La evidencia y necesidad de morir y ver morir es tan evidente y necesaria que sólo la insistencia y terquedad de la vida por su parte nos obliga a vivir la vida “hasta la muerte”; nos la retira de los sentidos como si no existiese hasta que aparece como cosa muerta. ¡Qué digo! ¿Me enredo o simplemente soy cazado por este matrimonio ad aeternum entre la vida y la muerte? ¿Sólo vivimos la vida, y en algún momento la muerte acaece como un mal ajeno, un fantasma malvenido y antipático que nos echa a perder la fiesta?
No la vemos cuando miramos el cielo y las montañas, los edificios y las calles, la gente y el espejo. ¿Acaso no está ahí, en todo ello todo el tiempo? Nuestra sabiduría popular y del sentido común nos susurra a la inteligencia: “la muerte está siempre acechando”. Así me la imagino como un tigre invisible entre la hierba alta del mundo, que en cualquier momento puede sorprender-te, atacar-te y devorar-te.
Pero su manifestación errática, su dejar ser la vida en un aquí y un ahora consistentes—pareciera no haber quiebres ni en el espacio ni en el tiempo--; su indiferencia la mayor parte del tiempo hacia estas víctimas de la mortalidad nos lleva desde su provocación a la respuesta de un estado mental ingenuo, como dentro de una permanencia (pero inexistente), como en un vivir real y extendido en el tiempo, incluso en un acceso sostenido de ceguera y asco hacia la muerte misma, con el cual tratamos de separarla tanto de nosotros que logramos incluso quitarla de nuestra conciencia y de nuestro modo de vivir.
“Es mejor vivir y no pensar en la muerte”, vuelve a afirmar la sabiduría popular. No deja de tener razón que si la muerte es verdadera e incontestablemente una cosa real cuando algo muere, pero que no afecta mayormente a lo que vive en tanto vive, y si indagar en la muerte con la conciencia no te aporta un valor ni un impulso para vivir mejor, sino al contrario, te dificulta el vivir al máximo las facultades de la vida, como puede ser volverte triste, escéptico y pesimista, entonces es mejor no pensar y simplemente dejarse “vivir”.
Así viven los animales. No es tan malo ser animal, pero es mejor ser un buen humano. Sin embargo, es más fácil que el humano sea un buen animal, a que el humano sea un buen humano. Morir como animal es más fácil que morir como un verdadero humano.
Morir es estar vivo. ¿Para qué separar la vida de la muerte, como dos condenados enemigos en celdas diferentes? Ni cárcel, ni juicio ni castigo es esto. Si muriésemos más seguido, digamos una vez al día; si concordásemos que cuando nos vamos a dormir, en realidad morimos, y cuando despertamos, nacemos o reencarnamos, entonces ya morir como cadáver y cuerpo no sería más que un estado más de este proceso de vivir-morir a cada instante y por todas partes.
Me parece que nuestra forma de concebir la muerte de una manera judeo-cristiana, o musulmana, o materialista-científica, o indoeuropea, o budista, representa una mera convención cultural y un condicionamiento sicológico. Nos hemos puesto de acuerdo con demasiada facilidad de que esto es la muerte y de que esto otro es la vida.
Que en el separarse de lo amado pueda estar el mayor dolor de la muerte, lo concedo. Sin embargo, –creo-- la solución no presenta grandes dificultades. Reconozcamos que existimos separados, individuados por naturaleza, y que en su sentido profundo el amor es un anhelo de re-unificación con algo que en definitiva se niega a fundirse con nosotros… y que al final inexorablemente se va. Si no somos capaces de ver para dónde va lo que se va, ni para dónde vamos con la muerte, entonces modestamente dejemos que la realidad haga su trabajo contigo, conmigo y con todo. Como Buda diría: “amar sin posesión; amar sin ser dueño de nada ni ser dominado por nada”.
Si no somos capaces de saber de dónde viene la vida y adónde va, entonces no nos aferremos a esto que insulsamente llamamos vida, y de la que apenas poseemos una pincelada parpadeante de conocimiento y experiencia.
Lloremos la vida cuando se la lleve la muerte. Lloremos, entonces, simplemente la vida. Pero no dejemos de reír, de reír y de reír. Todas nuestras emociones están al servicio de la vida y de la muerte. Las mismas emociones son constataciones de que estamos vivos y de que estamos muertos. Así nos hemos acondicionado y adaptado como animales a experimentar la vida y la muerte; el primer y más elemental nivel de la vida y la muerte.
Es hora de que nos humanicemos y comencemos a evolucionar por medio de nuestras emociones; dejemos de alucinar ya con la percepción de nuestros sentidos elementales y con nuestra razón mendiga. Es hora de que nuestras emociones superiores descerrajen el candado de nuestra corporalidad biológica y de nuestra conciencia animal.