Ella escribía detrás de un teclado. Su vida de diario era una larga fila de trivialidades. Timbraba papeles, leía un periódico que alguien arrojaba sobre el mostrador, contaba billetes y estiraba el cambio, se trenzaba el cabello cuando se encontraba al pasar del espejo, sonreía con blancura perfecta para complacer a sus clientes, pero sobre todo miraba la hora cada vez que alguien le decía “adiós”. Y ella amaba a un amado que la buscaba a las once en internet. Entonces era ella la otra, la de los grandes saberes, la de profundos y delicados sentimientos, la bella, la rubia y sensual, la que estaba dispuesta a ser sin condiciones la mujer para otro. Allí sus ojos crecían y con su infinidad de gestos ante una mustia pantalla, era la otra, la que soñaba con un mundo mejor, pero que era incapaz de materializar.
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