendaba su pronto traslado al hospital. Pero al octavo día Ambrosio despertó llorando desconsoladamente y dijo, abrazando a su madre: “Ya no puedo seguir aquí”.

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